jueves, 22 de julio de 2010

INSUBORDINACION Y VOLAR (Una Historia en Zonagrís) de Duilio O. Lanzoni

(Escrita entre el 23 de marzo y el 11 de noviembre de 1987. Segunda Mención en el Concurso hispanoamericano de novela de la Revista Crisis de 1988, jurados: Eduardo Galeano, Fernando Alegría y Jorge Rivera. Corregida en 2008)

PRIMERA PARTE- VIERNES

(1)
Apenas habían pasado las siete de la tarde, esas siempre siete anheladas que le ponen punto final a mi rutina de lunesviernes. Entre papeles, números, hipocresía de saludar amablemente y consultar folios imprevistos y quejas previsibles. Las siete que llegan a acomodar carpetas, a dejar en orden el arriba del escritorio mientras en cajones se archivan recordatorios, revistas, nombres y tantas estupideces sin sentido que-voy-a-ordenar-un-día-de-estos y nunca.
Saludé vagamente, mano alzada y sonrisa en repetición, a mis compañeros-rutina y, poniéndome el masoqueante saco del frío en invierno y la transpiración en verano, empecé a desandar el camino hacia mi casa. Apenas con la alegría de que por fin viernes y dos días sin pensar en las boludeces del laburo y que qué darán por televisión o mejor voy al cine y puta madre con esta vida de pueblo, que algún día planto todo y me voy al carajo, pero qué, si no tengo bolas para cambiar. Mejor leo algo, veo tele y después, como infaltablemente hago, me voy al café a charlar lo de siempre, a ver si engancho alguna mina o- simplemente- a tomar un café.
Cruzando la plaza, esa de la diagonal y el monumento que dicen que es orgullo de la ciudad y a mí no me gusta, me encontré con José. Compañero de colegio y alguna vez amigo, hoy por hoy saludo y charla ocasional sin demasiada profundidad porque empieza a joder con la política y lo mal que estamos, y a mi la política me da cosa, no hay caso, nunca la pude entender, ni esfuerzo que hice, porque me aburro, porque me canso de escuchar tantas palabras difíciles que a veces me parece los políticos juegan a cambiar de lugar para que no los entendamos, pero en el fondo dicen lo mismo. Algo me dijo José de que la cosa venía más jodida y que no se qué estaban preparando los yanquis y los rusos… Me embolé, como de costumbre, le contesté unos cuantos “ahá” y “pero claro” “por supuesto” y seguí mi marcha hacia mi casa.
Mi casa: esa soledad que ando de peleas con el perro, y su inmensidad de vacíos: vacío de gente, de cosas que anhelo y no tengo; casi siempre vacía de mujer, esa casa común, ni grande ni chica pero vacía. Y apenas el ladrido del Cacique negriblanco y boludo como el nombre tan boludo que le puse, que para qué pensar en rebusques, que los perros entienden cualquier nombre y no protestan.
La llave, un cigarrillo (tengo que ir a comprar), los saltos del Cacique, prender las luces, la radio, agarrar el diario, leer los títulos, ir a la cocina, abrir la heladera, prender la hornalla de la cocina, colocar la sartén, el aceite, tirar dos bifes, la sal, apagar la radio porque aburre, seguir con el diario, servirme un vaso de vino, darle de comer al Cacique, pensar en nada, dejar el diario, poner los bifes en un plato, sentarme a la mesa, comer, prender el televisor.
Siempre los viernes y su pequeña alegría de viene sábado y domingo, y dormir hasta tarde, pero la tristeza de otra frustración por el simple transcurrir de los días y que todo es igual y los ojos nublados de distracción que se entelevisan y divago y, como de costumbre, me pongo a mirar nostálgicamente hacia ayer, cuando soñaba con ser abogado y tener guita para hacer tantas cosas y que las minas me dieran mas bola, o mi soñar con mis amigos, de andaduras nuevas hacia el futuro y este descubrir a cada instante que no hice nada, que me resigné a la fácil rutina del pequeñito sueldo que da para sobrevivir y andar vegetando horas de hastío y nada pasa. Y putear puteándome solo, por mis 28 años de gusto, por mi soltería y mi estúpida búsqueda de la mujer ideal, y otro vaso de vino y el programa que me aburre, aunque no mire si siempre es lo mismo y no hace falta mirar y Cacique que mueve la cola porque a lo mejor algo entiende, porque los perros no son tan boludos como a veces creo y la grasita de los bifes que va a parar a su agradecida bocaza.
Y el plato que va a parar a la pileta y que después lo lavo, el café que pongo a calentar, el calefón que voy a prender y –de pasada- como ya acostumbrado que estoy, cambiar de canal para ver lo mismo aunque a lo mejor hay una película que me interese, pero qué carajo le pasa a este aparato de mierda. Por más botones que aprieta el canal no cambia y la serie yanqui de héroes envueltos en su bandera que matan a latinos y negros y musulmanes que está por todos lados.
Por primera vez en el día me quedo sorprendido, silencioso de pensar, suspendido, solo siempre pero sorprendido: ¿qué cosa pasa con este aparato de porquería?, e insisto pero la serie sigue y hasta parece que los actores me miran y se sonríen y me da bronca y lo apago, pero ¡qué mierda! sigue prendido y lo desenchufo y sigue prendido, putamadrequeloparió, que pasa y los actores que me miran y sonríen y yo que sacudo el televisor y Cacique que ladra y la imagen que se agranda y yo que me asusto y retrocedo y volteo la silla y el televisor inmundo que se agranda, que se viene encima.

(2)
La culpa debe ser de esta ciudad, de esta Zonagrís fundada por algún insólito y trasnochado hado, consumado en alcoholes de frustración y desesperanza. Esa Zonagrís cuadradita de geométricas formas y pensamientos que se derrama en ángulos sin imaginación por cada rincón en donde se niegan las curvas de los que quieren. Zonagrís está puesta como al descuido en el centro de la provincia de Buenos Aires, fundada por decreto, sin los mágicos avatares de una conquista, sin muertos heroicos que provoquen orgullos, sin historias misteriosas para contarles a los visitantes. Simplemente fundaron ciudad desde los grises laberintos de un ministerio, la armaron milimétricamente calculada para ser lo que aún hoy es, más de 100 años después de haber sido inventada.
Y la fundaron en el sitio exacto donde se conjugan los vientos y se arrastran las tormentas. Por eso, por sus grises casi eternos, un gracioso funcionario que quiso montarse para siempre en la ironía le puso Zonagrís y, con ello, les prendió velas a los hechiceros hastiados que, de a poco, fueron llegándose a su chatura, de sí mismo, de la tierra, de ninguna parte. Hechiceros que se hicieron zonagrises para cohabitar con hombres y mujeres, duendes de este lar impensado y aburrido.
En Zonagrís los días se suceden sin hazañas, como habituados a descolgarse del almanaque, monótonamente arrancados por la mano de la apatía que los entrega al cesto de los hechos olvidados, apenas amarilleados en las páginas de viejos diarios que hablan de bautismos, casamientos y muertes, y migraciones claro, que de eso se nutre la vegetatividad de este pueblo-ciudad.
Pero pasan juventudes que se desgastan en años, para envejecer y criticar a los nuevos jóvenes que, con su carga de utopías, vienen a reanimar los grises aires. Aunque cada vez hay menos rebeldías en las alforjas de los nuevos jóvenes.
La culpa debe ser de Zonagrís.
En las noches, algunas casas le escapan a la geometría interminable de las líneas exactamente rectas e improbablemente paralelas. Dejan sus luces encendidas para barrer los grises y cualquier curioso puede asomarse a un mundo de jóvenes que pueblan del humo de sus iniciáticos cigarrillos el ambiente y, armando castillos de sueños, dejan correr el mate entre la charla, para acercarse al futuro.
Fabulan mañanas, siempre lejos de Zonagrís, aunque no dejan de tener en el fondo de sus intenciones, la manía redentora de curvar el pueblo, de prender rojos a la imaginación para abominar de grises señores, que se sienten cómodos en la abúlica realidad que oprime. Hacen ilusiones del irsesiempre para alguna-vez-volver y terminar con el gris. Entretejen ilusiones en la trama infinita de las ganas y el mate va, el mate viene. Por eso seguramente, por las energías conjugadas de tantos que se animaron y se animan, desde un tiempo que no se recuerda, existe en Zonagrís un duende travieso al que, los pocos que saben de su existencia, llaman el Duende Matero.
El Duende Matero suele surgir de los mates lavados en donde flotan angustiados palos de yerba, en una sopa tibia, sin gusto; no tiene una cara definida, depende de quién lo mire y cómo. Puede ser mujer, perro, árbol, pájaro. Más que hablar emite el ruido seco del mate terminado y deambula verdeando el gris traviésamente. Único que- por su condición de duende- se le ríe a la mediocre rutina y suele hacer desastres impensables para los grises señores.
Creó grupos de teatro, trajo la primera película pornográfica, les hizo pasar papelones a las señoras de pro que perdían sus bombachas al caminar entre la gente, inventó el amanecer por el oeste, produjo cortes de luz, alguna huelga…
Al Duende Matero, los intelectuales de la mesa del café de la Avenida del Nombre Conocido, psicobolches infaltables, lo teorizaron en servilletas y cucharas y concluyeron en que, en realidad, el mate era sólo el catalizador: el duende era el duende del exilio, energía inmanente de los que se fueron y, a pesar de todo, quisieron volver, de ellos mismos y sus teorías. Quizás tengan razón, pero ¿quién les cree a los psicobolches?
El Duende Matero es amigo de los insomnes, de los lectores, de los atrevidos. Su risa suele asustar a los que duermen a partir de las 10 de la noche, sin alterar su rutina.
Es enemigo declarado de los hechiceros grises, de los geómetras, de los abogados y los médicos. Medio xenófobo el pobre, se torna chauvinista insoportable cuando se equivoca y entra en los boliches bailables y sale, horrorizado y aturdido, a refrescarse por las plazas.
Al Duende Matero lo llaman con distintos nombres y es posible, casi para asegurarlo, que él supiera desde el principio lo de los televisores. Al fin y al cabo, los duendes están hechos para cambiar la historia o, por lo menos, para intentarlo.
Pero si lo supo, lo disimuló muy bien, porque fue uno de los primero sorprendidos, y hasta borró su pícara sonrisa.

(3)
Estaba encima, enorme, aprisionándome. Un torbellino de color, de sonrisas ficticias, de grandes y redondos culos, me asfixiaba. Sentí como un rotar imparable, me vi sumergido en una vorágine destructiva y sentí una risa en stéreo taladrándome los oídos,-¿qué carajo tendría el vino?-en mi delirio veo a Cacique tironeándome de una pierna en un intento de rescatarme del televisor que me devora, hago fuerza, pero no puedo zafarme.
Alguien repite algo sobre la alegría del viernes con su mejor divertimento, un cartel de Coca-Cola y mujeres desnudas se agitan, todo se oscurece. Me siento como en una caja, no hay luz, oscuridad total, ¿me habré quedado ciego?, muevo los ojos de un lado al otro, no percibo nada, absolutamente nada. Quiero mover mis manos, tampoco puedo, sólo un hormigueo que recorre el cuerpo de un extremo al otro y me desespera. Me debato inútilmente, no consigo mover ni un dedo. Creo que el instinto de supervivencia me hace quedar quieto, intento reducir mi respiración al mínimo, creo que tengo miedo de que alguien me descubra. En realidad, tengo mucho miedo de todo, estoy cagado de miedo.
No logro escuchar nada, no hay olor a nada, solamente el cosquilleo que me recorre.
De pronto, una luz me enceguece, cierro con fuerza los ojos, los oídos me explotan en voces que me hablan en otro idioma (¿inglés?) y luego otras voces que las tapan hablando en castellano neutro, que reconozco. Tras la luz, los colores, una serie de puntos y una descomunal habitación. Estoy en el suelo.
El lugar es inmenso, no soy bueno para calcular pero debe tener 10 metros de largo por 8 de ancho y es alta. Por todos lados hay adornos caros, las paredes están tapizadas por una tela roja, parece terciopelo; enormes espejos por doquier, un televisor (¿otro?), un increíble equipo de sonido y un bar repleto de bebidas. Estoy sobre una mullida alfombra. Me toco lentamente, satisfecho de recuperar el movimiento, llevo la ropa que traje de la oficina, el reloj marca la hora que yo suponía, sigo asustado, veo las patas de una mesa y zapatos. Zapatos hermosos y negros, zapatos de mujer y un par de piernas deslumbrantes, ¿qué es esto?
Me reincorporo sin ningún esfuerzo, miro hacia la mesa. Una comida pantagruélica humea lista para ser devorada y, en torno a ella, veo gente. Por ahora no miran hacia donde estoy.
Creo que mi capacidad de asombro, tantos años adormecida, enloquece: estoy en una opípara cena en donde participan los Power Rangers, Mauro Viale, Rial, He-Man (este delirio atrasa) Gatúbela y Lara Croft. ¡Qué pedo tengo!
Pero no puedo estar borracho, no alcancé a tomarme dos vasos de vino, es un sueño, pero nunca en un sueño he sentido olor a comida, ni he visto esas mujeres tan nítidamente. Por lo que recuerdo de mis sueños, las caras son borrosas y aquí son claras, perfectamente claras.
Me arrodillo y me paro despacio. Las caras se vuelven hacia mi, primero serias, luego una mueca parecida a una sonrisa se esboza en todos. Viale corre una silla a su lado y, con un gesto, me invita a sentarme. Rial lanza una carcajada, se acerca y me palmea con demasiada fuerza, siento el golpe. He-Man me alcanza una pata de pollo con la punta de su espada mágica. Un Power Ranger me saluda con la mano, Lara Croft me mira sugestiva y se inclina para dejar entrever sus maravillosas tetas. Gatúbela es menos sutil y, apretándose contra mí, comienza a franelearme. Creo que me mareo, siento un sudor frío por todo el cuerpo, ellos empiezan a rodearme, me escapo bruscamente de Gatúbela y busco una puerta, al acercarme a las paredes veo que todo es un decorado. Ya no sonríen, sus gestos son fieros, se acercan. He-Man lanza un rayo desde su espada, quema la alfombra muy cerca de donde estoy. Mauro Viale con un grito comienza a tirarme golpes, mientras otro Power Rangers me tira la mesa encima, un golpe tremendo me sacude, Rial me aprisiona mientras las dos mujeres con gesto bestial se me acercan con sendos cuchillos, ¿qué es esto?
Siento la muerte cerca pero no registro mi vida en instantes como dicen que le sucede a todo aquel que está por morir.
La habitación parece inclinarse hacia un lado, Rial escupe una puteada y, gritando horriblemente, me suelta. He-Man reclama por su poder, Viale se aferra a Gatúbela y Lara Croft se resbala, los Power Rangers pelean contra la nada mientras buscan agarrarse a algo. Otra vez el torbellino de color, otra vez la oscuridad, pero ahora es breve. Siento un estallido, caigo sobre algo duro, temo abrir los ojos, algo húmedo me pasa por la cara, es la lengua de Cacique.
Con mucho miedo miro en derredor: es mi casa. Cacique mueve la cola con alegría, estoy desparramado en el suelo, me levanto.
¿Qué sucedió? Creo que el vino… puta madre. ¿Qué esto que flota cerca de mi, humeante y verde? ¿Qué hace mi nuevecito televisor de 29 pulgadas en el suelo y destrozado?
Cacique mueve con alegría su cola.

(4)
El Boliche es un lugar atípico de Zonagrís, alguna vez tuvo nombre, pero el tiempo y el hablar de la gente, al fin única hacedora del idioma, lo fue borrando para convertirlo simplemente en “El Boliche”.
Si la cosa fuese lógica, el Boliche tendría que estar en algún barrio marginal, alejado de la noche snob, de los habituales transeúntes de mediocridades, pero en realidad está en pleno centro de la principal avenida de Zonagrís, enclavado como un reto a tantos otros pseudo nombres anglófonos de “s” apostrofada.
Nadie sabe quién es el dueño del Boliche, si es que lo tiene, todos suponen que es un viejito amante del tango que suele quedarse ensimismado por horas, tomando una caña Legui, en un mediato rincón de la barra.
De todas formas, el Boliche es una institución poblada de duendes, en donde se conjugan después de las 11 de la noche los sobrevivientes creativos de la chatura, músicos de guitarras desafinadas, poetas que se desletran en servilletas, actores laburantes de su hacer, promotores de espectáculos que en su vida han traído a alguien, insólitos viajantes de ignotas mercancías, wines izquierdos (dicen que es el único lugar en que se los halla), jazzómanos extraviados y otros delirantes varios que empiezan a correr las telarañas inmutables, limpian con sus dedos el polvo amontonado, descorren el humo y construyen castillos y castillos de ganas, amontonan pocillos de café, se pierden tras montañas de puchos y rehacen nuevas curvas para una Zonagrís que los ignora, que se burla, que los señala, que los hunde.
Paternal y eterno, el mozo duende- o Duende Mozo, como lo llaman-conoce todas las historias, preanuncia el pasado y se acuerda de todo el futuro, intencionado también de construir curvas, de pintar violetas y amarillos, de escribir la misma poesía de amor que a nadie gusta, de cantar mal pero sincero. El no tiene sentido para el arte pero, de tanto servir café, de tanto fumar y respirar el humo de los que creen, se ha tornado en una especie de compendio de todos.
El Boliche no tiene nada de especial: amplias ventanas que permiten mirar la monotonía de la calle, una puerta de madera y una forma cuasi triangular con desnivel. Pero para sus noctámbulos parroquiantes, la forma no interesa. Ellos están convencidos de que la energía de tantas generaciones de ganosos han hecho de él una especie de reducto, adónde la estupidez del afuera no tiene entrada.
Hubo otras épocas para el Boliche, lleno hasta decir basta, reluciente y pulcro. Pero cuando los zonagrises claros comenzaron a desaparecer, el Boliche comenzó su lenta agonía de años, esa misma agonía por la que transita.
La larga barra da lugar, fielmente, a un par de aprendipoetas que alternan sus veleidades con el periodismo y lo etéreo, a un viajante mitómano de enorme corazón, a un supuesto técnico de fútbol y a un promotor de espectáculos enigmático.
Por las mesas transitan un par de borrachos incansables, los psicobolches insoportables, dos músicos sin instrumento, cuenteros varios y viejos sobrevivientes de épocas mejores.
Una chimenea, al centro, alberga a duendes lúdicos que suelen aparecer pasadas las 3 de la madrugada, con mazos de carta, tableros de ajedrez, juegos de damas y lapiceras para los poetas.
Lucía, Penélope y su infaltable bolso de piel marrón y Yolanda, que quedan en un rincón cerca de la ventana, esperando siempre a sus príncipes, que nunca llegarán y aceptando a los pobres de sonrisa mientras tanto y para matizar la espera.
Un ayudante gordo de risa fácil e intenciones de comprender todo sin entender nada, le da una mano al Duende Mozo y, decidido a perder siempre su batalla con la suciedad, se ha entregado embelesado a escuchar las más increíbles historias, a creerlas todas y a hacerse su propia mitología.
A pesar de las telarañas y el polvo, el Boliche suele brillar en las noches mas grises de Zonagrís y es ese brillo y el empecinamiento de sus parrolocos lo que impide su definitiva muerte.
La misma música de siempre, melódica, suave, disfónica por los vetustos parlantes, desgrana horas y subvierte la realidad para hacerla conocida.
Por ese brillo, por ese polvo, por eso que es el Boliche, sucede que los forasteros se llegan hasta él, por un café o por siempre noches.
Hasta un rincón cercano de la barra de aquella noche de viernes, habían llegado ríentes, jóvenes, hermosas y simplemente mujeres Silvina Zavala y su amiga Mariana, ajenas a Zonagrís y su tristeza.

(5)
Cacique mueve la cola alegremente, yo sacudo la cabeza, miro el televisor destrozado en el piso y siento una opresión en la boca del estómago, ¿cuánto me saldrá arreglarlo? La cosa verde y humeante flota cerca de mi cabeza, debe ser otra ilusión. Pero ¡puta con la ilusión anterior!, si puedo jurar que sentí el franeleo de la mina, el golpe de Viale, ¡ay, pero si me duele todavía el hombro derecho! Bueno, tal vez con ese hombro golpeé el televisor, ¿pero en qué momento?, ¿tendré amnesia? No, qué boludez, debe ser cosa del vino, aunque no, el televisor está ahí, roto.
Me agacho a mirarlo, espío en su interior, juraría que me es familiar, casi hasta podría pensar que estuve ahí adentro, pero no importa, lo malo es que hace apenas dos meses que terminé de pagar las 40 cuotas. ¡Qué cagada!
Cacique se sienta y me observa con su gran lengua afuera. Le toco la cabeza y gruñe satisfecho. Se para y mueve la cola aceleradamente, su mirada está por encima de mi cabeza, está mirando a la cosa verde y humeante, ¿cómo?, eso quiere decir que él también la ve.
Miro por sobre mi hombro que duele y veo la cosa, flota y transparenta, pero parece corpórea. Me pregunto porque me tomo algo tan insólito con tanta tranquilidad, bueno, después de lo vivido no creo que nada mas me asombre por hoy.
La cosa sigue flotando y, mientras tanto, yo procuro acercarme. Va hacia la mesa y allí se detiene, mi curiosidad crece junto con una sensación rara que está en algún lugar del cuerpo, que no identifico, es como un ansia, aquella vieja ansiedad de mis épocas del secundario, del tiempo de noviar a escondidas, de mis noches del Boliche.
La cosa está sobre la mesa y poco a poco su contorno se va definiendo, mi boca se abre mientras Cacique- con las dos patas sobre la mesa- husmea divertido. Al fin, un gauchito diminuto, como esos horribles de cemento que suele haber sobre los techos de algunas casas, me mira, verde y transparente.
- Y ahora, ¿qué?- pregunto en voz alta.
- Soy Camilo.
-Encantado, Luciano Sánchez- contesto sin pensar, luego reflexiono, creo que estoy volviéndome loco- ¿qué carajo? ¿Qué Camilo? ¿Qué mierda de cosa sos?
-Camilo, el Duende Matero.
-Puta
-Supongo que me conocés.
-¡Qué mierda!, lo único que falta, cagado a palo por Mauro Viale y Rial y encima charlando con un delirio de borrachos.
-No, ese es el Duende Vinero, pero no es un buen tipo.
Me senté, las emociones y las preguntas me aturdían; resulta que este viernes será inolvidable, o bien estoy soñando- cosa que no creo- o tengo un ataque de locura galopante. Porque lo del televisor, vaya y pase, pero ahora tener esta charla estúpida con el Duende Matero, ese de las historias absurdas e increíbles, ese ser inexistente del que tanto inventan los trasnochados sin laburo de esta Zonagrís, esto supera hasta mis fantasías de pendejo. La cosa es que lo estoy viendo ahí, sobre mi mesa, con su pinta de gauchito enano de arriba de las casas.
-Me imagino que estás tratando de volver a la realidad, de negar mi existencia, de buscar soluciones racionales a la situación y otros tantos actos negativos- de dice con su voz inspirante.
-La verdad que si, pero a esta altura estoy como entregado- le contesto con más calma de la que suponía- creo que ya nada podrá sorprenderme hoy, que digo hoy, creo que nunca más me sorprenderá algo.
-Yo no lo afirmaría- me contesta travieso, mientras una de sus manos acaricia a Cacique que le propina un eufórico lengüetazo.
-Bueno, supongo que me merezco una explicación.
-Todo el mundo la merece, pero no todos la reciben.
-Lo único que falta es que hables como un sobrecito de azúcar. Oíme, yo soy un tipo normal, hoy es viernes, vengo de la oficina, quiero comer algo, prendo el televisor, no puedo cambiar de canal, el televisor se agranda, me encuentro en una cena con un montón de personajes que me agreden, después el televisor roto, este dolor en el hombro y ahora estoy hablando…pero ¿qué carajo estoy diciendo? ¡Estoy loco como una cabra!- mi voz va subiendo de tono y termino gritando exasperado frente al gauchito que sonríe y se dedica a acariciar a Cacique.
-Es cierto todo - contesta calmo - es más, yo me pregunto por qué el asunto tenía que empezar justo con vos. Pero no hay orden para las causalidades.
-¿Qué asunto?
-Lo que te pasó, lo que seguramente comenzará a pasar esta noche o mañana.
-¿Qué cosa, mierda?- pregunto parándome violentamente.
- Calma, calma. Se que no es fácil que lo entiendas, ni que lo asumas. Para un tipo rutinario como vos debe ser jodida tanta irrealidad junta, pero el caso es que sos la primera víctima y te has salvado por suerte.
- ¿Salvado de qué?
- De la amenaza que se yergue sobre Zonagrís y que no sé cómo haremos para conjurar.
- Y dale con las vueltas.
- Los televisores, Luciano, los televisores se han desquiciado. Ellos y sus personajes quieren Zonagrís.
- ¿Para qué?
- Para tantas cosas… Para quemar libros, reprimir, torturar, matar el arte, a nosotros los duendes, a los humanos pensantes. Para imponer disciplina rutinaria y para tantas cosas más que iremos descubriendo con el andar de las horas.
Lo miro. Revivo todo lo que he pasado en los últimos minutos, pienso en mi cotidianeidad, miro a Cacique, me reaparece algún ideal y esa sensación en todo el cuerpo, pienso en Zonagrís, en mi hacer vegetante de cada día y, raro y asustado, pero bastante esperanzado también, digo:
- ¿Y qué podemos hacer?
(6)
Silvina Zavala recién superaba los 19 años. Era atractiva por su simpatía e inteligencia mas que por su belleza, de sonrisa atrapante, mirada franca, ojos grandes, pelo castaño no demasiado largo, pero tampoco demasiado corto, delgada y de continuo fumar. Había venido casi por casualidad a Zonagrís, su padre era empleado de una oficina estatal y deambulaba tres o cuatro meses por cada pueblo para irse, burocráticamente, a otro. Silvina era estudiante y, aquel marzo, gozaba de unas materias bien rendidas días atrás y aprovechaba dos semanas para conocer el pueblo. Era santafesina, lo mismo que Mariana su amiga, que era pequeña, rubia y bastante tonta, por cierto, de esas que se ríen por cualquier estupidez, deliran por ir a bailar y no entienden mayor cosa de lo que les pasa.
Como la oficina de su padre quedaba sólo a un par de cuadras del Boliche, (¿qué queda lejos del Boliche?) había caído allí y, sentada a la barra, sostenía elegantemente el asedio de los psicobolches que, por cualquier excusa, se habían arrimado. Como ocurre siempre, la inteligencia de Silvina comenzó a defraudar a los psico que comenzaron a apuntar sus armas sobre Mariana, quien era más bonita y fácil de envolver en palabras.
Penélope, Lucía y Yolanda las vieron entrar, les prestaron unos cuantos segundos de atención, los suficientes para analizar modos y vestimenta, y volvieron sus miradas a la ventana, esperando, siempre esperando.
A Silvina la aburría bastante la conversación teorética de los psico, pero- a falta de mejor cosa- se hacía la interesada, aunque por dentro comenzaba a inquietarla la mirada alzada de Mariana hacia uno de ellos, un rubio de barbita, que actuaba sin reparos para la diminuta niña.
Luciano Sánchez, en tanto, había iniciado el camino de su casa hacia el Boliche. En realidad no iba frecuentemente, solía aparecer los sábados después de las 5 de la mañana a por el último café y una charla delirada como para acentuar el sueño. Algunos años atrás (¿4,5?) era conspicuo visitador de su magia, era cuando aún salía por sus sueños y no por la falta de sueño. Tiempos de buscar sin desmayos la mujer ideal que se había ido deshaciendo en realidades y tantos engaños y trampas. Épocas en que aún creía en el mañana y no se había entregado a la rutina, a ese polvo que corroe todos los mecanismos, tiempos en que se animaba a opinar de política y se apasionaba con los relatos de aparecidos y de ovnis que se escuchaban en el Boliche. En realidad, conocía bastante bien a sus parrosiempres, aunque sentía algún desprecio por ellos, le parecían tontos, volátiles.
Pero también sabía que iba al Boliche porque algo estaba cambiando dentro suyo, como si la pátina de papeles que lo venía endureciendo de sueños en sus años de burócrata se aflojara lentamente y porque también sabía que esa irreal verdad que había vivido hacía unos instantes solo tendría cabida lógica en aquel lugar.
También porque el Duende Matero le había aconsejado dirigirse allí. Había sido una charla larga. La idea a seguir era complicada y compleja, en el fondo lo suficientemente irrealizable como para animarse. Pero, de acuerdo a lo visto, era lo único imaginable para salvar a Zonagrís y a él mismo, que- por el momento- era lo que más le importaba.
El Duende Matero le había hecho ver varias cosas que tenían a la mente de Luciano en un frenesí de contradicciones. Por un lado la racionalidad se negaba a aceptar los hechos, buscaba la explicación de ellos en la lógica cotidiana y hasta renegaba de esa ida al Boliche. Por el otro, el loco-niño-poeta que todos andamos perdiendo a cada instante lo hacía sentir otro Luciano, como recobrando la vista para lo esencial, como el pibe aquel que imaginaba a solas con un árbol las aventuras más locas y poéticas, como el adolescente que había malrimado tantas palabras por algún amor, como aquel que se le había ido muriendo detrás de una calculadora, como un navegante loco de nubes que se colgaba de los barriletes sin cola de la aventura, como realizado en noches y sediento de sonrisas.
No estaba convencido de lo que hacía pero quizás porque era viernes y mañana podría dormir hasta tarde, se había decidido a hacerlo.
El Duende Matero no quiso acompañarlo. Prefirió dedicarse a una vigilancia duenderil de los zonagrises, a sabiendas de que poco podría hacer pero- duende al fin- divertido de poder intentar algo. Se había difuminado en un chasquido seco con un “hasta pronto” ante la tristeza de Cacique y la soledad de Luciano, que cerró la puerta con temor e inició el camino con el mismo miedo y alguna esperanza, oyendo los consejos de Camilo, el Duende: “No mirar ningún televisor de ninguna vidriera. No hablar del asunto hasta no llegar al Boliche, y –aún allí- hacerlo con calma”. Le molestaba la otra recomendación: “Comenzar enseguida con la organización”. Cuando preguntó qué cosa debía organizar, el Duende sonrió y desapareció.
Sabía qué tenía que contar, no sabía muy bien a quién y tampoco qué hacer después, pero recordaba que el Duende Matero había dicho que cada cual es artífice de su propio destino y que la organización vence al tiempo. Le parecían dos buenas frases, pero tenía la vaga idea de haberlas oído anteriormente.
Recorría el cuadriculado camino hacia el Boliche, tratando de aparentar tranquilidad pero sobresaltándose ante cada cuadrado de ventanas y puertas, imaginándose tras ellas a un devorador televisor encendido, tragándose a un gris zonagrís.
Saludó a dos o tres difusos transeúntes, ¿quién no se saluda en Zonagrís?, y dobló por la Avenida del Nombre Conocido en dirección al Boliche. Dos cuadras antes detuvo un poco su marcha y recordó que había a escasos 30 metros de dónde él estaba, una casa de artículos para el hogar que dejaba un par de televisores prendidos toda la noche. Con cierta vergüenza, cruzó de calle y volvió a hacerlo frente al Boliche, que estaba en uno de sus momentos de brillo. Por suerte, no eran muchos los que andaban por la calle, si bien era viernes el fin de mes estaba cerca, y la falta de plata se trastrocaba en desierto. Miró hacia ambos lados de la Avenida y para donde alcanzaba con su vista no se veían ni autos, ni gente.
Con muchos nervios tomó el picaporte que le abría el paso al Boliche y, juntando decisión entró.
Lo primero que sintió fue la cristalina carcajada de Silvina.

(7)
A pesar de todo lo que dicen, a mi me hicieron en Villa Rubí, o me inventaron, o me pensaron, eso es una cuestión de palabras y el asunto es que yo estoy.
Esto de ser duende tiene sus ventajas, uno puedo andar de noches, sigiloso, imaginando amaneceres mientras disfruta de la oscuridad y las travesuras, escuchando sueños imprevistos, viendo cagar a los señores, las piernas abiertas y los gemidos de las mas devotas, un amor adolescente, una borrachera descomunal, el comentario del fútbol, la música susurrada para no despertar a los vecinos, todo eso que ocurre en las noches grises de Zonagrís.
Los duendes no existen, dicen los leídos, pero yo si. No se si mas allá de Zonagrís habrá duendes, debe haberlos, pero por estos lares nosotros habitamos la quietud a falta de buen futuro.
Yo me fui gestando en desvelos de humildes. De aquellos que se llenan la panza con mate para silenciar el hambre y para acunar sus magras esperanzas al pie de una camita que se llena de calor y el llanto de otro pibe que llega para penar y que llega sin querer, del amor y la ignorancia, esa que imponen los señores que me descreen y que alimentan de poder sus promesas y pueblan de vinos su triste egoísmo. Yo me gesté en mates de dolor, verde mi yerba-sangre, caliente mi agua-bronca, infinita mi bombilla-futuro, negra mi pava-vida.
Nací en esa Villa Rubí temida por los grises zonagrises. Allá, al otro lado de las vías, a escasos 300 metros de las últimas casas del cuadriculado ser, donde todavía se acunan leyendas de cuchillos y de duelos, adonde la noche es peligrosa y el delinquir moneda corriente de una pobreza marginada. Pero Villa Rubí no es cuadrada, tiene formas caprichosas, no hay orden lógico ni milímetro calculado, se hizo al azar, de los que se escaparon de bronca de Zonagrís, de los que se tuvieron que ir de la medianía porque no tenían suficiente capa de cultura para aparentar. Y los chicos de Villa Rubí crecieron en juegos, sin esa niñez prefabricada por el consumo, con una pelota como sueño y forma de la felicidad, potrereando calles por un gol y chocando con la defensa inquebrantable del hambre y la pobreza. En Villa Rubí las muertes pueden no importar, pero la vida tiene mucho valor.
Y me fui haciendo, rústico y malhablado, por eso no me pone colorado una puteada, y me fui descubriendo en el gris de los que odiaron los ángulos rectos, en noches de ignorar al sueño por una charla y la amistad.
No me acuerdo de cuándo nací, pero desde que me hice Duende, desde que me bautizaron Camilo, sé que debo andar reparando ilusiones y permitiendo quimeras, haciéndole trampas a los hechiceros deslunados y socorriendo a los pobres de sonrisa que se descubren grises en el espejo de la vida.
Por eso ando transparentado en estrellas, a la pesca de duendes posibilidades y trasgresiones, intentando subvertir el orden establecido lado sobre lado, arista sobre arista. Busco culos altos para patear y miradas bajas para alzar, aunque sé que por mi condición de duende nunca lo lograré solo. Intento cambiar y curvar a esta Zonagrís vacua y triste, intento y trasgredo con toda la ternura.
Y hoy por hoy, mi destino de duende anda en la coyuntura de lo posible y el temor, que es la justa medida de nuestras fuerzas, y la decisión que torna probable aquello que imaginamos. He descubierto que la lucha está cercana porque mis mortales enemigos, los hechiceros, se han dispuesto a dar su zarpazo final y han elegido mi Zonagrís, mi Villa Rubí, mi patria pobre para comenzar su historia, sabiendo- o creyendo saber- que por acá la cosa es más fácil: un pueblo chato y desmemoriado, mediocre y gris, siempre tiene pocas posibilidades de responder a la fuerza de la sinrazón. Pero ellos no saben que siempre hay, aún en el peor lugar, quien no acepta prepotencias y se rebela a lo preconcebido.
Será ardua la tarea, pero ¿quién me negara la felicidad de haber destrozado ya un televisor para salvar a un gris de tenues pasados colores? A ese Luciano transformado y aún medroso que anda por las calles mirando esta ciudad con otros ojos y con otras ganas. ¿Quién me niega que no serán más de 20 los que se animen? Pero a lo mejor alcanza, porque no estarán solos, los duendes estaremos con ellos, los viejos sueños estarán con ellos, las pasadas utopías harán calle, los puros de conciencia se sumarán, estarán los olvidados y ofendidos, se elevarán los pañuelos blancos y seremos un ejército en harapos pero vestido en el corazón del cambio.
No vencerán fácilmente, no, señor.
Camilo, el Duende Matero, se los promete.

(8)
Entró con bastante temor, no por lo sucedido sino por cómo enfrentar la situación. Las miradas convergieron en su figura. Lucía, Penélope y Yolanda fugaron una esperanza por las pestañas, pero pronto volvieron a lo suyo. Era solo el boludo de Luciano Sánchez. El Duende Mozo se permitió una ligera sorpresa: ¿Qué haría este, tan temprano, en el Boliche? Lito el viajante y el Gurí, el promotor sin espectáculos le dedicaron un vago saludo con la mano; los psicobolches ni se enteraron de su entrada, al igual que el director técnico, enfrascado en una polémica Bilardo-Menotti con unos de los habituales nadas. Los aprendipoetas siguieron garrapateando barbaridades en sufridas servilletas. Nada cambió en el Boliche, apenas si Silvina se sintió algo interesada por aquel tipo común, ni alto ni bajo, ni lindo ni feo, ni morocho ni rubio, ni gordo ni flaco, ese tipo tan corriente que de todos modos tenía una fuerza interior en los ojos, como de sorprendido por las cosas. Eso –la sorpresa- atrae a cualquiera en este mundo rutinario. Mariana seguía embobada con el rubio de barbita que hablaba sin parar de las posibilidades creativas a través del inconciente, despachando por doquier y sin sentido frases de Cortázar, citas a Neruda, escenas de Bergman, mientras gesticulaba con grandilocuencia en su lancera actuación.
Luciano descendió lentamente los escalones, subió los opuestos y se acomodó en el extremo más iluminado de la barra, a menos de un metro de las santafesinas y su corte. Mirando por entre el humo al viejito amante del tango, al que nada parecía importarle; a los jugadores de ajedrez que estaban suspendidos en sus cuadros y a las tres infaltables mujeres de ropa ajustada y sonrisa triste; viendo al Gordo, el ayudante del Boliche, fregar enjundioso la mugre que llenaba las mesas sin conseguir mover una mota de polvo y al Duende Mozo, tras la barra, sacando vaya uno a saber qué cuentas.
Se preguntó si podría. No encontraba la forma para comenzar su historia ni sabía tampoco si tendría el poder de convicción suficiente. Está bien que en el Boliche se narraban las cosas mas increíbles y que todo el mundo escuchaba y asumía las irrealidades, pero él no era un parrosiempre de humos y duenderías, él no era mas que un tipo anodino que poco tenía que ver con lo insólito y lo improbable.
- ¿Qué tomás? - la voz seca del Duende Mozo, lo sacó de sus cavilaciones.
- Café - contestó, también seco y tratando de aparentar firmeza.
Sin apuros, con el cigarrillo de costado, el Duende Mozo fue a la express y tiró sobre los eternales pocillos la pócima negra y fuerte que era habitual allí.
Tomó dos sobrecitos de azúcar, una cuchara, un platito y, con la misma lentitud, fue hasta el rincón de la barra donde Luciano devenía en dudas y buscaba el cómo para hablar sin parecer borracho.
Quizás porque Luciano era habitante de pocos sábados después de las 5 de la mañana, no sabía que no necesitaba excusas. Tal vez porque conocía poco al Duende Mozo ignoraba que todo sería más fácil, hasta mágico. Culpa del humo y el polvo, del brillo y los cafés, culpa del Boliche todo que es como es, por ser.
- ¿Qué pasa, Luciano?- preguntó el Duende Mozo, mientras el viejito del otro extremo de la barra, dejando su vaso de caña Legui, abandona su ensimismamiento y se dirige hacia él.
- Nada, ¿por qué? - respondió, sorprendido y cortado.
- Pasa algo, Luciano, pasa. No sólo porque has venido temprano, sino por tu mirada, por tus gestos. Esto es el Boliche, Luciano, aquí sabemos todo lo que queremos saber, y lo que no, lo imaginamos.
Luciano echó azúcar en su café, ganó tiempo con un cigarrillo, juntó fuerzas para vencer vergüenzas mientras el viejito arrimaba un taburete a su lado y Silvina desviaba su atención de los plomíferos psicos y fijaba sus enormes ojos en Luciano, interesada.
Luciano les dedicó una sonrisa a ambos y dejó que las palabras fluyeran. Parecía que lo hacían solas, sumándose, uniéndose, con ritmo y vigor, convincente, dialéctico y didáctico, sorprendiéndose a sí mismo por su verborragia, adivinando la mano del Duende Matero y de sus propias convicciones detrás de su voz.
Y mientras hablaba y relataba lo que le había sucedido, el Duende Mozo agrandaba sus ojos, casi atónito, dejando de lado su eterno cigarrillo; el Gordo había abandonado sus quehaceres limpieriles y arrimaba su humanidad; el viejito escuchaba meditando y de tanto en tanto asentía, negaba o mascullaba algo ininteligible.
Silvina no comprendía lo que sucedía. Aquel tipo no podía estar hablando en serio. ¿Qué cosa era eso de los televisores y los duendes? ¿Y la unión y la lucha? Y la dominación y tantos delirios. Poco a poco fue creyendo que Luciano era otro más de la troupe de los psicos, pero ¡tenía tanta convicción! “Debe estar loco” pensó, descubriendo que todo el Boliche estaba pendiente de las palabras del delirado.
Lito y el Gurí estiraban sus orejas; el DT había dejado por la mitad la explicación de una jugada; las mujeres lo escuchaban; los psicos le prestaban atención. (Por suerte se callaron)
Silvina evaluó la situación, aprovechó una pausa para pagar, interrupción que le significó gruñidos de protesta de parte de todos los presentes y, arrastrando a Mariana, salió del Boliche.
Ni bien atravesó la puerta, soltó una carcajada, imitada por Mariana que se reía por contagio.
-¡Qué manga de locos y boludos que hay en esta Zonagrís!- dijo Silvina entre risas y, entre corriendo y jugando, cruzaron la calle para dirigirse a su casa transitoria.
Cerca del Boliche, un tipo se acercaba a la gran vidriera de la casa de artículos para el hogar, manos en el bolsillo, mirada al piso.
Silvina lo miró sin verlo y siguió riéndose y comentándole a Mariana el delirio del tipo de los televisores y que después de todo era divertido, pero lo más raro era la seguridad que tenía para contarlo.
Una repentina sensación de soledad la invadió. Miró a Mariana que tenía su vista perdida, como siempre; miró hacia todos lados, no vio a nadie. Siguieron caminando, de risas atenuadas por esa rara sensación inexplicable.
Tal vez, si no hubieran ido riéndose habrían visto que el tipo de manos en bolsillo, al pasar frente a la vidriera había mirado hacia los televisores encendidos, tal vez hubiesen visto que el tipo desaparecía súbitamente.
Tal vez, pero no es seguro.

(9)

No sé, cada vez todo se hace más irreal. A pesar de las sorpresas mayúsculas de hoy, nunca hubiese imaginado que en el Boliche iba a ser tan fácil. Primero no sabía cómo empezar. El Duende Mozo me lo hizo simple. Después todos me prestaron atención y no dudaron ni una vez de lo que yo les contaba, y esa morochita que se fue… claro, no debe ser de acá, es la única que tenía ojos de burla, los mismos que habría tenido yo en su lugar, pero había algo distinto- mas allá de la sorna- en esos ojos grandes.
Ahora viene lo complicado. Ya expliqué, no sé cuántas preguntas respondí. Las más centradas son las del Viejo y las del Duende Mozo, el Gordo se mete con alguna boludez, pero sirve para distender el ambiente. Los Psicobolches están callados y expectantes. Lito y el Gurí cuchichean entre si y me miran admirativamente; el Negro- el DT- está serio y repite a cada instante:- “¡Qué barbaridad!” Lucía, Penélope y Yolanda están cerca y no hablan, pero me miran en vez de perderse por la ventana. Nunca me había tocado tener el centro de la atención y la verdad es que me molesta, por momentos siento el típico calor de la vergüenza ardiéndome en la cara.
Están analizando la situación. Yo no dejo de pensar en lo que dijo el Duende Matero:- Organícense. La organización vence al tiempo. En voz alta repito la última frase que me suena agradable y hasta confortante.
El Viejo lanza una carcajada que sorprende a todos y me palmea afectuosamente.
-Muy acertado, Luciano, muy acertado- me dice con gesto divertido.
- Es cierto- asevera el Duende Mozo- en vez de quedarnos acá parados, como boludos, más vale que pensemos en cómo resolver este asunto.
Veo que todos me miran y trato de sonreír.
-¿Qué podemos hacer?- pregunto.
-Creí que tenías alguna idea- dice el Gordo con fastidio. Me parece que esa es la impresión de todos. Las mujeres me miran despectivamente y comprendo que los psicos van a empezar a teorizar de un momento a otro, recuerdo que el Duende Matero me insistió en que no los dejara hablar demasiado, dice que son simpáticos pero inservibles, y que pueden llegar a complicar las cosas.
-Por lo pronto- digo por decir algo- no debemos perder la calma. Analicemos según lo que sabemos: la rebelión ha comenzado, pero aún tenemos tiempo de organizar la resistencia.
-Exacto- acota el Viejo.
-Sabemos- prosigo con más ánimo- que se van a aprovechar de los teleadictos para chupar a la mayor cantidad posible, según lo que opina el Duende Matero aún no tienen la suficiente fuerza para hacerlo con todos y que atacarán al azar. Quizás Camilo salve a alguno como yo, pero no es fácil.
-Hasta ahí, bárbaro- asiente el Duende Mozo. ¿Y?
- Bueno, la cosa es que van a sembrar el pánico en Zonagrís, no sabemos qué sucederá en el resto del país. Supongo que nuestras autoridades van a dar unas cuantas vueltas antes de aceptar la realidad, y que esto no será solo a nivel municipal sino en todos lados. También sabemos que somos pocos y que las posibilidades de sumar aliados se van a ir dando a medida que la gente se vaya dando cuenta del peligro y lo acepte. Nosotros tenemos la ventaja de saber y eso lo tenemos que aprovechar.
-Las circunstancias temporales- comienza a hablar Willie, el psicobolche petiso que fuma en pipa- conllevan una pesada carga para nosotros…
-Todo está bien- se apura a interrumpir el Duende Mozo- pero ¿cómo aprovechamos nuestra pequeña ventaja?
-El desfasaje de realidad e irrealidad, tal cual afirmaba…- intenta proseguir Willie, pero Penélope con toda su sabiduría femenina, se abalanza sobre él y lo hace callar con un espectacular beso, hundiéndole la lengua en la boca hasta la campanilla, que nos distrae de la situación. Lucía y Yolanda se encargan de los otros cuatro y nos producen el alivio de saber que no tendremos que soportarlos por un rato.
- Acá no van a venir, no hay televisor- apunta con acierto el aprendipoeta periodista, que había estado en un cono de sombras, entre algunas telarañas, sin que hubiésemos reparado en su presencia
-Por lo tanto, este puede ser nuestro cuartel general- comenta el Negro, este DT que ya está imaginando una estrategia.
-Lo importante es cada cual darnos un lugar en esta situación- agrega el Viejo.
-Si- respondo- me parece bien. Tendremos que esperar aquí hasta que lleguen las dos de la mañana. A esa hora se corta el canal local, allí podremos movilizarnos. Aparte, tendremos que buscar que la gente comprenda la situación.
-No podemos salir casa por casa- dice el Gordo.
-El diario no se puede utilizar, la edición de mañana está impresa y el domingo no sale- nos dice el aprendipoeta periodista.
-¿Y si hablamos con el director?- pregunta Lito, que se ha sumado a la rueda.
-No- rechaza el periodista- ese no cree ni en su sombra. Se nos reiría.
-Consigamos un altoparlante y una camioneta- dice acertadamente el Viejo.
-Yo ofrezco el auto- dice Lito- y con el Gurí podemos salir a hablar, labia no nos falta.
- Bien- asiento- tenemos que llegar hasta Villa Rubí. Allí casi no hay televisores.
- Yo voy a ir- dice decidido el Viejo- que el Negro me acompañe.
-El Gordo y yo vamos a poner en orden esto- informa el Duende Mozo.
-Los psicos y las minas que esperen a que haya algo para ellos- insiste el periodista- yo, mientras tanto, voy a alertar a algunos colegas que entenderán el asunto.
Siento que quedo aislado y pregunto por mi tarea, todos insisten en que debo ser el nexo entre el Boliche y el Duende Matero. Mi experiencia es la más válida y eso servirá para saber cómo comportarnos. Me enorgullezco, aunque me quedo pensando en cómo habré de resolver cualquier situación. Está bien que me siento distinto, entre este miedo y esta euforia, pero aún tengo dudas por todo. Lo que más deseo es que a la morochita de los ojos grandes no le pase nada, y que vuelva.
Todo es febril actividad. El Viejo se está abrigando mientras el Negro lo consulta. El Duende Mozo y el Gordo tratan de ordenar, han sacado los pocillos sucios, arrinconan las mesas, al mismo lugar empujan a los cinco psicobolches y a las tres minas que están hechos un nudo en el piso. Lito y el Gurí discuten para ver a quién le van a ir a pedir un altoparlante a esta hora, parece que por fin se deciden, porque salen junto al periodista. El par de jugadores de ajedrez deja sus trebejos y se decide a ayudar al Duende Mozo y al Gordo, mientras que el otro aprendipoeta sólo escribe, parece asustado.
Prendo otro cigarrillo y siento que la ansiedad me gana todo el aparato digestivo.
Trato de calmarme. Miro al Boliche en su conjunto. Juraría que nunca ha brillado tanto.

(10)
Silvina miró su reloj antes de abrir la puerta. Su padre le pidió que volviera alrededor de la una y media y llegaban cinco minutos antes. No tendría de qué quejarse si la idea era charlar un poco con ellas a esa hora. De todas formas tuvieron que aguardar unos instantes en la puerta hasta que a Mariana se le pasó el ataque de tontarrisa que le había agarrado. Silvina le había contado lo del tipo del televisor en detalle y a la rubia menuda de cerebro, la cosa le había hecho una gracia descomunal. Lo que le molestaba a Silvina era que a Mariana le parecía ridículo el hecho de que sus héroes de la tele fueran malvados, no el hecho en si.
Silvina se estaba preguntando cómo podía ser amiga de aquella bestezuela carilinda, cuando escuchó el sonido del televisor de su casa, encendido. El aparato, un inmenso 32 pulgadas, de imagen brillante, se hallaba ubicado en la sala que estaba delante de la cocina, a la izquierda de la entrada a la moderna y pequeña casa que tenía su padre en Zonagrís.
La madre de Silvina estaba de vacaciones en algún lugar de Neuquén y su padre dedicaba las horas al trabajo y a mirar cuanto estúpido programa dieran por el amansador electrónico.
El padre no estaba frente al televisor.
Silvina supuso que se habría ido al baño o quizás estaría durmiendo y se habría olvidado de apagar el aparato. Restó importancia al asunto, aunque el relato del tipo del Boliche le daba vueltas en la cabeza. Mariana pasó hacia el baño, Silvina dedujo que su padre no estaba allí. Debería dormir, seguramente.
Sin mirar la TV pasó a la cocina, se sirvió un vaso de agua y se puso a calentar la pava para prepararse un te.
Sintió el agua que corría en el baño y la puerta que se abría, Mariana aún era tomada por leves ataques de risa contenida.
Silvina fue hasta la pieza de su padre para avisarle que habían llegado, tenía el sueño profundo y seguramente no las había oído entrar.
Volvió a pasar por la sala sin mirar la tele y se encontró con Mariana que, parada frente al espejo de la entrada, se arreglaba el pelo con mucha ciencia. Le sonrió por costumbre.
Golpeó la puerta del dormitorio. No recibió respuesta. No se alarmó, su padre era un verdadero tronco cuando caía en brazos de Morfeo.
Empujó el picaporte y, a tientas, llegó hasta el velador, lo encendió preparándose para sacudir un poco a su progenitor, pero éste no estaba en la cama, que estaba tan perfecta como cuando la tendió a la mañana.
Se quedó en suspenso. Eso era raro. Su padre no era de salir y, si lo hacía, por lo menos dejaba una nota avisando. Bueno, quizás el papel estaba y no lo había visto.
Se reprendía a si misma por dejarse sugestionar, en realidad temía algo raro. Buscó en los lugares usuales. El papel no estaba. Se asomó por la ventana, tal vez su padre estuviese en el restaurant de enfrente, pero no, estaba cerrado. Es más, el auto de su padre estaba en la puerta. Comenzó a preocuparse y a observar los pequeños detalles que no había visto en un principio. El saco, el infaltable y único saco de su padre, estaba colgado del perchero. El nunca salía sin su saco. La billetera también estaba sobre la mesa. Ese maldito televisor prendido y el boludo aquel con su increíble cuento le habían infundido un leve temor y una gran hipersensibilidad. Mariana estaba terminando con su arreglo capilar cuando vio la cara preocupada de Silvina.
- Papá no está-
-Habrá salido- respondió con su vocecita seductora que nunca abandonaba, la rubilinda.
Silvina no quiso hacer ningún comentario y fue hasta el baño, quería refrescarse y pensar con frialdad. Estaba por entrar cuando sintió que debía regresar para apagar la tele, no quería seguir sugestionándose pero prefería que no estuviese encendido para nadie.
Alcanzó a ver el pie de Mariana que estaba ingresando a la antecocina, tuvo deseos de advertirle que no mirara al televisor, pero se sintió tonta. Entonces escuchó el grito de su amiga.
Echó a correr con pánico.
Alcanzó a ver que la tele estaba puesta en el Canal Retro. Con colores algo degradados y chillones, en la pantalla se veía a Mariana en brazos del piloto de AirWolf, llevándola hacia el helicóptero, protegido por el Auto Fantástico. El chico lindo, que a esta altura sería un maduro señor mayor en la realidad, el piloto de la cara impoluta apretaba lascivamente a su amiga, que no gritaba, mas bien un gesto mezcla de aturdimiento y placer se dibujada en su rostro mientras el tipo le hundía mas y mas la mano en la entrepierna. Silvina se arrojó sobre el enchufe, lo desconectó, pero el televisor siguió funcionando. Intentó con el control remoto sabiendo que no iba a lograr nada. Recordó lo que había dicho el tipo del Boliche y comenzó a sacudir el televisor, intentando tirarlo, pero el aparato era inmenso y pesado y le costó tiempo y esfuerzo inclinarlo.
Cuando lo estaba logrando vio alejarse al helicóptero junto al Auto Fantástico. El televisor explotó en el suelo y nada mas sucedió.
Silvina se quedó sola, aterrorizada e inmóvil. Miraba sin comprender la escena, su mente se negaba a aceptar la ausencia de su padre, lo que le acababa de pasar a Mariana, lo que había escuchado en el Boliche.
Estalló en un llanto convulsivo y llorando salió corriendo hacia la calle.
Sus piernas, que corrían con la velocidad del miedo, iban directamente hacia el Boliche.

(11)
Siempre pensé que ningún pueblo vive en revolución permanente. Es más, pensé que las etapas que conducen a la revolución son constantes y móviles de acuerdo a las circunstancias históricas y al protagonismo de ese mismo pueblo. Nunca imaginé, por supuesto, que un pueblo pudiera vivir en la quietud permanente, que el no hacer fuese una constante inmóvil conducente a la chatura.
Hace más de una década que llegué a Zonagrís, de incógnito, escapando de los miles de problemas que me aquejaban y me torturaban. Di parte de muerto a la sociedad que me reclamaba. Le escapé a la responsabilidad que no debí haber asumido nunca.
Ya ni recuerdo la edad que tengo. Nosotros morimos cuando lo creemos necesario, aparecemos oportunamente para hacer algo grande y memorable y nos sumimos en la soledad protectora del anonimato. Sería demasiado para los mortales humillarlos con nuestra infinitud.
Abandoné mis cosas y, tentado por las recomendaciones de otros como yo, me vine a ensimismar a esta ciudad de los grises ángulos. Refugio de pequeños grandes buenos malos hechiceros. Chata, tan chata que hasta para quien busca la calma, tanto sosiego cansa, incomoda.
Encontré el Boliche, al fin y al cabo, un lugar creado por irredentos cultores del absurdo y me dediqué a administrarlo. La gente cree que soy el dueño pero nadie posee nada más que sus recuerdos, lo material es vacuo, inútil. Claro que no siempre he pensado así, los años me han clarificado las ideas. Tal vez si tiempo atrás este mismo hubiese sido mi pensamiento, otra sería la historia. Pero es pasado, y el arrepentimiento llega siempre después del error, inmerso en palabras.
Llegué de noche y he vivido siempre de noche, repitiendo sin cansancio el rito de acodarme en el mismo lugar de la barra, tomando sin apuro mis cuatro copas de caña Legui- ese néctar- y recordando, siempre recordando: mi pasado, mis cosas, y esa mujer. Esa mujer, ni hechicera ni duende que me trastornó, que dio otro sentido a mi vida, a la que amé tanto y que se fue hace ya tanto tiempo.¡Si volviera a encontrarla! Y el tango, esa música grandiosa que me recorre la sangre a cada silencio del alma, con letras y armonías interminables que repaso en mi cabeza, una a una. Discépolo, Manzi, Troilo, Castillo, otros duendes que alguna vez fueron mis amigos, y que aún lo son, aunque haga tanto que no estoy con ellos. Es que nunca vendrían a Zonagrís, nunca tuvieron tiempo para medianías.
Me gusta, de todas formas, estar en esa barra gastada escuchando los vuelos nocturnales de los insomnes que aún se atreven a la chatura. Me divierto con sus historias, me emocionan sus ganas, sus delirios.
Creí que esta chatura sería eterna, que el aburrimiento iba a terminar diluyéndome en el desinterés por todo y que así llegaría a mi definitiva y anónima muerte, pero desde la mañana de hoy he estado sintiendo la sensación de los grandes cambios, llenándolo todo.
Hasta me alegré de que el Duende Matero pasara tan rápido por mi casa. No somos amigos, casi diría que nos diferencian cuestiones metodológicas, pero nos respetamos. El cree que hay que forzar el cambio, yo creo que las cosas deben madurar para hacerlo. Creo que ninguno de ambos tenemos razón, importan tanto la decisión como las circunstancias.
Esperé con ansiedad que algo ocurriera y desde que Luciano Sánchez, ese oscuro habitante de Zonagrís, ingresó al Boliche, presentí que con él ingresaba lo esperado. Su relato no me sorprendió. Es curioso que los televisores sean el centro del conflicto, no es lo importante de todas formas, sirve para saber qué hacer y como solucionar el problema. Que no será fácil, que no dependerá de mí ni del Duende Matero, que los riesgos de perder son enormes, pero que es la eterna historia repetida mil veces con colores distintos: el pequeño contra el grande, el fuerte contra el débil. Nosotros, los duendes y los brujos, tenemos la manía de estar siempre con el débil. Los hechiceros prefieren el otro lado. Y esa es la lucha.
Todos en Zonagrís saben que soy el Viejo, nadie conoce mi nombre. Es preferible, no lo creerían. Todos conocen mi pasado, pero no saben que soy el dueño de ese pasado, y es mejor, este presente me exigirá mucho más si no hay preconceptos.
El Negro trota a mi lado, está bastante asustado pero lo disimula, no se si por lo que nos moviliza o porque tenemos que ir a Villa Rubí. No importa, él y sus ganas ocultarán el temor.
Preferí ir caminando, los autos no sirven para llegar al futuro.
Zonagrís está hoy más apagada que nunca. Quizás podamos transformarla definitivamente. Pero no será sin grandes sacrificios. Villa Rubí ya está a dos cuadras. La casa del Chino, el gran baluarte villarrubense, está un poco más allá.
El Negro no dice nada, su cara es el epítome de la reconcentración. El tiene decisión, todos la tienen. Pero el enemigo es temible.
¿Podremos?

(12)
El Boliche se agitaba, convulsionado de vida, por doquier se veía actividad. Estaban los que hablaban y discutían para hallar la solución propicia, única discusión válida al fin, lo demás es palabrerío. Estaban los que amontonaban mesas en el rincón para dejar el terreno libre a cualquier eventualidad. Los que trataban de reanimar a los psicobolches exhaustos y, por suerte, mudos. Penélope, Lucía y Yolanda se turnaban el baño para recomponer sus fachadas, con el alma tan sola como siempre.
Luciano se paseaba de arriba abajo, revisaba todo, esperaba impaciente el regreso de cada emisario y miraba sin cesar su reloj; nunca pensó que la hora pudiese ser tan importante para luchar por el futuro, tan acostumbrado a que fuera una mera señal de variaciones rutinarias sobre un mismo tema. Se sentía liviano, sin el peso de los actos cotidianos, atrevido de luz y no tan gris, había llegado al punto de renegar de su vida opaca, pero también había comprendido que no debía amargarse por ese pasado, tan presente que ni siquiera era. Tenía que valorarlo como experiencia, rescatar las pocas curvas y aprender los ángulos para saber que no tienen demasiadas variantes. Era un hombre nuevo, alguien que descubría cada palabra como tesoro en ese “Romance del Curro el Palmo” que Serrat traía a los cansados parlantes del Boliche. Descubriendo la belleza de cada palabra y también a los alcahuetes nobles, a Marcial Lafuente y a tanta historia que se le había escapado por agrisarse de tinta en su gastada sientasilla oficinesca. Cada cosa tenía su valor, y eso descubría Luciano, que hacía planes de pedir prestada toda la colección de Serrat para orgasmar el oído de sus recientes luces.
Mientras, las discusiones se hacían más específicas y de vez en cuando, una pregunta le llegaba para que asumiera su condición de iniciado, su ventaja sobre aquellos creedores innatos que lo llenaban de potencia lúdica para afrontar lo que viniese.
De a poco, las dudas caían como dominós y se dejaba ganar por la absurdidez hermosa de la situación, por las miradas atentas, por ese hálito de amistad que poblaba todo. Más que amistad, aquello era compañerismo y era como navegar en el mar de los sueños. Tantos años hosco para descubrir que en cada intención está la razón de vivir, aunque la intención falle.
Tantos años en Zonagrís para descubrir que la opresión nacía de la chatura y no sólo de los ángulos, que la geométrica armonía se complementaba con una vida que lado sobre lado, cuadrada y remanida, se iba lenta.
El afuera parecía más gris. Solo el increíble brillo que el Boliche destellaba en ganas, le daba a la calle una sensación de vida.
El adentro de a poco ganaba en sosiego de los que esperaban con confianza.
Alguien pasó corriendo frente al ventanal y las pocas palabras que todavía sonaban, se hicieron silencio musical para armonizar la entrada de Silvina.
Entró con el gesto desencajado. La desesperación ganándole los ojos y el miedo dibujándole los pasos.
Luciano se sintió más grande que nunca y se adelantó a la pregunta de todos, con una mano que procuró dar calma, apoyada sobre un hombro.
Silvina se arrojó hecha llanto en sus brazos.
Las miradas y la expectación del Boliche le daban escenografía a sus lágrimas.
Luciano hizo una seña para que el Duende Mozo hiciera lo que no hacía falta que le avisara. Un café se hizo dueño de un inefable pocillo. Los cafés del Boliche, en algunos casos, podían ser como agua en el desierto.
Luciano, sintiendo una ternura inexplicable, llevó a Silvina hacia uno de los asientos de abajo. Todos siguieron la acción con silencio casi respetuoso. El Duende Mozo con su café a cuestas, se arrimó a la mesa y se sentó junto a ellos.
Con una mirada convinieron dejar que la calma, la que fuera posible, le permitiera a la de los ojos grandes recuperarse.
Como si supiera, Serrat cantaba que para la libertad sangraba, luchaba, pervivía.
Silvina levantó los ojos, ahora rojos, pero aún así hermosos, apretó con fuerza la mano de Luciano, que sintió una corriente cosquilleante recorriéndole las ganas.
- Perdoname- entrecortó Silvina.
-¿Qué?- preguntó Luciano, aunque ya sabía qué cosa era la que debía perdonar.
-No te creí recién, pensé que estabas loco, borracho o qué sé yo, y me pasó a mí.
-¿Vos también te escapaste?- dijo Luciano, esperanzado de pensar que tal vez los televisores aún no tuvieran la fuerza suficiente.
-No, no, se los llevaron. A papá y a Mariana, se los llevaron- casi gritó Silvina.
-¿Quiénes?- intervino el Duende Mozo.
-AirWolf y el Auto Fantástico.
Las miradas y los murmullos ascendieron. Luciano tuvo que explicar que eran dos viejas series de televisión y hasta de qué se trataban, eran programas de hacía 20 años, por lo menos. Los psicobolches volvieron a hablar. Cierto temor cundió en el ambiente.
Luciano apoyó su mano en la cabeza de Silvina que había vuelto a su llanto tras contar un poco más en detalle el incidente. Dejó que su mirada vagara por cualquier lugar, a la espera de algo, del Duende Matero o de otra señal esperanzadora. Se sentía vivo, pero entre la mezcla de sensaciones también le zumbaba la del temor a la derrota. El Duende Mozo jugaba con una cucharita. El Boliche había opacado algo de su brillo, la noche parecía más gris, y las cosas más geométricas. El Gordo había abandonado su tarea y también estaba entregado a la meditación.
Las tres mujeres de la eterna espera, arrimaban el consuelo de su experiencia a la desolada Silvina.
El fantasma de las dudas se paseaba gozoso por el Boliche.
Habían comprendido que el enemigo era poderoso.
Y era tiempo de aunar todas las fuerzas.

(13)
Dicen que los duendes no nos cansamos, porque no tenemos materia mortal que decaiga sus fuerzas. Verso. Estoy cansado, muy cansado. Como si mis verdes vapores se diluyeran, con esas ganas de tirarse en una cama que supongo deben tener los humanos. He andado de ángulo en ángulo, perpendiculando segmentos en la noche gris de Zonagrís, luchando contra la tiniebla lenta de la abulia y el color electrónico de los televisores, esos enemigos que aparecen más poderosos de lo que suponía.
Ni bien dejé a Luciano, me elevé hasta la última estrella para tomar perspectiva sobre ese milimétrico cuadrado de la ciudad a oscuras. Sabía que tenía que apelar al azar, que los ataques se darían en cualquier momento y en cualquier lugar. Tenía también la certeza de que lo mío iba a ser casi una acción de guerrilla, defendiendo en algunos pocos puntos mientras el enemigo atacaba en distintos frentes al mismo tiempo.
Elegí un rectángulo menor, de esos que demarcan las avenidas principales, de él, una cuadrada manzana. Busqué una casa con el televisor encendido. No fue mucho esfuerzo, no hay zonagrís medio que no escape por la droga de la pantalla, de su inútil vegetar.
Una casa típica, de frente blanco, puertas de madera y una ventanita, muy raramente abierta. Habitada por una mujer de unos 40 años, soltera o solterona, de las que hay tantas en el pueblo. Entré sigiloso y sin hacerme ver. No soy bien recibido en estas casas de ilusión a contramano.
Llegué tarde de todos modos, el aparato- un pantalla plana de 21 pulgadas- se devoraba a la mujer, que era arrastrada por los brazos de Superman. En realidad, si no hice nada, fue porque la solterona estaba entregada desde el vamos. La vi irse dando gemidos de placer y apretando con desesperación el cuerpo del súper héroe. Superman me dirigió una burlona mirada antes de perderse en un paisaje de atardecer, con música grandilocuente. De todas formas, rompí el televisor.
Me decidí entonces a intentar salvar a quienes podían ser salvados. Por ejemplo, a la mujer de Chicho, el jazzómano. Estaba mirando el aparato, mientras su marido se deliraba con un solo de Winnie Shorter. Volqué el aparato, por suerte un viejo 14 pulgadas, menos poderoso que los otros, justo en el momento en que la mujer era absorbida por la propaganda de un lavarropa ultramoderno.
Produje un gran revuelo en casa de Chicho. Por fortuna, de vez en cuando solíamos enfrascarnos en bizantinas discusiones sobre viejo y nuevo jazz y nos conocíamos bastante. Demoré unos pocos minutos en explicarle todo. Lo dejé consolando a su esposa y dispuesto a plegarse a la lucha ni bien calmara los nervios de su “corchea preferida”, como la llamaba.
Una familia completa, en una casa que está cerca del Parque Gris, se me fue por el televisor en medio de una cena con Susana Giménez (debe ser otro duende, tiene mas años que yo esa mujer). No pude hacer nada, ellos se dejaron llevar con placer.
Seguí vagando, salvando a algunos, perdiendo a la mayoría. Comprendiendo que había una mansedumbre irrecuperable en casi todos los zonagrises. Era como si el perderse entre los circuitos impresos, el consumismo y los colores primarios fuese el supremo bien que les pudiese conceder esta vida. Claro, son muchos años de bombardeo psicológico, muchos años de convencerlos de que no eran nada, que el mejor modus vivendi es la prefabricación insensible, el desarte.
Un pueblo que se dedica a mirar, que calla, que no opina, que no mueve sus brazos mas que para cambiar de canal, es una presa fácil, muy fácil.
Anduve de un lado para el otro hasta las dos de la mañana. A esa hora se corta el canal de Zonagrís. No hice un balance. Como buen duende que soy, odio los números. Pero sé que perdí más gente de la que pude salvar. Rompí unos 20 televisores, una cantidad ínfima para Zonagrís.
La acción me habrá servido para que unos pocos comprendan lo que pasa, también un número menor para la lucha que nos espera. Servirá para que mañana por la mañana haya un pequeño revuelo en Zonagrís, chismes y chismorreo que se deslizará de boca en oreja y se deformará, magnificado o disminuido, pero que entrará muy de a poco en tantos grises cerebros.
Muchas cosas deberán conjugarse para que lleguemos a una victoria. Sin el pueblo preparado, con los fantasmas en contra, con pocos duendes para hechizar de esperanza nuestro futuro, con pocos humanos convencidos de su fuerza- que es más poderosa que la nuestra- para salvar a esta ciudad.
Mientras vuelo entre romboidales árboles silenciosos, dejo que las dudas me ganen esta batalla. Me pregunto qué harán mañana las autoridades. Seguramente esperarán a una coyuntura favorable. ¿Qué hará el resto del país? Quizás mirar por televisión otro drama que le es ajeno. ¿Qué pasará en el Boliche? Estoy seguro que Luciano ha hecho las cosas bien, anda con la verdad de su lado y eso alcanza en el Boliche. ¿Qué haremos todos, duende y delirados, convencidos y almados?
Por eso será que me siento cansado, pero será cuestión de rearmarse de sueños para recuperar mis nubes y seguir en la pelea.
Porque aún sabiendo que vienen muchos tonos opacos a agrisar más nuestra existencia, sé que tendremos a todos los valientes que en Zonagrís han sido, para combatir hasta la última gota de mañana, por los que vengan.
Y por los que estamos, por supuesto.

(14)
La esperanza también se puede llamar altoparlantes.
El silencio, roto por algunos murmullos rápidos, cambios de impresiones, bocas estiradas en mueca escéptica, manos dibujando mil formas de explicación, dedos girando sobre la mesa para expresar una idea, miradas divagando sin ver por entre las conocidas formas del Boliche. Una tensa espera, una mezcla de:” ¿qué pasará?” con “¿podremos?” y “¿no estaremos todos locos?”, había dominado el ambiente desde que Silvina contara su aventura y la pérdida de su padre y su amiga.
Luciano seguía con la mano apoyada en la tibieza de un brazo de la santafesina. El Duende Mozo jugaba con la ceniza de su cigarrillo eterno. Penélope, Lucía y Yolanda miraban, como siempre, por la ventana, pero ya no esperando al inefable príncipe anhelado sino alguna seña exterior de cambio, algo que rompiera el medio tono cansador de la noche.
Los psicobolches se habían reagrupado en uno de los extremos del desnivel y, murmurando soluciones irrealizables, criticaban lo hecho y se imaginaban héroes de una hipotética lucha intelectual.
El Gordo fregaba una y otra vez la barra y sacaba a cada minuto una telaraña que colgaba de una vieja botella de gaseosa, una Gini Cola, pero la araña aguardaba unos instantes para recomenzar su tarea y vencer, por tenacidad, a la acción del Gordo.
Los jugadores de ajedrez habían vuelto a su mitológica partida, pero no se concentraban. Los peones adversarios les parecían indomables enemigos, guiados por los superalfiles, los caballos biónicos, torres cibernéticas y reinas siliconadas.
El aprendipoeta difuso, el que no era periodista ni se sabía muy bien a qué se dedicaba, seguía amontonando servilletas azuladas de frustrados versos.
Serrat cantaba que de vez en cuando la vida nos besa en la boca y Luciano hacía suyas esas palabras, mirando a Silvina transformada de lágrimas, esa mina de ojos grandes y ahora rojos, que le estaba dando más ganas de afrontar lo que viniera.
El Boliche brillaba apenas. Igual, como un farolito en el campo, alcanzaba su luz para rasgar un poco las grises vestiduras de la silenciosa, quieta, casi muerta noche zonagrís.
De vez en cuando, y como al pasar, las miradas iban a las respectivas muñecas izquierdas. La hora devenía lenta, como en cualquier espera.
El Viejo y el Negro se habían ido a pie a Villa Rubí. Teniendo en cuenta esto y lo que debían lograr, serían los últimos en llegar.
Lito y el Gurí podían perderse en palabras, aún en el auto del viajante, tratando de encontrar lo que buscaban.
El aprendipoeta periodista les generaba mayor incertidumbre, no sabían muy bien a qué había salido, por lo que no podían hacer cálculos de regreso.
La puerta se abrió por primera vez a las dos menos cuarto. Las miradas convergieron, como spots seguidores, sobre Chicho, el jazzómano, que envuelto en su típica campera de jean, llegaba con su historia y algo de animación. Eso significaba que el Duende Matero había logrado por lo menos una victoria. Pero aquella salvación se opacaba ante la pérdida sufrida por Silvina. Chicho se prendió enseguida a una ginebra y al silencio, quizás elucubrando sobre la situación o tal vez atendiendo a los músicos que acompañaban a Serrat, para encontrarle los detalles.
A las dos en punto, Yolanda gritó que Lito y el Gurí estaban de vuelta. Casi todos se precipitaron a la puerta. El Gordo y uno de los jugadores de ajedrez salieron prestos y, entre los gritos de todos, ayudaron a los dos primeros retornados a entrar un altoparlante. En realidad, dos bocinas de amplificación y un equipito, de esos que se conectan a las baterías de los autos.
Ingresaron como héroes. El Gurí parecía haber concretado la presentación de Mercedes Sosa en Zonagrís, por la sonrisa que portaba. Lito, charlatán inconmensurable, ni bien puso un pie fuera del coche, ya estaba relatando las peripecias para conseguir el equipo.
Que primero habían ido a ver al hijo de puta de Sarini, el que tiene los mejores equipos de amplificación callejera, pero el muy nazi, hermanito, les había pedido poco menos que el Boliche como pago y encima, cuando le habían contado el por qué de molestarlo a estas horas de la noche, los había mandado a la mismísima mierda. Que después lo habían ido a ver al Sordo Gandulla, pero que el viejo choto no los había querido atender y que, encima, los había retado. -“Me extraña, dos muchachos tan serios, andar con boludeces”- nos dijo sin abrir la puerta, hermanito. Menos mal que el Gurí se acordó que el Tito Castillo tenía este aparato. Lo habían encontrado levantado leyendo una antiquísima Mecánica Popular. Que no les había creído la historia pero que les había dado el equipo, les había explicado como funcionaba y bajame Gordo el micrófono que está en la guantera, cuidado con el tapizado, hermanito, y vieron que este charlatán sirve para algo…
El Duende Mozo tuvo que preparar un café doble y enchufárselo en la boca a Lito para que se callara. Aún así, recorría con su mirada a todos los habitantes del Boliche, con suficiencia, como desde una altura inalcanzable. El Gordo se encargó de explicarles los últimos sucesos mientras el Gurí afirmaba que en la calle no se veía nada anormal, impresión que era corroborada por Chicho.
-Acá se va a venir el apocalipsis y todo va a estar como si no pasara nada- refrendó el jazzómano.
La esperanza había recobrado terreno en el metal y las lámparas del viejo- pero aún eficiente, como repetía Lito- equipo de amplificación.
Los psicobolches aprovecharon un silencio para exponer sus planes concienzudamente discutidos en su mediato rincón. Esa planificación incluía la voladura de las plantas transmisoras de televisión, de la estación de rebaje eléctrico de Zonagrís, un sabotaje a todos los televisores, la toma de la Municipalidad, la Comisaría y la proclamación de un gobierno independiente. Mucho tuvo que hablar el Duende Mozo, primero para decirles que no había explosivos, luego para calmar las protestas del Gordo y Luciano contra las estupideces de los psicos, mas tarde para explicarles a estos que la no aceptación de sus planes no era una reacción burguesa, sino el atenerse a la concreta realidad; luego para parar al Gordo que perseguía a Willie con la bandeja, con toda la intención de dársela por la cabeza, mientras Willie gritaba acerca de la chancheril burguesía que el Gordo exponía en ese acto. Lucía, Yolanda y Penélope tuvieron que volver a intervenir para evitar la batahola, justo cuando uno de los jugadores de ajedrez obligaba a Bobby, el psico diminuto, a comerse el rey negro.
Por una vez la verborragia de Lito sirvió, ya que de pronto y sin que mediara transición alguna, se había puesto a explicar el funcionamiento e instalación del equipo de amplificación. El Duende Mozo aprovechó para preparar una gigantesca vuelta de café, para calmar los ánimos. Silvina había salido de su crisis y miraba con otros ojos ese entorno. Y a Luciano, que estaba cortando todos los lastres y se parecía mas al de sus sueños infantiles.
A las dos y dieciséis minutos, el Duende Matero ingresó por la chimenea que está en el centro del Boliche.
A pesar de que Camilo estaba más transparente y menos verde que nunca, el Boliche ganó algo en brillo.
Serrat cantaba que hoy puede ser un gran día.
Luciano pensó que tal vez, pero que tendrían que ganarse ese día con esfuerzo.
Como todos, al fin y al cabo.

(15)
En poco rato he descubierto, o redescubierto, un montón de sensaciones, de esas que andaba esquivando erróneamente, perdido en la rutina inútil, en los papeles vanos, en la tonta vacuidad de repetir gestos por costumbre y desdeñar sentimientos, porque el común del mundo lo hace.
Han pasado poco más de seis horas desde que todo comenzó. Seis horas en donde el susto y la bronca se mezclaron con ganas, decisión, pelotas, aprendizaje constante que ahora descubro y que me hace ver tantas horas que se fueron sin placer, enclaustrado en pautas sociales que me renegaron, que me pudrieron, que me ahogaron.
Puedo llamarme boludo sin buscar excusas, puedo golpearme de conciencia sin sentir autocompasión.
He visto en esta geografía del Boliche mapas del sentido que antes había pasado por alto. He encontrado el gusto de los compañeros, de la unidad en pos de algo que nos satisfaga. Todo lo contrario a ese amontonamiento de rabias que hacemos en la oficina, lucha guiada por el mango, por la supervivencia.
Y un enemigo común pero para nada ordinario, anda arremolinando esta enjundia, distinta, no uniforme, pero conducente al mismo camino. Separados que estamos cada uno en sus ponencias, el Gordo, el Gurí, los psicobolches, las minas, no somos iguales. Pero con nuestras falencias aunadas inventamos la gran virtud de creer y así querer, que es lo válido, o por lo menos así me parece a esta altura de mi borrachera de sorpresas, que me pone eufórico, que me desoficiniza, que me eleva a la altura de los trasnochados que se animan a descubrir sueños en cada luna de esta noche gris.
Quizás esta euforia tenga que ver con esta ojosgrandes que llora cerca de mí. No sé, aprovecho silencios para derribar ciertas corazas que he levantado burocráticamente día a día, de lunes a viernes enoficinadamente. Me miro por mi infancia, jugando los juegos de la imaginación, prendido al barrilete de los amigos, al guardapolvos de los recreos anhelados, a mi acné del todolopuedo, a los delirios del futuro que me arrimaban a mi ser, a toda esa magia que se me fue escapando por las hilachas de los años amontonados. Me veo dejando ir en un cuerpo soñado, en una cara perfecta, en un carácter tierno, en la armonía de la mujer ideal que fui armando de frustraciones por el tiempo.
Me veo llorando a escondidas por un rebote odiado, y mi amor transformándose en bronca, me veo escribiendo sentires malrimados y rompiéndolos con vergüenza, me veo masturbado en soledades por no animarme a lo real, admirando unas piernas, dibujando un culo, perdido en un sexo, entregado a la constante de mi exigencia que me fue cerrando caminos, que me ahogó de amores, que me sustrajo de la lucha diaria de aprender a convivir, por esa costumbre de vegetar.
Y me sigo viendo en algunos nombres que pudieron ser y no fueron. Por mi, por mi ideal frustrante, por no saber que cuando se anda de a dos el camino se acorta, aunque de a dos también sea difícil. Porque nunca se es uno, no se puede dejar la esquizofrenia de lado en el amor. Se es dos, por más que uno idealice mundos perfectos. Todo es perfectible, hasta un vuelo compartido por el cielo de la ternura, porque hasta allí hay desacoples, tormentas, golpes arteros. Y ahora, mirando por el espejo roto de mi pasado, descubro que en eso reside la idealidad del amor: en saber soportar los golpes de a dos, en saber pelear y pelearse de a dos, en luchar los dos por los dos, en inventarse cada día una aventura de colores para no agrisarse, perderse, entregarse, traicionarse. Uno en el amor puede traicionar con facilidad, puede mentir naturalmente, pero se está traicionando a si mismo y a la larga, será el principal perjudicado.
Y me estoy yendo por esos ojos. Esa Silvina de ojos enrojecidos de miedo, llanto y bronca. Hermosa sin serlo, porque transparenta todo, se aproxima a la duenderil condición de aquellos que no tienen dobleces, de los llanos. Y mi mano es tímida, sin entrenamiento en el ejercicio de dar calor, poco acostumbrada a apoyarse sin segundas intenciones, por el simple hecho de contactar afecto, ósmosis de sentimientos.
Desde el centro de mi cuerpo, de la boca del estómago, un nudito me obliga a abrazar ese cuerpo, a darle mi fuerza, escasa por cierto. Pero siento la necesidad imperiosa de dar, de querer, de amar.
Yo sé que no conozco a Silvina de ahora, descubro también que mis ideales se mezclaron con realidades conocidas y fueron formando esta imagen. De ella, que hace un rato se burló con esos ojos que todo lo dicen, pero que ahora buscan mi cercanía.
Quisiera saber decir las cosas como Serrat- no debo olvidarme de pedir prestados sus discos-, quisiera ser como alguno de los aprendipoetas que de tanto golpearse con las palabras suelen manejarlas mejor, a su gusto. Quisiera no tener tanto miedo de abrir la boca para decirle a Silvina que la quiero, aunque recién haga un par de horas que la he visto. Sé que es así, no quiero seguir con los pruritos de esta sociedad que todo lo reglamenta.
Quisiera abstraerme y abstraerla de todo y todos para contarle de mis fracasos, para asumir toda mi verdad y quererla. Y que me quiera, porque mis miedos se yuxtaponen, por la falta de hábito para desnudarme de alma, por el temor de haberme dejado llevar demasiado por esta embriaguez de ganas y chocarme con la realidad de una falsa ilusión. Pero no importa, no voy a renegar de nada si ella me rechaza. Tengo que aprender que no hay inocentes o culpables absolutos. Aunque se ría, aunque se burle, tengo que decirle a Silvina que la quiero, tengo que dejar que mi mano dibuje con suavidad su rostro, que enjugue sus ojos, que mi boca sonría aún torpemente, que mis ojos digan algo, tengo que ser yo y no el que he prefabricado en aburrimientos. Mis sentimientos y yo.
Pero voy a esperar un rato, tengo que juntar las fuerzas suficientes, tengo que saberme de todos lados.
Mis miedos y yo.

(16)
Cerca de las tres y media de la mañana cierta calma había ganado al Boliche. Brillaba normalmente, mientras en su interior cada cual intentaba acomodar sus estructuras mentales a la situación.
El Duende Matero había pormenorizado su aventura, sus triunfos y derrotas, ante la atención de todos. Silvina había repetido su historia. Lito había descerrajado una vez más su hazaña, acompañado de los monosílabos que el Gurí alcanzaba a intercalar. Los psicos habían reiterado sus planteos para enojo de la mayoría y risa de Camilo. El Duende Matero tiene una carcajada muy particular, parece un tarro de yerba agitándose. Con ello, el rojo había ganado la cara de los psicobolches y cualquier exteriorización de su ideología, los retraía. Estaban en silencio.
El Duende Matero meditaba suspendido cerca de la ventana, observando el dueto de ojos que componían en la mesa Luciano y Silvina, mirando ese paisaje de gente que pensaba y trataba de encontrar soluciones. Les había dicho que cualquier acción estaba supeditada al regreso del Negro y el Viejo. Lo que pasara en Villa Rubí era de vital importancia para hacer un examen de fuerzas y de allí pasar a la diagramación de la acción. Por eso de conocer las propias limitaciones para saber las posibilidades reales ante cualquier empresa.
Todos los parrounidos se habían aprendido de memoria el funcionamiento del equipo de transmisión y ya evitaban mirarlo, porque en cuanto lo hacían, Lito aprovechaba para repetir su lección aprendida, con aire doctoral y suficiente.
La araña había derrotado al Gordo que, con una mano apoyada en la mejilla, dejaba caer sus kilos en una banqueta, entregado a observar sus movimientos tejeriles.
-Vamos a necesitar de la cabesudez de la araña- había dicho en un silencio.
Un par de duendes lúdicos habían caído por la chimenea con mazos de cartas, juegos varios. No comprendieron mucho lo que sucedía, le dejaron al aprendipoeta difuso una lapicera nueva y se fueron, ellos no entendían, ni querían hacerlo, no era su oficio.
Camilo volvió a preguntar si alguien sabía qué estaba haciendo el aprendipoeta periodista. Nadie pudo contestar con certeza.
A las cuatro menos veinte ingresaron, por fin, el Viejo y el Negro. Se sacaron sus abrigos, hicieron un tiempo para crear una pausa dramática y luego se ubicaron en el medio de la barra, para permitir la formación de un semicírculo de oídos expectantes.
-Está haciendo frío- dijo el Negro, por decir algo.
-Bueno- comenzó el Viejo- me duelen un poco los pies, pero hemos logrado algo. Fuimos con el Negro hasta Villa Rubí, nos costó un poco encontrar la casa del Chino, ustedes saben que la oscuridad asusta un poco y desorienta, pero en fin, llegamos. El Chino estaba durmiendo o encamado, no sé bien ni me importa. La cosa es que nos escuchó con atención, nos preguntó, le contamos lo que sabíamos y se quedó pensando.
-¿Les creyó?- preguntó el Gurí.
-Por supuesto- afirmó el Viejo- ¿Por qué no habría de hacerlo?
-Porque el asunto es increíble- insistió el promotor.
-Para nosotros, que estamos bastante cuadriculados- dijo el Negro- Pero en Villa Rubí, la cosa es distinta. No están tan contaminados, che.
-Bueno, bueno- interrumpió Luciano- ¿Pero qué dijo?
-Que está con nosotros- cortó el Viejo- pero que necesita tiempo para juntar a su gente, que no sabe muy bien qué pueden hacer ellos pero que estarán en la lucha. Eso si, recién a las seis de la mañana empezará a visitar las casas de Villa Rubí y calcula que para las ocho estarán por acá.
-¡No tenemos vino suficiente!- gritó espantado el Gordo.
-No hace falta- se apresuró el Viejo- ellos estarán para sumarse a nosotros, y es necesario que nos convenzamos de eso. Son parte de nosotros.
-No comprendo cómo pudo aceptar todo tan fácilmente- insistió Luciano.
-Son pueblo, hijo- habló el Viejo tras mandarse un buen trago de caña Legui- No necesitan de rebusques. Sienten y traducen ese sentimiento porque no están contaminados, porque son los dueños de cualquier cambio.
El Negro calló sus ganas de contar a todos la transformación del Viejo en Villa Rubí. De cómo había sido persuasivo y dominante. De cómo había manejado las palabras con genialidad y también de cómo el Chino, ese indomable mito de la Zonagrís marginal, lo había escuchado casi con unción y respeto. Calló por pedido del Viejo, y también silenció que el Viejo le había hecho acordar a alguien. Lo calló por absurdo y tal vez porque temía que no fuera tan insólito.
Ambos se dedicaron a responder las preguntas. El Negro asumió las respuestas cuando el Viejo y el Duende Matero se enfrascaron en una charla cerrada.
-Creemos- dijo Camilo- que lo mejor será esperar hasta el amanecer y aprovechar las horas que tenemos antes que se reinicie la transmisión televisiva.
-¿Qué haremos?- inquirió despectivo Willie, el psico rubio.
-Vamos a planificar nuestra acción- contestó el Viejo- tenemos que llegar a la mayor cantidad posible de zonagrises, plantear la situación a las autoridades y a la policía. Diagramaremos la salida de un auto con el altoparlante y trataremos que alguien salga de Zonagrís para buscar ayuda en algún pueblo cercano. Tenemos que conocer qué pasa en el resto del país y qué va a suceder cuando el mundo conozca estos sucesos. Ojo, que nadie se ilusione, recibiremos más piedras que palmadas, pero hay que hacerlo.
Volvieron las preguntas, las discusiones, los acuerdos y la decisión. Saber que Villa Rubí, ese reducto tan temido, se plegaba a la lucha, les daba a todos mas bríos, atrevimiento, coraje.
El Duende Matero insistió con que los televisores iban a iniciar otro tipo de ofensiva, con seguridad. Si bien pensaron en muchas posibilidades, no pudieron concluir en ninguna que fuera mas grave que la actual. La evaluación de probabilidades quedó a cargo de los ajedrecistas. Los papeles circulaban casi tanto como los café, en garrapateos de organización. Al Duende Matero y al Viejo les preocupaba cada vez más la ausencia del aprendipoeta periodista.
La movilización se había hecho dueña del Boliche. Esperarían al amanecer tejiendo ideas, ansiosamente.
El Boliche recuperó sus mejores brillos y agredió de hecho a los grises nocturnos.
Barriendo los medios tonos, sin piedad.

(17)
Hay lugares en donde el amanecer le pide permiso a la poesía para superarla en sus logros. Hay lugares donde la naturaleza le falta el respeto a la pintura y se hace de colores inlogrables para una mano mortal. Hay lugares en donde el amanecer es bello y ansiado.
En Zonagrís casi no amanece. El sol viene a la hora fijada por los almanaques a marcar su tarjeta con displicencia, pasa de compromiso y se va apurado de grises a por otros lares donde inventar luces.
En Zonagrís las sombras son porfiadas. Se aferran a su dominio y se prenden a las cosas y ese sol oficinista debe empujarlas con vehemencia para echarlas. Se van con sorna, amenazando una vuelta que siempre cumplen, apresuradas.
Los ángulos rectos ayudan a los grises a instalarse, allí se esconden maliciosos y se burlan de la luz, bañados en frío, ebrios de lluvias monótonas.
La luz tropieza adormilada contra la rectilínea formación y se cae en cualquier calle, desmayada, desparramada al azar, sin preocuparse de estéticas.
En Zonagrís el amanecer es un compromiso formal que la naturaleza cumple con hastío.
A pesar de eso, algunos zonagrises se las ingeniaron para armar sus historias, sus versos, sus pinturas, sus partituras, a partir de ese sol cumplehorarios, que apenas descorre los velos grises, asomando tímidamente su cabezota. Se han escrito hermosos poemas sobre el amanecer en Zonagrís, se han compuesto increíbles canciones, pero cualquiera que venga a esta ciudad podrá comprobar que eso, tan bellamente realizado, es solo la imaginación de los artistas, de esos que no conocen de trabas para lograr la belleza, es el arte mejorando a la naturaleza, porque no es mimético, porque es creador.
Aquel sábado de marzo tan próximo al otoño, no podía ser la excepción. Ya por las cinco de la mañana, los gallos equivocados comenzaron a desgañitarse anunciando la hora de la transición. A las siete se desperezaron los acertados y pegaron su grito odiado por todos los adoradores del calor de la cama.
La ciudad se despertaba sin apuro, los autos ronroneaban su disgusto dispuestos a salir en busca del ganavidas diario y encima, sabatino. El grito erróneo de los diarieros voceaba la cotidianeidad del periódico que nunca trae nada, que se llena de comerciales y no agrega más que tinta a la chatura.
Algunas ventanas tempraneras se abrieron, jadeantes de luz, para encontrarse con los grises conocidos, ruleros tapados por pañuelos se hicieron saludo vecinal y chisme de costumbre. Las escobas empezaron a sacudir los restos de otra noche y sus suciedades habituales.
Los ojos entrecerrados de sueño adivinaban la ruta diaria, impresa en la memoria, bicicleta domesticada, manos en bolsillos.
Las trampas se fugaban sigilosas de sus camas pecadoras y recomponían el aspecto de seres normales, del todo integrados a la sociedad. Los almacenes remarcaban solos y las persianas se alzaban bochincheras y amenazantes de todos los clientes.
El pan se amontonaba en las canastas, las chairas cantaban su monocorde canción con los cuchillos y la sangre chorreaba blancos delantales carniceros. Las sonrisas se repetían de apariencias conseguidas y la mufa de un sábado se hacía un lápiz que contorneaba la geometría de Zonagrís, absorta en su chatura, dejando correr su sangre, su agonía, su desmayo de colores, sus tizas oxidadas sobre el pizarrón de las sombras.
Era un sábado como tantos sábados en Zonagrís, o así lo creían sus habitantes medios, transeúntes del nunca pasa nada, ignorantes de su protagonismo.
En lugares aislados, escasos para sacudir la modorra, el drama se ganaba un envido mentiroso y la incomprensión buscaba explicaciones en los hechos conocidos. Esos televisores rotos no eran nada, comparados con tantas esperanzas quebradas en el umbral de la búsqueda. Esa gente desaparecida no importaba a aquellos que estaban y a los que no les había tocado. Por algo no estarían.
En Zonagrís la gente cree que nada puede cambiar algo. Todo está establecido, angularmente comprobado.
Pero Zonagrís estaba amaneciendo a una historia.
En el Boliche, el amanecer llegó indiferente a si mismo, Apenas con la alegría que una pequeña luz provoca en la tiniebla.
Los cafés hacían su enésimo recorrido. Las cucharitas giraban solas, por costumbre. Los sobrecitos vacíos se amontonaban en ceniceros desbordados. Los cigarrillos escaseaban y la solidaridad del pechazo se prendía a la mañana naciente.
Las toses del cansancio tabacal establecían turnos, los ojos dibujaban sus negruras noctámbulas y cierta atonicidad muscular distendía cuerpos sobre banquetas, sillas y puff. Ese sábado no despertaba al Boliche, lo ponía en la coyuntura subversiva de lo absurdo, lo convertía en cuartel general de los futuros, en centro clandestino de las curvas que podrían ser.
Era el compendio de las decisiones, de los temores, de las miradas prendidas a esos relojes lentos de sueño, que demoraban su camino hacia las 8. La hora puntual de algún comienzo, de la incertidumbre.
El portaequipaje del histórico R12 de Lito se había pertrechado de dos bocinas prometedoras. El aprendipoeta difuso, con el Viejo y Silvina, habían redactado los textos que Lito repetía en mil tonos, para lograr uno convincente, su tono vendedor. El Gurí pedía participación, no la tendría. El amplificador y su micrófono eran probados una y otra vez, al mínimo de volumen. Las guiñadas de ojo se sucedían por doquier, como aliento y fuerza. La planificación se revisaba sin cansancios y todas las modorras cedían su terreno al empuje del querer.
Las miradas se alzaban, cada tanto, hacia la estación de trenes, deslizadas por la Avenida del Nombre Conocido que, desierta, indicaba que por allí llegaría la gente de Villa Rubí.
Cuando faltaban 15 minutos para las 8 de la mañana, el aprendipoeta periodista llegó inmerso en cavilaciones.
Se había mandado una gran metida de pata.

(18)
La actividad que comenzaba a reinar en el Boliche hizo un alto para converger en miradas interrogativas sobre el aprendipoeta periodista que tenía el error dibujado en el rostro.
-¿Adónde anduviste?- preguntó el Viejo.
- Con mis colegas. Casa por casa anduve tocando timbres y explicando lo mejor que pude la situación. No se crean que ha sido fácil, a los que encontré levantados, mal que mal pude relatarles las cosas de manera convincente. Me creyeron o no, pero al menos están intrigados. La joda fue con los que estaban durmiendo. Me escucharon como a un loco, puteándome con los ojos y me largaron duro. Me parece que con esos no podemos contar.
Hizo una pausa, revolviendo con parsimonia el café que el Duende Mozo le había dejado cerca, humeante y provocador. El aprendipoeta periodista sopesó las miradas que seguían interrogando, porque estaba claro que había hecho algo más y no bien, por su expresión, y por esos hombros hundidos, cargados de culpa.
-¿Y qué más?- insistió el Viejo.
-¿Les parece poco?- se atrevió a ofenderse el aprendipoeta.
-Da la impresión de que hay algo que no anda bien- machacó el Duende Matero.
-No, es que…- el aprendipoeta periodista estiró su silencio para cobrar fuerzas.
-¿Qué qué?- fue la casi unánime pregunta.
-Que creo que hice algo mal. Resulta que como ustedes sabrán esto de andar haciendo de periodista, le crea a uno una serie de amistades que suelen resultar útiles en determinados casos. La cosa es que una vez que terminé de recorrer las casas de los colegas y cuando me estaba por venir para acá, me acordé de Hugo, un zonagrís amigo de la infancia que vive en la capital, que hace periodismo allá. Así que fui hasta casa, busqué el número y lo llamé por teléfono.
-¿Y?- preguntó el Gordo.
-Lo encontré al toque. Le expliqué cómo venía la mano, dos veces, porque al principio no entendía ni jota. Y bueno, Hugo se interesó inmediatamente, tanto que me dijo que esperara en casa, que él hacía dos o tres consultas y me llamaba. Así que como a la hora me llamó y me dijo que hoy sábado, ni bien puedan, vienen con el equipo para cubrir la nota.
-¿Y con eso qué?- se inquietó Luciano.
-Es que trabaja en un canal de televisión, se van a venir con las cámaras y todas esas boludeces.
-¡Qué cagada!- fue la expresión generalizada. Inmediatamente los murmullos subieron el tono, reaparecieron las discusiones, los psicos propusieron un castigo ejemplar para el aprendipoeta periodista quien se sumió en un silencio apesadumbrado, observando casi con susto el entorno.
-Bueno- calmó Camilo, el Duende Matero- te has mandado una flor de metida de pata. Pero no ganamos nada acusando. Intentemos resolver la situación. Vos decís que van a llegar por acá ¿a qué hora?
- Ni bien pudieran, dijo- respondió el periodista.
-¿No hay forma de volver a hablar con él, de decirle que no pasa nada, que era una cargada o algo así?
-Si, lo pensé. Pero resulta que trabaja en Crónica y aunque hubiese sido una joda mía, la idea les encantó y son capaces de inventar todo para cubrir la nota. Igual, podemos volver a llamar en un par de horas, pero no creo que se vuelvan atrás- contestó con desazón el aprendipoeta metepata.
-Ahá- prosiguió calmo Camilo- tengamos en cuenta la posibilidad de revertir la situación, pero si no fuera así, creo que tenemos que enviar un grupo de gente de Villa Rubí a la ruta, para que impidan el ingreso de esta gente. ¿No les parece?
-Creo que está bien- asintió el Viejo- Pero que esto nos sirva de lección a todos para no salirnos de lo planificado, a menos que sea indispensable.
Se calmaron los ánimos y hasta pareció que el aprendipoeta se distendía. Lito sirvió como distracción ya que se paró sobre la barra y comenzó a ensayar con su voz más lograda los textos a propalar por el amplificador:
-Ciudadanos de Zonagrís. No enciendan los televisores. Un peligro grande amenaza a nuestra ciudad. Prender el televisor es poner en riesgo sus vidas. Estén atentos a lo que iremos informando.
-Gente de nuestra ciudad. La TV nos amenaza con la destrucción. No encienda el televisor. Pregunte a sus vecinos, algo sucedió por la noche, unámonos para conjurar el peligro. Los mantendremos informados.
.-Pueblo de Zonagrís, es hora de unirse ante la amenaza. No encienda su TV. Cosas muy extrañas han pasado por la noche. La ciudad está en peligro. No se mantengan indiferentes. Nosotros los mantendremos alertas y al tanto de la situación.
Los redactores explicaron que no querían ser chocantes, que buscaban que las palabras fuesen llamativas y entradoras para provocar la duda, al menos, y que explicar todo era muy extenso para hacerlo desde los altoparlantes de un auto y sonaría poco creíble. El objetivo era sembrar el interrogante y captar, si era posible, a más gente para la resistencia.
Aceptadas a regañadientes las explicaciones, salieron a la calle para observar la ceremonia de colocación final del equipo. Estaban saludando a Lito y al Gurí como si partieran a un largo viaje, cuando el Negro pegó el grito, señalando hacia la estación del ferrocarril.
Por la Avenida del Nombre Conocido, con la inefable figura del Chino a la cabeza, unos 50 hombres se acercaban al Boliche. Provocaban la sorpresa de los amanecidos zonagrises que andaban asomándose al sábado.
A las 8 en punto se detuvieron frente a los parrodespiertos del Boliche.
-Villa Rubí está acá- dijo con su profunda voz de vino el Chino.
Una sonrisa de satisfacción cruzó la cara del Viejo, mientras el resto recibía a los recién llegados con un aplauso. El Gordo juntó todas sus fuerzas y abriendo de par en par la puerta, gritó, grandilocuente:
-El Boliche está a su disposición.

(19)
Siempre me molestó la mañana al momento de levantarme. Es como luchar contra las ganas de seguir soñando, peleándole duro a la modorra, para comprender que la obligación acosa y darle lugar al malhumor. Discutir con el espejo y salir de cara hostil a un mundo que parece tener las mismas broncas.
Pero este sábado la cosa es distinta. Ya ni recuerdo cuántos años hace que no me amanecía con gusto, con un objetivo cierto, con una esperanza. Hoy la luz de la mañana me ha reconfortado. Me ha dibujado una sonrisa entre la barba que asoma y no molesta. La desprolijidad está en los ojos de los demás. Me pesa un poco el cuerpo de andar aventurado sin descansos por una noche distinta, por esta noche que me asustó, que me enamoró, que me cambió. Por una noche madre que me retó de pasados y me enseñó que no solo hay que saber esperar, sino también encontrar.
Estoy acodado a la barra del Boliche, entregado a pensar, sin mayores ganas de emitir sonidos, mirando este mundo en movimiento, mirando a estos hombres de Villa Rubí que, en la hosquedad de su timidez, están reconociendo el lugar, nos están descubriendo a nosotros, así como nosotros los estudiamos a ellos.
Pasa que cuando uno conoce algo, ese algo se dibuja vago, a medida que se profundiza la relación, descubrimos los detalles y queremos.
Me acuerdo de cuando entré a laburar a la oficina. Todo parecía distinto, misterioso, de una vastedad irreconocible. A medida que fui entregándole mis tiempos cada detalle se hizo de la familia de mis sentidos. Pero me arrutiné y ese lugar se fue pareciendo a mi cárcel, a mi ahogo. Con el Boliche es distinto. Lo conocía de trasnochadas frustraciones. Esta noche me ha servido para conocer sus límites, sus tristezas, sus bondades. Y el vivir lo que he vivido aquí dentro lo hace mejor, más lindo, más mío.
Veo a los villarrubenses poblarlo y guardar un silencio temeroso, el mismo que guardamos nosotros. Tenemos que aprender a conocernos.
Casi como descubro cada centímetro de piel de esta Silvina que está cerca de mi, diluyéndose en mil pensamientos. La miro y descubro como el temor y la bronca se le mezclan con la resolución, veo como ella también va aprehendiendo el lugar para tomarlo, para internalizarlo en sus sueños. La miro fijo y ella siente mis ojos. Gira su cabeza y sus ojoenormes de la hermosa alma se clavan en los míos. Parezco perdido en su inmensidad, como cuando el televisor me devoró, pero dulcemente. Me dejo ir y siento una sonrisa descansándome las desazones de años. Siento mi mano que se atreve, ansiosa, y sube delicada, aflojando los miedos, con toda la ternura que esa mano habituada a tildar y sacar cálculos y a apretar teclados, puede, acaricio su cara. Sus ojos se retraen en un algo de sorpresa, temo haber roto un encanto, pero mantengo mi mano y procuro que las yemas de mis dedos rocen apenas la tersura de su rostro.
Sus ojos se alegran y es su mano la que busca la mía, y es su boca la que me da un beso pequeño y fresco como una gota descolgándose de una flor. Siento que mi ser tiembla y procuro expresar todo en esos dedos que aprietan a los suyos, y es el sol, la vida, lo que no fui, lo que quiero ser, lo que seré. Es la felicidad dándome un beso pequeño y fresco, es la mano que encontró, es el calor que se transmite, es una ilusión hecha real. Y, atrevido de luces, me inclino en mi banqueta y beso sus labios y sus labios me besan y qué me importan los dolores de ayer, mis broncas, lo que perdí, si esos labios me besan, si esos ojos me miran.
Me pierdo de locuramor en un beso y reacciono de pronto, con el peso de ese odiado quedirán adquirido en años de Zonagrís, temiendo ver en derredor ojos censores, burlas mal disimuladas. Pero los pocos que han visto, sonríen compañeros y asocian sus sonrisas a nuestra inauguración de dúo. Y siento que exploto de euforias y atraigo a Silvina y la abrazo y tengo ganas de gritar que se vengan todos los televisores, que se venga el mundo, que yo los espero a pie invencible, porque ya no soy uno, porque nada podrá quebrarme.
Y sintiendo ese cuerpo me siento nacer a mi verdad, esa que había enterrado en papeles y horarios. Loco de buena locura asumo las decisiones que siempre me habían asustado.
Basta de oficina, basta de rutinahistorias grises, basta de ángulos porque si. Quiero curvar el mundo y tengo la posibilidad de hacerlo. Apenas me estoy conociendo pero sé que voy a enfrentar a quien fuere. Voy a salir a pelear la bronca de todos, voy a sumarme a la marcha de los soñadores. Tengo todos los colores en mis manos, después de tantos grises.
Por eso tengo otra fuerza, por eso sé que me animaré a las locuras mas cuerdas en esta aventura, aunque pueda caer, aunque pueda morir. Este instante de vida vale por tanta opresión vivida, este cambio, esta revolución sirve por tanta chatura soportada.
Entre la comprensión de todos, me pierdo en un beso.
Y siento las carcajadas de mi yo naciente.
Y siento, que es lo más importante.
Digo un “te amo” como bomba, como la campanada de un recreo, como los sonidos de un reencuentro.
Porque acabo de encontrarme.
Porque de mis búsquedas, Silvina es la respuesta para que Luciano haya encontrado a Luciano.

(20)
Todo había sido dispuesto de manera organizada. Se entendía que, cumpliendo esas pautas, sólo se dependía de los factores externos. Tras muchas discusiones, idas y venidas, se determinó que el Viejo encabezara la delegación a la Municipalidad y que lo acompañasen el Negro y Yolanda. El Negro porque era bien visto en Zonagrís, ya que alguna vez había hecho una buena campaña con la selección de fútbol local, y Yolanda por el simple hecho de ser mujer, que siempre ayuda. A la policía iban a ir Luciano, Silvina y Chicho. Luciano porque era un tipo intachable de tantos años de oficina, Silvina porque iba Luciano y Chicho, porque tenía un amigo milico. Ya el Chino había partido con su gente hacia la ruta para impedir el ingreso de los tipos del noticiero. Pidieron instrucciones, el Viejo les dijo que lo único que importaba era que esa gente no entrara en Zonagrís. El aprendipoeta periodista también había salido para intentar, teléfono mediante, que ese viaje no se concretara. Lucía y Penélope lo acompañaban, una, para impedir otra metida de pata y la otra porque a Penélope no le disgustaba el periodista. Mientras tanto, el Duende Mozo, con el Gordo y el Duende Matero, quedaban a cargo del Boliche, denominado por los psicobolches “Cuartel General de las Fuerzas de la Resistencia”, las FUERE, como habían insistido hasta el hartazgo en llamarlas. El resto lo terminó aceptando para no perder más tiempo.
Precisamente, a los psicos- junto a los ajedrecistas- los habían designado como guardias permanentes de Zonagrís. Debían recorrer las calles para recoger novedades e intervenir, llegado el caso. También debían establecer turnos para dormir. Camilo había dicho que era necesario que se descansara lo suficiente si se quería tener la mente despierta en lo que vendría.
La Municipalidad de Zonagrís, un edificio obviamente rectangular y gris, de tres pisos y gigantescas puertas, estaba a 4 cuadras en línea recta desde el Boliche, con la entrada unos 20 metros a la derecha de la última esquina. Los sábados a la mañana, y más si la mañana recién llega a marcar las 8 y media, no suelen haber demasiados funcionarios en el edificio, apenas algún ordenanza limpiando y ningún empleado, ya que los sábados la Municipalidad no atiende al público. Pero este sábado, el Secretario de Gobierno y Hacienda estaba en la intendencia. Sucedía que se había llevado a una minita al despacho y se había quedado dormido. Tras despachar a su amante ocasional, el tipo se había quedado fingiendo estudiar papeles y ordenanzas, para disimular.
El Viejo lo encontró en su tarea. Abrió la puerta de golpe, sin darle al Secretario tiempo a nada, y se sentó sin pedir permiso. Por detrás, el Negro y Yolanda ingresaron tímidos, con una sonrisa dibujada como para hacer simpatía su incomodidad. El Secretario alzó sus ojos sin comprender y el Viejo habló sin perder el factor sorpresa. Conciso, preciso, sin demasiados adjetivos, relató los hechos. Demoró apenas 5 minutos en su exposición y, con habilidad, exigió una solución inmediata al azorado Secretario.
Un viejo y mal chiste de Zonagrís dice que la Comisaría es el edificio más viejo del pueblo, porque está lleno de canas. A las 8 y media el mate anda corriendo por entre las manos de los policías cansados de no hacer nada, y de que nada pase, que ejercitan su prepotencia con las cosas, que no les pertenecen y se pueden reponer con un simple parte, solicitando material nuevo. A esas horas, un oficial inspector, algo obeso, estaba a cargo y tuvo que recibir a Luciano, Silvina y Chicho, que habían entrado con ese temor que tienen los inocentes en las comisarías. Entre los tres le explicaron los últimos sucesos. Luciano fue concreto, Silvina adornó con su decir pausado, Chicho lo refrendó sincopadamente con unas cuantas descripciones y dichos, de esos que sabía por millones. El Oficial se rascó la cabeza, se tomó dos mates seguidos y se decidió a llamar al Comisario.
El Chino tardó cerca de una hora en llegar con su gente al punto de la ruta que le habían asignado. Habían caminado cerca de 7 kilómetros y se apostaron a los costados de la cinta asfáltica. Suficientemente lejos de Zonagrís como para evitar cualquier ulterioridad. La espera podía ser larga y en el Boliche los habían provisto de 25 litros de vino- el Gordo calculó medio por persona- en botellas de a un litro y 50 sándwiches de jamón y queso que entre el Gordo y el Duende Mozo, con la colaboración de las 4 mujeres, habían preparado en un tiempo récord.
Mientras, Lito y el Gurí, habían comenzado a desorientar a los zonagrises con sus proclamas. Habían empezado por los cuadrados periféricos, la gente que los escuchaba comenzaba a hacer correr el comentario, de los pocos que los atendían eran menos los que entendían algo.
Los psicos patrullaban juntos, los cinco sin separarse y entregados a una feroz crítica a la disposición táctica adoptada, considerando que si se hubiese hecho como ellos proponían, todo se hubiese resuelto más rápido. Los ajedrecistas andaban por su lado, silenciosos, meditando.
En el Boliche, el Gordo dormía sobre 8 puffs estratégicamente acomodados, mientras Camilo y el Duende Mozo se impacientaban con los minutos, y con el aprendipoeta difuso al que habían hallado escondido en la chimenea, según él, buscando un lugar tranquilo para escribir.
El aprendipoeta periodista se turnaba con sus dos acompañantes para tratar de enganchar el número de teléfono de Hugo, en la capital. Penélope había aprovechado para sentarse a upa del periodista.
-No sé qué decirle, señor- contestó el Secretario- lo que usted me dice, me parece increíble pero ustedes son gente seria y yo soy un funcionario del pueblo, por lo que es mi deber creer lo que me explica. De todas formas, nada o poco menos que nada puedo hacer. Primero debo comunicarme con el señor intendente y luego él con los funcionarios respectivos hacer una verificación de lo que usted me informa. Simple formalidad que hay que cumplir. No es que yo dude de sus palabras, pero recién después de hacer estas diligencias y comprobar todo, nos pondremos en contacto con la gobernación y, a partir de allí, estaremos en condiciones de resolver. Ya sé que es urgente, pero no puedo obviar estos pasos, aunque voy a tratar de agilizar todo el trámite. Solo les pido que tengan un poco de paciencia y que no se alarmen, ya van a ver como todo se arreglará. No se preocupen, por favor, déjenlo en mis manos.
-Me extraña de usted, Sánchez- comenzó gritando el Comisario- una persona seria que ande con estas pelotudeces. Mire, yo entiendo que se haya tomado unas copas de más, pero no me venga a joder la vida con estas huevadas. Soy un funcionario policial, amigo, no puedo perder el tiempo. Y usted, señorita, ¿cómo me dijo que era su gracia?, ah, Zavala. Yo me encargaré de averiguar adónde fueron su padre y su amiga, pero por favor, no se deje sugestionar. Y no quiero seguir entreteniéndome. Vayan a dormir antes que me enoje y los haga encerrar por burlarse de la autoridad. Hágame el favor, che, retírense.
Se encontraron a dos cuadras del Boliche. Abatidos, amargados, casi como entendiendo que no iban a tener mucha ayuda de los dueños del poder. Se intercambiaron sus fracasos y se quedaron los seis mirando la nada en esa esquina. Viendo sin ver a la gente que transitaba ajena al peligro, viendo si ver a esa gente que se iba a prender a los tontos programas de los sábados, para cumplir con su rutinahastiada de la mediocridad.
El Negro sentía como si su equipo hubiese sufrido una cruel goleada, de esas que te mandan al descenso. Chicho estaba como si le hubiesen dicho que Chick Corea iba a grabar un disco de cumbia villera, Yolanda dejaba que una lágrima le alterara el rimel, mientras Luciano abrazaba a Silvina para mitigar entrambos la bronca.
-¡Burócratas!- bufó Luciano, que sabía de eso.
El Viejo parecía más viejo y más encorvado, todos sus años se le habían juntado en la espalda para empujarlo hacia el suelo, que reclamaba su parte de polvo. Sus ojos cansados brillaron de decisión y, levantando la cabeza, dijo:
.Yo no vuelvo al Boliche.
La sorpresa se hizo mueca en los otros cinco rostros.
-Esto es grave. Habrá que apelar a todas las soluciones, las posibles y las imaginables. Mi presencia aquí, por el momento, no tiene valor. Ustedes se tienen que arreglar solos. Voy a un lugar al que ustedes no pueden llegar, a buscar a quienes no nos negarán su apoyo. Una cantidad inmensa de gente que estará de nuestro lado y que puede arrimarnos a la victoria.
Nadie entendió demasiado. Sí entendieron cuando el Viejo, cambiando el tono y casi paternal, les dio la mano al Negro, Luciano y Chicho y un fugaz beso en la mejilla a las mujeres.
-Quién sabe si volveremos a vernos bajo esta apariencia- dijo oscuramente- Si no es así, estaremos de algún modo juntos, pero no se preocupen por mí. Defiendan esta ciudad, defiendan su mundo si quieren cambiarlo. Revolucionen Zonagrís porque si no, seguirá siendo nada, rompan con esta invasión. Como fuere. Volveré pronto.
Volveré.

(21)
Tengo encima la agobiante sensación del desgaste. Del desánimo. Desde que mi memoria existe conmigo, desde mi duendización primigenia, nunca me había sentido tan sin fuerzas, tan cargado de cansancio.
Mientras floto por este Boliche de las tantas noches, mientras veo las caras de los que vuelven defraudados, siento que yo también- muy a pesar de ser duende- me he dejado engañar por las ilusiones. Culpa de ser duende, tal vez, nunca había puesto los pies tan bruscamente en la tierra. Me parece que he dejado la adolescencia en esta noche, si es que los duendes la tenemos.
El Viejo se ha ido. Dicen que ha sido muy oscuro lo que dijo, espero que vuelva. Si bien no hay nadie imprescindible, nadie deja de serlo tampoco. Imagino que intentará lo imposible, él quizás pueda lograrlo, pero será tan difícil…
¡Y esos burócratas de octava!, oscuros funcionarios sin luces, tan grises como el todo, tan cuadrados como el pensamiento de esta ciudad, ¡seguir las vías jerárquicas! No alterar lo establecido, aceptar lo posible, resignarse. ¿Hasta cuándo seguirán con su estúpida y mierdosa apatía descolorida?, ¿hasta cuándo seguirán rompiendo los círculos de la esperanza? ¡Funcionarios y milicos!, buena mezcla para hacer barro y soplar ratones. Los unos porque tienen miedo, porque son paranoicos por naturaleza; los otros por ignorantes, por prepotentes. Son las razas que se juntaron por el embudo de los deshechos para formar la casta superior de mi pobre Zonagrís.
Nos niegan duendes, andan con su escuadra inacabable queriendo rectangular nuestros sueños. Nos encarpetan las broncas, nos sellan los fracasos. Persiguen nuestra duenderil andadura ganosa, con rótulos o balazos, con papeles o pistolas.
No sé por qué me asombro, ni por qué me había hecho ilusiones, ¡qué carajo podía esperar de ellos! ¡Qué otra puta respuesta podían dar aparte de la que dieron!
Siento que me desverdizo de bronca, que se me achica el vapor. Floto al azar, busco las respuestas con la rabia de saber que por tantos como estos, muchos no han sido. Veo los rostros tristes y amargados de Luciano el reconstruido, de Silvina la ojosbellos, de Chicho el enjazzado, del Negro futbolero, de Yolanda la de la espera desesperada y tengo ganas de tener algo mas que duendes manos, quisiera contundentes puños para golpear tantos grises.
¡Si pudiera llorar! ¡Qué lástima que los duendes tengamos que andar obligados de sonrisas por la vida! ¡Qué lástima que nos estén vedadas las sutiles sensaciones de la tristeza humana, de esa que se hace llanto sin vergüenza! Tengo que seguir siendo duende aun en el peor de los fracasos.
Allí veo al que llaman Duende Mozo, que no es duende en realidad, pero es grande de alma como uno de nosotros. Lo veo descargando en un café esta impotencia. Veo al Gordo que se pierde en el tejer de la araña para no putear al mundo, por ese respeto que los sensibles tienen, ese de no andar despertando broncas o frustraciones ante aquellos que también tienen las suyas.
Yo soy Camilo, el Duende Matero. No puedo permitirme la derrota, menos cuando hay tanto que pelear, cuando hay tanto por morir para que haya vida. Quien nos hizo duendes fue sabio. Nos dejó bien defendida la esperanza.
Quien nos hizo sabía también que en Zonagrís hay que andar armado de esperanza hasta los dientes, aunque sepa que es un simple consuelo, a falta de realidades. La esperanza es siempre mañana, y uno tiene ganas de hoy, ahora.
Por esa misma esperanza que nació junto a la primera cebada que me dio vida ando hurgando ideas para encontrar una salida, aunque tenga toda la bronca encima.
Sé que todos los parrohermanos del Boliche van a luchar hasta el final, que encontrarán recursos imaginables, hasta utópicos.
Pero no quiero simples mártires. No quiero muertes por una causa justa que se pierde. Si las hay, si hay lucha y riesgo, yo quiero color y victoria, yo quiero que al final haya curvas, un hermoso círculo de colores infinitos de donde hacer otro Zonagrís, el de los atrevidos, en donde no haya mediocres ni vencidos. Donde no haya serios pensadores del hastío, sino locos delirantes del querer.
No puedo seguir a los tumbos en este Boliche, reconcentrando la bronca. Tengo que perder la vanidad, tengo que fortalecer mis verdes ganas para servir en esta encrucijada.
Miro esos ojos que me miran, siento esos pensamientos que me piensan, sopeso todas las emociones y las mías y con la gran pena de todas las despedidas, esa porquería que precede a cualquier viaje, ese golpe bajo de la distancia, entiendo y digo que debo irme al país de las Utopías. Nuestro paraíso encontrado, el lugar donde los duendes no somos extraños sino la moneda común. Allí, donde se han perdido todas las locuras del mundo, en donde cada pensamiento es admitido, en donde nada es imposible.
Tendré que encontrarme con Augusto, el Duende Cafetero; con Eva, la Duende Humilde; con Julio, el Duende Cronopio; con Martin, el Duende Negro, con Enrique, el Duende Tanguero; con Arturo, el Duende Forjado y con tantos duendes que en este mundo son, más allá de la muerte.
En el país de las Utopías reencontraré el camino y con ellos, o por ellos, por todos quizás, la lucha en Zonagrís no será tan despareja.
Es largo el camino, porque lo que dejo es mucho.
Yo también volveré, parrocompañeros. Hagan su principio sin duendes ni brujos, ustedes son humanos, nuestro compendio y forma. No los abandono, bien lo saben, yo también estaré cuando sea preciso.
Hasta la victoria, siempre.

(22)
Se sentían solos. La falta del Viejo, la reciente e inesperada ida del Duende Matero, los había dejado vacíos de magias. Luciano cerca de Silvina, el Duende Mozo y sus cafés, el Gordo mirando el ir y venir incesante de la araña. Chicho jugando con un botón de su campera de jean, Yolanda esperando en cercanías de la ventana. El Negro, dibujando jugadores de fútbol en una servilleta. Silvio Rodríguez en los gastados bafles, cantando que siempre llega un enanito a reparar los sueños, pero ¿dónde estaba ahora?
Lito y el Gurí seguían recorriendo calles con su mensaje.
El aprendipoeta periodista había comprobado que, para desgracia de Zonagrís y su cagada personal, el equipo de Crónica ya estaba en viaje. Con Penélope y Lucía habían tomado un veloz desayuno y comenzaban a desandar desanimados, las calles rectas y agrisadas con rumbo al Boliche.
Los psicos caminaban y hablaban. El cansancio les disminuía los pasos pero no la lengua. Los ajedrecistas no hablaban y caminaban.
El Chino y su gente estaban instalados en la ruta, ansiosos, sabiendo que pasarían muchas horas, pero decididos.
El factor común era el silencio.
Zonagrís vivía sus habitualidades. En los comercios, la gente calculaba sus escasos pesos, en las calles administraban su desesperanza. Apenas si el rumor andaba de puntillas por los oídos. Pero era demasiado raro, demasiado poco creíble para ese nuncapasanada cotidiano.
El Secretario de Gobierno y Hacienda se había quedado rumiando su desconcierto y, por las dudas, no fuese cosa que se puedan perder votos, llamó al intendente. Lo encontró durmiendo y obtuvo una buena cantidad de puteadas, de su parte.
El Comisario estaba chinchudo. No se había creído nada, pero nada. Para despejarse, sacó a pasear al perro.
Para el Boliche y sus parrohabitantes, la vida estaba suspendida en el reloj. No sabían por qué, pero tenían la certeza de que algo iba a suceder de un momento a otro.
El Gordo pensaba que las desapariciones se multiplicarían y afirmaba que a la tarde no quedarían sino ellos, como únicos habitantes de Zonagrís. Ellos y todos aquellos bienaventurados que no tuviesen televisor.
Luciano no compartía esa idea. Entendía que si los aparatos querían el control de las mentes, no se conformarían con llevarse a la gente.
Silvina fue más clara. Aseveraba que los televisores eran un medio, que no era cosa de ellos, que el problema eran los personajes, ellos querían Zonagrís y el mundo. El Duende Mozo pensaba más o menos lo mismo pero, más viejo, quería saber quién estaba detrás de los personajes.
Los psicobolches, ignorantes de todas estas meditaciones, hablaban de una gran conjura internacional, de una maniobra sin precedentes desde los explotadores hacia los explotados.
Los ajedrecistas pensaban que Zonagrís estaba en jaque, y el Negro estimaba que no hay mejor defensa que un buen ataque.
Todos tenían su parte de razón.
El mediodía llegó con parsimonia, juntando sueño y hambre.
El aprendipoeta periodista venía cambiando monosílabos con las dos mujeres. Lito y el Gurí sacaban cuentas y veían que ya les faltaban pocas calles para terminar de recorrer toda la ciudad.
El silencio hizo su entrada imperiosa en la escena.
El grito de Willie fue el alerta rojo:
Al fondo de la Avenida de las Palmeras, un estruendo sacudió los grises. Un gigantesco robot se recortó en el horizonte.
-¡Transformers!- gritó Willie.
Los cinco psicos se detuvieron horrorizados. Hacia el Parque, Lito y el Gurí descubrieron a Rambo y He-Man. Por ese lado venía el pasado. Por el ferrocarril, apenas tres cuadras mas atrás de donde venía el aprendipoeta periodista junto a Penélope y Lucía, el Increíble Hulk y el Hombre Araña iniciaban su marcha.
En el Boliche habían descubierto que un manto de agua de 15 centímetros de altura estaba cubriendo a la ciudad.
-Son las lágrimas acumuladas de todas las telenovelas- dijo el Duende Mozo.
Del gris cielo caían electrodomésticos y las nubes eran redondos culos femeninos.
Zonagrís quedó desierta. Los que andaban por las calles se guarecían en casas y negocios.
El vetusto R12 de Lito volaba por el asfalto en busca del refugio del Boliche. Los psicos corrían como nunca habían soñado hacerlo. Los ajedrecistas huían sin reparo y el aprendipoeta había iniciado su loca carrera tomado de las manos de las mujeres.
En el Boliche todo era zozobra, suponían que estarían a resguardo allí, pero no estaban seguros.
Lito y el Gurí, que habían alzado en el camino a los psicobolches que iban apilados en el asiento trasero, entraron desesperados al Boliche. Los ajedrecistas se habían escondido a mitad de camino, en la oficina telefónica.
El aprendipoeta sentía las pisadas del Increíble Hulk y veía volar las telarañas del Hombre Araña a sus espaldas. Redobló su velocidad llevando en vilo a Lucía. Penélope venía dos pasos más atrás.
A media cuadra del Boliche, Penélope tropezó y cayó al suelo.
Era la noche gris del mediodía.
Era la coyuntura de la esperanza y el miedo.
Era la otra historia de Zonagrís.
Era la retirada de los sueños.






SEGUNDA PARTE- SABADO

(23)
Te veo correr, Penélope, tu bolso al viento, tu pelo que es el último en dejar atrás el miedo. Te veo correr detrás de mí y no puedo hacer nada para acelerar tu paso. Más rápido, linda. Exigí tus piernas, volá si es preciso. Mirá, el Boliche está cerca. Es una cuadra, no mirés para atrás, no hagás eso, perdés tiempo. Mirá al frente, Mirá cuántas cosas conocidas pasan por sobre tu hombro, hacé de cuenta que es el Boliche el que corre hacia vos. Ya hicimos 20 metros más. No te entregués, Penélope, acelerá que llegamos, mirá que falta poco.
Tenemos que cruzar la última calle, Penélope, y después son 40 metros. Ya sé que están más cerca, pero no pensés en eso, por favor, corré, volá. No pensés en el cansancio, seguí Penélope, no aflojés. Una pierna por detrás de la otra y la otra, dale que llegamos.
¡No, Penélope, no! ¡No te caigas ahora, levantate Penélope, fuerza preciosa! ¡Dejá el bolso! ¡Dejalo! ¡Penélope! ¡Penélope!
Luciano los mete de un tirón sin contemplaciones. Lucía y el aprendipoeta periodista están blancos. No quieren entrar, los mandan a unas sillas en medio de toda la agitación. Luciano siente que el mundo se detiene, que esa ventana es la pantalla del horror. El Increíble Hulk da un grito de triunfo, el Hombre Araña se descuelga de los edificios. Se detienen. El arácnido toma a Penélope como si fuese una bolsa vacía. Todo ocurre a 40 metros del Boliche. El Duende Mozo lucha para impedir que el aprendipoeta periodista salga a la calle con Lucía y Yolanda, los psicos ayudan a controlarlos.
El Increíble Hulk le arranca la ropa a Penélope. El cuerpo desnudo se debate, lucha. Los gritos taladran los grises que se hacen rojos.
El Hombre Araña es el primero en violarla, el monstruo verde lo sigue luego. Repiten la acción dos veces más. Se detienen, ríen, suben sus pantalones o lo que sea que usen.
El de la máscara sin boca la toma en los brazos, el monstruo verde de las piernas. La sacuden de un lado al otro, el cuerpo laxo se bambolea. Penélope está desmayada. La arrojan lejos. El cuerpo rebota contra el suelo. Juegan y vuelven a hacer lo mismo, tres, cuatro veces. Las risas le aprietan el sol al Boliche que parece comprimirse. La sangre de Penélope salpica el asfalto. El Hombre Araña la envuelve en sus telas y la arroja más lejos aún. En el lugar donde cae el cuerpo se alza un torbellino de colores. Los súper héroes retroceden. Hay una explosión de sonidos. El tiempo queda detenido. El cuerpo de Penélope no está. Apenas un pañuelo blanco flota a la deriva. Los monstruos se miran, retroceden unos pasos, luego corren hacia el lugar de donde vinieron, hacia el fondo de la Avenida del Nombre Conocido, a la estación del ferrocarril. Los parroazorados los pierden de vista. Tienen una tristeza infinita, ganas de unirse en un interminable llanto colectivo. Vuelve a correr el agua, que se lleva al pañuelo. Del cielo de culos grises siguen lloviendo electrodomésticos, chocolates, máquinas de afeitar, gaseosas.
¿Qué hago con estas lágrimas, Penélope? ¿Qué hago con la visión que tengo de vos, siempre en la misma mesa, siempre en la misma espera?
¿Cuántos años hace, Penélope? ¿Cuántos años esperando? Te veo recomponiendo el maquillaje, la mirada perdida en esa ventana, mirando hacia el sur. Por allí se fue un día tu amor, ese que te mintió, que te traicionó, pero al que perdonaste siempre, al que esperaste sin desesperar.
Veo tus ojos, Penélope, tus ojos verdes y tristes. Esos ojos grandes que miraban sin ganas, esos que se emocionaban por cualquier detalle, que leían ávidos nuestras torpes poesías. Tu voz que nos alentaba. Tu reto por algún lance que alguna vez intentamos. Tus ojos que aceptaban, de vez en cuando, a alguien, por el simple capricho azaroso de tu corazón desolado. Alguien con quien fabricar una noche que se pareciera al amor, entregada en una cama cualquiera, con tu alma volando lejos, siempre al sur.
¿Qué harán sin vos Lucía y Yolanda? ¿Qué harán esa mesa y esa silla, cuando todo esto termine y no te encuentre esperando?
Y qué hará, linda Penélope, el que va a volver, que seguro que lo hará, cuando le contemos de tu eternoamor de la siemprespera. De tu muerte. No, eso es mentira, tu muerte no es real. No está tu cuerpo Penélope, que es lo único que muere, y si no está, vos seguís viva.
Pero, ¿cómo borrar esas últimas imágenes? ¿Cómo olvidar tu cuerpo maltratado, violado, sangrado, torturado?
¿Qué haremos con tu bolso de piel marrón? ¿Qué hacemos con las lágrimas, Penélope? Mujer de la siemprespera, mujer de la siempre historia del abandono, víctima de un absurdo tropiezo de tus tacos altos, de la lentitud, de la fatalidad, o de qué sé yo.
No podemos seguir fingiendo, Penélope. No sirven los mártires, hay seres humanos, como vos. Importan las muertes y duelen, duelen mucho. Nos apedrea el rostro, nos contrae las manos, en la rabia, y qué hacer, mierda, qué carajo hacer cuando putear no sirve, cuando inmolarse es joder a los demás, cuando todo es impotencia, ¿qué carajo se puede hacer, Penélope, cuando hasta las palabras se cansan y salen a llorar con las ideas?
¿Qué hacemos con estas lágrimas, Penélope?

(24)
El Comisario estaba paseando a su perro, un vivaz cachorro de manto negro al que, en un rapto de humor poco habitual en él, había bautizado Agente. Caminaba con su típico porte orgulloso, haciendo tiempo hasta que la comida estuviese lista, sin recordar el incidente con Luciano y compañía. Y no lo recordó cuando sintió el aullido de Agente y el estremecimiento del cielo. No comprendió de dónde salía el agua que le mojaba sus negros zapatos, recién embetunados por el preso de siempre y menos aún cuando del cielo comenzaron a caer electrodomésticos.
El perro se escapó a toda carrera con rumbo a la Comisaría. El Comisario se quedó clavado en su sitio, tratando de poner en orden sus ideas y comprender lo que sucedía. Por las dudas, echó mano a su pistola reglamentaria, a la que nunca abandonaba.
A una cuadra divisó una extraña figura. Buscó centrar la vista por entre las depiladoras, afeitadoras y tostadoras que le llovían en derredor, avanzó chapoteando en el agua que se retiró tan veloz como había llegado. Sus neuronas casi se declaran en huelga cuando vio que la figura que lo enfrentaba era la de Rambo, ¡su ídolo!
Rápidamente comprendió que no podría pedirle un autógrafo. El individuo avanzaba amenazante, con la ametralladora que colgaba de sus espaldas y un cuchillo de combate en la mano derecha, el gesto de Rambo era fiero, inexpresivamente fiero.
El Comisario alzó la pistola y gritó. “No se mueva.” Rambo ignoró la orden. No estaba en sus intenciones detenerse y menos si se lo decían en un idioma que no fuera el inglés.
El Comisario disparó, primero a los pies. Al ver que Rambo seguía avanzando, levantó los disparos. Las balas atravesaban el cuerpo del fanático comando, que no se detuvo.
El Comisario sintió miedo, pero no retrocedió. Aguantó a pie firme, disparando, hasta agotar el cargador. Recurrió al consuelo de creer que estaba soñando.
El cuchillazo que le entró a la altura de la tercera intercostal izquierda le hizo comprender que eso no era un sueño. Otro puntazo, y otro. Y el suelo que se le venía encima y la sangre que le mojaba la ropa y el dolor de morir.
-¿Por qué a mi?- alcanzó a gritar.
Rambo no dijo ni una palabra.
El Comisario sintió llegar a la muerte y se lamentó de no tener las botas puestas.
Zonagrís parecía más gris. Más desierta. Los personajes televisivos aparecían en un lado o en otro, mataban o violaban, golpeaban y reían, desaparecían y volvían a aparecer. La gente huía despavorida. Los monstruos no respetaban clases ni edades. Muchos comenzaron a comprender las causas y trataban de apagar o desconectar los televisores de donde salían los invasores. Nada lograban, apenas que el aparato los chupara o los electrocutara. Algunos conseguían romperlo, pero eran los menos.
Las casas caían como castillitos de naipes. Un transformer arrasaba con lo que se pusiera a su paso y los monstruos ganaban en tamaño de acuerdo al televisor del que salieran. Algunos tenían colores más firmes, otros mas difusos, pero todos eran destructores. Seguían lloviendo cosas del cielo que se redondeaba en culos y el humo de tantas publicidades de cigarrillos enrarecía la atmósfera.
Había quienes recordaban el mensaje que habían escuchado de los altoparlantes del viejo R12, pero nadie se animaba a salir para llegar al Boliche. Los teléfonos no andaban y nadie se animaba a prender la radio.
Todo era terror. Las mujeres querían explicaciones. Los varones querían ayuda, los chicos lloraban, los animales se escondían debajo de las camas. Los monstruos estaban destruyendo la armónica tediosidad de Zonagrís. Era el desastre.
Los electrodomésticos golpeaban como bombas sobre los techos de chapa. El agua de las lágrimas se metía en las casas, el humo de los cigarrillos asfixiaba a los asmáticos y desesperaba a los no fumadores.
Nadie entendía nada, salvo que estaban en peligro, aunque por el momento importaba mucho más la salvación individual.
El gris tornaba al negro y Zonagrís parecía apretarse, comprimirse, a punto de implosionar su muerte. La falta de luz acentuaba la angustia, nunca había habido tanta oscuridad a la una de la tarde, ni aún el día del famoso ciclón, el 1º de enero de 1974.
Sólo una luz rasgaba las tinieblas, sólo una luz se le animaba al miedo. Una luz que crecía, una luz brillante y pura, tan insólita como el entorno.
El Boliche lloraba su primera muerte, pero brillaba sin medrar.
Porque es preferible encender una vela que maldecir la oscuridad.

(25)
El Secretario de Gobierno y Hacienda vio por la ventana de la esquina del primer piso de la Municipalidad, el agua que cubría la ciudad y los electrodomésticos que empezaban a caer. Alcanzó a divisar al transformer y ya no esperó más. Bajó a toda velocidad a su despacho e intentó llamar por teléfono al intendente. No había tono. Se detuvo un momento, perplejo, y luego reaccionó con rapidez, cosa extraña en él. Volvió al primer piso subiendo los escalones de a dos y se fue al aparato de radio. Por suerte, sabía manejarlo. Lanzó el pedido de socorro a quien lo oyera. Aunque no sabía explicar lo que sucedía. No obtuvo respuestas, pero siguió en su tarea. Escuchó disparos, gritos y el suelo que se movía. Echó llave a la puerta y se quedó repitiendo el mensaje de auxilio, encerrado en el cuarto.
El brillo del Boliche era la única guía que se podía ver en Zonagrís. Pero nadie andaba por la calle en esos momentos, nadie de Zonagrís, claro. Los escapados de la TV daban vueltas por toda la ciudad, buscando gente.
Adentro, todo era tristeza. Nadie podía consolar a Yolanda y a Lucía, que lloraban con las cabezas entre sus brazos, arriba de la eterna mesa de la nueva ausencia. El aprendipoeta periodista se había abandonado en un rincón, sus ojos colorados, haciendo esfuerzos por no llorar él también.
Silvina y Luciano parecían distantes entre ellos, reconcentrados en sus pensamientos y sus dudas. Los cigarrillos encendían sus lucecitas largas, pitadas de rabia, búsqueda de explicaciones que la razón no daba.
El Duende Mozo se mesaba el pelo y hablaba en voz muy baja con el Gordo, quien también parecía a punto de llorar. Los psicos estaban silenciosos, con cierto miedo en sus miradas. Chicho tamborileaba sus dedos en la barra, a sus preocupaciones se sumaba la de saber qué estaría pasando con su mujer. Lito y el Gurí caminaban nerviosos, de uno a otro lado del Boliche, mientras que el aprendipoeta difuso se negaba a salir de la chimenea.
Nadie sabía dónde estaban los ajedrecistas. El Negro preguntaba a cada rato si alguien los había visto. Se sentían desconcertados, tristes, asustados. Lo que le había ocurrido a Penélope les enseñaba la gravedad del asunto y sentían como un agujero las ausencias del Viejo y el Duende Matero.
-¡La puta madre!- gritó el Negro, señalando a la ventana.
El brillo del Boliche formaba un semicírculo que iba hasta unos 10 metros de la entrada. En la gris negrura se entreveían las figuras de Rambo, He- Man, dos transformers, un par de ex Gran Hermano y el Gordo juraba que, más en las sombras, estaba la mismísima Mirtha Legrand. Daban vueltas como queriendo vencer el cerco que les imponía la luz. Un ruido de motor sobresaltó a todos. Una imponente 4x4, manejada por Batman, rebotó contra la luz que pareció titilar con el impacto. En el parabrisas del vehículo se veía un cartelito: “Estamos con el campo”.
Todos rodeaban la ventana.
Luciano hizo punta y todos se armaron con sillas, banquetas, puff, lo que encontraban a mano. El Gordo cargó con pocillos y el Duende Mozo llenó un balde con agua caliente de la express. Tenían miedo, pero estaban dispuestos a defenderse. Luciano abrió la puerta y se paró desafiante, cruzando su mirada con los que estaban en las sombras. Uno de los psicos arrancó, desafinando, con “Todavía Cantamos”. La vieja canción de Víctor Heredia se trepó al coro de desafinados y atrevidos y la música pareció agrandar la luz y el brillo del Boliche. Los sitiadores se vieron obligados a retroceder. Una sensación de triunfo dominó el ambiente. Pero los monstruos se sentaron en la vereda de enfrente. Estaban dispuestos a esperar y nada podía asegurar que esa luz fuese eterna. ¿La voluntad es eterna?
Luciano reingresó. Le guiñó un ojo a Silvina que le apretó tiernamente el brazo. Un beso marcó el reencuentro.
Pero la euforia inicial, dio paso a la razón. ¿Cuánto podrían aguantar el sitio?
El Secretario encontró una pequeña radio, en el cajón de los operadores del equipo. Venciendo sus temores, la encendió.
La publicidad precedió a una cumbia y esta, a las noticias de las 13.30.
“Télam (Zonagrís) Ultimo momento. El gobierno de la Nación ha declarado en emergencia y zona de desastre a la localidad bonaerense de Zonagrís, situada a 357 kilómetros de la Capital Federal. De acuerdo a las versiones, la ciudad estaría sufriendo una extraña invasión que oficialmente no ha sido explicada. Según lo aseguraron fuentes oficiales, se están tomando las previsiones del caso y se encuentra cortado el tránsito vehicular hasta el lugar. Unidades especiales de la Policía Federal se estarían dirigiendo hasta el lugar. Las comunicaciones de todo tipo con Zonagrís están interrumpidas, aunque hace unos momentos se habría recibido la comunicación de un radioaficionado pidiendo auxilio, este radio aficionado sería un funcionario municipal que estaría transmitiendo desde el propio edificio de la intendencia. Según las mismas fuentes consultadas, la situación se habría conocido anoche sin que se indicara cómo se supo de la misma, pero la gravedad se habría estimado en toda su magnitud a partir de las 12 horas del día de hoy. Ante el desastre, la oposición acusó al gobierno por no haberla previsto y dispuso un corte de rutas en todo el territorio de la Nación.
Seguiremos informando y trataremos de llegar con nuestros móviles al lugar de los hechos.”

(26)
Luciano daba vueltas y más vueltas en torno a la geografía del Boliche. Los parroñeros lo observaban. Algunos habían dejado sus eventuales armas, las usaban para sentarse o para jugar. Mientras caminaba, razonaba; mientras razonaba iba dando las pautas de la situación, con las acotaciones de todos.
Estaba claro, aguantar allí no sólo era suicida sino que se tornaba hasta cobarde. Habían dicho que harían todo lo posible por salvar a Zonagrís, para eso se habían organizado, entonces no podía ser que se entregaran a la pasividad. Cierto, nadie había pensado en muertes cuando todo comenzó, pero esa era la realidad, por más absurda que pareciera. Había que obrar en consecuencia.
Habían contado en un principio con la magia del Duende Matero y con el sentido organizativo y ejecutor del Viejo, pero era parte de la realidad el que no estuvieran y también en eso había que obrar en consecuencia.
Sabían que la luz del Boliche no permitía la entrada de los invasores. Entonces había que convertir al Boliche en centro de operaciones y ver la manera de salir a buscar con qué presentar batalla. Estos bichos no pueden ser indestructibles – afirmaba Luciano.
Era claro que nadie sabía la forma de atacarlos, aunque percibían que la música había sido una ayuda. Pero eran pocas cosas.
Era preciso saber qué pasaba fuera de Zonagrís. Si el resto del país estaba enterado. En ese afuera tendrían que haber otros modos para resolver aquello.
Era imperioso buscar soluciones, no esperar que vinieran, sino encontrarlas.
Cualquiera que, fuera de la situación, hubiese escuchado hablar así a Luciano, cualquiera que lo conociese de la oficina, no lo habría reconocido, por más que llevara la misma ropa.
Era otra persona. Por momentos avasallante, contagiando fuerzas a todo el Boliche que lo escuchaba con respeto. Silvina sentía orgullo, orgullo de amar, ese que siente cuando el otro se parece a nuestro ideal sin forzarse, siendo como es.
Luciano arribó a tres conclusiones: Había que intentar salir de Zonagrís, había que movilizarse dentro de la ciudad buscando más fuerzas y había que saber qué se sabía afuera. El Gordo acotó que también era necesario saber qué pasaba con los ajedrecistas, si estaban bien, adónde, o si les había pasado algo. También, qué sucedía con el Chino y su gente. En poco menos de una hora, si habían sacado bien las cuentas, los tipos del noticiero tendrían que estar llegando.
Pero ¿cómo salir de Zonagrís si no sabían como abandonar el Boliche?
El R12 de Lito estaba dentro de la luz, hasta allí podían llegar.
- ¿Funciona bien el equipo de música?- preguntó el Duende Mozo- ¿qué tiene, pasacasete?
Quedaron cortados con la pregunta. Lito dijo que si, que claro que tenía un pasacasete, si el pobre R12 andaba por los 30 años, que qué otra cosa iba a tener. El Duende Mozo se metió tras la barra. Hurgó y buscó. Salió con una caja cubierta de polvo de años. La abrió. Dentro de ella había muchos casetes, eligió uno de Serrat y otro de Pablo Milanés. Lo seguían mirando como si estuviera loco.
- No cuesta nada probar. Cuando cantamos, la luz se agrandó, a lo mejor si se intenta salir en el auto con la música a todo volumen, los bichos estos no pueden hacer nada.
Un aplauso saludó la idea. Pero, ¿quién se animaba? Lito dijo que él prestaba el auto, cuídenmelo bien, hermanitos, que es una reliquia, pero que estaba demasiado nervioso como para intentarlo. Se descartaron a los que no sabían manejar, se analizaron las variables posibles hasta que el Negro apagó su cigarrillo y, parándose lentamente, dijo:
- Voy yo.
Luciano pensaba que alguien debería acompañarlo y se ofreció, pero Willie intervino – por una vez con tino- opinando que el riesgo era grande y no convenía perder gente. Era preferible que fuera el Negro solo.
Los saludos fueron largos. Abrazos y deseos de suerte. Esa incertidumbre de ignorar el retorno.
Lo acompañaron hasta la puerta. Los monstruos se movieron inquietos. El Negro se subió al auto y recibió el último apretón de manos de Luciano y el Duende Mozo. Encendió el motor. Puso el casete. La vida no vale nada si no es para perecer, porque otros puedan tener lo que uno disfruta y ama, cantaba Milanés.
El R12 comenzó a moverse. Se palpaba el nerviosismo, se veía. El Negro parecía tranquilo. La trompa se asomó a la negrura y los invasores se movieron hacia el coche.
Por un instante casi le gritan al Negro que vuelva, que la cosa no iba a funcionar. Cuando el R12 abandonó la luz un ex Gran Hermano y He-Man se lanzaron hacia él. Fueron apenas un par de segundos, eternos, la voz de Milanés se hizo más clara y potente. Una tenue luz cubrió al vehículo. Los monstruos retrocedieron. Un grito de triunfo partió del Boliche y el ¡vamos, carajo! del Negro, sacudió la oscuridad. La luz se hizo intensa y el auto partió, cobrando velocidad por la Avenida del Nombre Conocido.
La 4x4 manejada por Batman partió por detrás, mientras el mismísimo Superman iniciaba su vuelo sobre el R12. Pero la luz era intensa y no podrían hacer nada.
Luciano saludó por última vez al Negro antes de que doblara hacia la ruta, levantando en su mano izquierda la V de la victoria. Antes de reingresar les dedicó a los monstruos que continuaban el sitio un corte de mangas y una puteada flor y flor.
La luz había ganado unos centímetros.

(27)
El Negro procuraba mantenerse calmo. Con la vista concentrada en el frente intentaba ignorar al vehículo oscuro que lo perseguía y a Superman que lo sobrevolaba. Trataba de trasladar la imagen al fútbol, fiel a su sentir irrenunciable. Quería verse como un frío centrodelantero goleador, encarando al arquero, perseguido por dos zagueros crueles. Quería tener la frialdad necesaria para definir.
Todo era gris oscuridad. La ciudad parecía herida, solitaria como nunca. Con miedo. Ese miedo que suelen transmitir las cosas, que penetra, que hiede.
El R12 se desplazaba veloz, envuelto en la luz protectora, sonando fuerte en la voz de Milanés. La Avenida del Nombre Conocido pronto quedó atrás, dobló a la derecha, hacia la Avenida de las Palmeras, eran 16 cuadras en línea recta antes de llegar a la ruta y unos 4 kilómetros para llegar al lugar en donde estaba el Chino. Luego, a buscar ayuda en algún pueblo cercano.
El Negro pensaba, buscaba algún tipo de explicación lógica a todo lo que sucedía. Desde el viernes a las 10 de la noche en que había llegado al Boliche, hasta esa hora del sábado habían pasado tantas cosas que el tiempo se había distorsionado. Parecían años. El Negro recordaba la entrada de Luciano, el relato, su ida con el Viejo a Villa Rubí, lo que había contado Silvina, la entrevista con el Secretario de Gobierno y Hacienda, la ida del Viejo, el Duende Matero, la muerte de Penélope, la luz, los electrodomésticos, el agua, la música. Quería encontrar el hilo lógico que uniera a todos los hechos, pero no podía. Apenas si llegaba a reconocer que estaba envuelto en una trama loca, peligrosa, dramática y que su rol era estar manejando el R12 de Lito, buscando salir de Zonagrís para encontrar manos que se unieran a la aventura.
Por el espejo retrovisor vio que la 4x4 estaba algo más lejos, ahora. Una cuadra y media era la distancia. Miró al cielo y no divisó a Superman, lo buscó en la altura y no lo halló. Imaginó que estaría sobre el techo del auto, fuera de su visual.
Las últimas cuadras de la ciudad pasaron veloces. La oscuridad no parecía tan espesa a medida que se alejaba del centro. Dejó atrás el cuadrado urbano y se metió en la ruta. A ambos lados vio cerradas las puertas ventanas del Barrio de los Trabajadores. La 4x4 se había detenido más atrás, frente al monolito de los Fundadores. Por el espejo vio como iniciaba el retroceso. Seguía sin ver a Superman. Sospechó que quizás ya no lo siguiera.
Pablo Milanés cantaba más claro que se quedaba con todas esas cosas. El Negro descubrió que ya no caían cosas de las nubes con forma de culos, que ya parecían nubes más habituales y que al alejarse, parecía un día de gran tormenta, muy oscuro, pero no tan anormal como en el centro de Zonagrís.
Siguió con la misma velocidad, algo más aliviado. A unos 200 metros a la derecha, vio un grupo de gente. Disminuyó la marcha, bajó el vidrio del lado del acompañante y a los gritos se enteró que el Chino estaba como un kilómetro más adelante. En pocas palabras contó lo que había dejado atrás y dejó a los villarrubenses que siguieran con su guardia, entre tragos de vino, algunas risas y las miradas en el camino.
Pasó por otros dos puestos antes de llegar a la posición del Chino. Este corrió hasta el auto ni bien el Negro se detuvo. Cambiaron información. El Chino se quedó pensativo y reconcentrado. Escupió a un costado.
- Nos vamos a quedar un rato más – dijo.
- Me parece bien. Es preferible estar seguros. Pero cuídense, cualquier cosa que vean, canten – les dijo el Negro.
Se estrecharon las manos, hubo un “suerte” recíproco y el Negro recuperó velocidad y ensimismamiento. Daba la impresión de que todos los grises de las nubes se caían sobre el horizonte. Como una catarata.
Aceleró aún más el R12 y, unos 5 kilómetros adelante, encontró que eso no era una ilusión óptica. Las nubes realmente cerraban el camino. Disminuyó la marcha. Se detuvo unos pocos metros antes de esa cortina que le impedía pasar. Con lentitud fue arrimando el auto. Al llegar a la barrera se detuvo. El motor seguía funcionando pero el R12 no avanzaba. El Negro aceleraba, patinaban las ruedas pero no conseguía penetrar el vallado de grises. Le dio más volumen a la música imaginando que eso le serviría de algo. La luz en torno al coche se agrandó pero no avanzó ni un milímetro. Lo intentó por espacio de 15 minutos. Pero nada.
No se podía abandonar Zonagrís.
Retrocedió el auto y puso dirección de regreso.
Se sentía oprimido, desconcertado.
Tanto como el Chino y su gente cuando se enteraron. El Chino, aún así, prefirió seguir esperando.
- A lo mejor salir no se puede, pero capaz que entrar si – reflexionó.
El Negro puso el casete de Serrat y aceleró hacia la oscuridad.
Sentía miedo.
Ese miedo que da el encierro. Ese que hace fumar y fumar, ese que lo hacía repetir una y otra vez el pedido de auxilio.
El Secretario de Gobierno y Hacienda se sentía solo de toda soledad.

(28)
El regreso del Negro desconcertó al Boliche. Había algo que se escapaba a la mínima lógica de la situación. Algo que reiniciaba las dudas. El Negro pormenorizó su relato, alargó las pausas para acentuar los detalles y, como buen futbolero, manejó manos y cuerpo para explicar esa cortina que impedía el paso.
El Gordo quiso saber del Chino y su gente. El Negro informó que se iban a quedar a la espera, por las dudas.
El Secretario de Gobierno y Hacienda, en tanto, espaciaba sus pedidos de auxilio, los matizaba con profundas cavilaciones sobre la existencia. Estaba planteándose seriamente a qué conducían la política y las ambiciones de poder, si el mundo en cualquier momento escapaba a la lógica más estudiada, si podían explotar las estructuras más elaboradas; si tantos años de estudio de la realidad, tanto estudio gestual para comportarse frente al electorado, se iban al reverendo carajo en la primera de cambio.
Luciano escuchaba al Negro y se metía dentro de si. Pensaba en el boludísimo Cacique, salame pero querible, quizás porque le gustaría tenerlo en ese momento a su lado, pasarle la mano por el lomo y recibir el fiel y esperable lengüetazo.
El Boliche entero pensaba.
La luz titilaba un poco, pero daba la misma sensación de firmeza. Costaba adivinar a los sitiadores. El Duende Mozo preparó la enésima vuelta de café y le dio una larga pitada a su eterno cigarrillo. La lucecita de la brasa pareció acentuarle el cansancio de sus rasgos.
Luciano despejó las brumas que nublaban sus ojos, buscó a Silvina que le pareció más difusa, los grandesojos parecían más opacos.
Siguió en los meandros de sus pensamientos. La inefable voz del Duende Matero se le colaba por los resquicios de la conciencia, las decisiones del Viejo parecían sólidas y tangibles.
- No ganamos nada quedándonos acá- dijo en forma abrupta, dando un golpe sobre la barra y sobresaltando al resto – ya es hora de dejarnos de boludeces. ¡Hay que jugarse!
- Muy lindo, muy lindo – dijo socarronamente uno de los psicos – pero ¿cómo?
- Mirá viejo, la burla te la podés meter por el culo, pero el asunto es claro. Mientras nosotros nos guarecemos en esta especie de seguridad del Boliche, afuera sigue habiendo desastres. Hemos comprometido nuestra solidaridad y nuestra lucha pero acá adentro, no hacemos nada. De afuera no tenemos ayuda, pues entonces hagamos las cosas nosotros. No me pregunten qué es lo que hay que hacer pero yo, por lo menos, no me quedo en este lugar, por más seguridad que ofrezca.
La voz de Luciano vibraba. No parecía su tono oficinesco y abatido de hace unas horas. Había un algo en ella que contagiaba fuerzas, tanto que todos los parroquietos del Boliche parecieron salir de su desanimado letargo.
Silvina se arrimó a Luciano buscando la protección de su tenacidad. El Duende Mozo recuperó algo de su sonrisa. El Gordo abandonó su arañocontemplación y comenzó a limpiar lo inlimpliable. Los psicos cuchicheaban. Lucía y Yolanda abandonaron una lágrima de tristeza. Chicho golpeó rítmicamente la barra, incitando a la acción. El Gurí y Lito descubrieron su capacidad de emitir sonidos inarticulados, el Negro reaccionó y el aprendipoeta periodista fue lo habitualmente reflexivo.
- Pero ¿cómo y a qué vas – vamos – a salir, Luciano? – preguntó.
Por un instante devolvió al Boliche a su parálisis.
Luciano clavó sus ojos en el aprendipoeta, aseguró el contacto con Silvina y respondió:
- Yo salgo, no aguanto más. Supongo que habrá en el Boliche, un algo a pilas. Bueno, utilizaré el recurso de la música para protegerme, después veré qué hago afuera y si puedo solucionar algo, pero salgo.
El Gordo ya estaba en cuatro patas, detrás de la barra, apartando cajas y sacando un Geloso cubierto de polvillo. Lo sopló, haciendo toser a varios. Luego desarmó dos linternas y le trasladó las pilas. Buscó un casete de la caja que el Duende Mozo había exhumado. Lo probó. Funcionaba perfecto. Silvina dijo que ella también saldría, Luciano quiso disuadirla.
- Cuando la lucha es por el bien de todos, también hay que ser pareja. No quiero que me cuides, quiero que nos cuidemos- fue la terminante conclusión de la santafesina.
Chicho dijo que también iría y algunos más se sumaron a la iniciativa.
-No conviene que salgan todos- reflexionó el Duende Mozo – que lo hagan ellos 3 y que pauten el regreso para dentro de una hora, al menos de uno de ustedes. A partir de allí, sabremos qué hacer.
Quedaron de acuerdo. Con Serrat, Silvio Rodríguez y Viglietti en el bolsillo y León Gieco en el pasacasete, el trío salió a la incertidumbre de Zonagrís y su negro sábado.
El Secretario de Gobierno y Hacienda, también había decidido abandonar su encierro, tal vez envalentonado de miedo o quizás, acobardado de valentía.

(29)
La hora era indefinida, quizás entre las dos y las tres de la tarde, pero la oscuridad crecía y borraba los signos conocidos.
El Chino tenía el entrecejo más fruncido que de costumbre, su sapiencia de peligros, su sabiduría de riesgos, le estaban alertando, preocupándole el adentro. El pensamiento repasaba una y otra vez lo que le había pasado al Negro.
Para distraerse caminaba por los puestos que había diseminado en la ruta, a la espera de los del Noticiero. Parco como siempre, apenas si lanzaba un “¿cómo andan?”, casi sin esperar respuestas.
La gente de Villa Rubí no preguntaba de más, ni le hacía asco a la intemperie. Aunque apagadas, podían oírse las risotadas, los cuentos con mujeres y las mil explicaciones para la situación.
El Chino estaba en el puesto del medio cuando sintió el grito lejano. Uno de los suyos lanzó un “¡Chino!”, largo como una espera y elocuente como un discurso. El Chino escupió la brizna de pasto que tenía entre los dientes, clavó los ojos en la ruta y divisó un vehículo que venía.
Gritó un “¡prepárense!” que fue una orden de combate, que acabó con risas y cuentos, con suposiciones e imaginerías, y se lanzó a la carrera hacia el frente.
Llegó al puesto de avanzada cuando la combi se encontraba a unos 200 metros. Vio una inscripción al costado y a dos tipos sentados. Imaginó que no irían solos. El Chino y cuatro de los suyos se pararon en medio de la ruta. La combi frenó a 10 metros de ellos. Uno de los tipos, el que manejaba, asomó la cabeza para preguntar de mal modo:
- ¿Qué carajo quieren?
- Por acá no se puede pasar, este hombre – silabeó el Chino.
- ¿Y por qué? – insistió el otro en el mismo tono.
- Porque no – fue seco, el Chino.
En la cabina de la combi hubo un instante de deliberación, las cabezas se dirigieron hacia el fondo, era evidente que venía alguien más.
El acompañante asomó la cabeza con más diplomacia.
- Venimos en misión periodística, señor. Déjenos pasar, por favor.
El Chino contestó con un movimiento negativo de cabeza. A sus espaldas, el resto de su gente se iba parando en la ruta.
- Pero entiéndame, señor, vamos por una nota urgente. Mire, en este pueblo, ¿Zonagrís se llama, no? Bueno, en Zonagrís están pasando cosas extrañas, según parece.
- Sé muy bien lo que está pasando – contestó el Chino.
- Entonces, déjese de joder y déjenos pasar.
- No.
El chofer hizo rugir el motor de la combi. Por un momento midió sus posibilidades de pasar, pero vio que tras el Chino y los que estaban con él había mucha mas gente. No podría. Otra vez hubo un diálogo dentro del vehículo, el chofer sacudió la cabeza con desaliento.
- ¿Cuánto quiere por dejarnos pasar? – dijo el acompañante, mostrando algunos billetes.
- Por qué no te vas a la puta madre que te parió – fue la respuesta del Chino.
Esta vez la deliberación fue más nerviosa. El chofer detuvo el motor y se apoyó, desanimado sobre el volante. Hubo un movimiento y de la parte de atrás de la combi descendieron dos personas. La primera sonriente, con un micrófono, el que lo seguía llevaba una cámara.
El Chino reaccionó por puro instinto. Pegó un salto al costado y se metió entre los pastos de la banquina. El tipo del micrófono quedó estupefacto, de sonrisa congelada. El de la cámara la hizo funcionar.
Sonó un alarido.
Dos de los acompañantes del Chino fueron chupados en un santiamén por la lente de la filmadora. Los otros dos se debatieron un momento, puteando fieramente, pero también fueron absorbidos. El Chino se arrastró por la banquina unos metros y luego comenzó a correr, sin mirar atrás, hacia el segundo puesto, sin tener una idea clara de qué hacer.
El camarógrafo sintió que la cámara se escapaba de su control y se chupaba a su compañero. Los de la cabina estaban alelados. El chofer puso en marcha el vehículo e intentó maniobrarlo, pero la combi se puso en marcha hacia el puesto 2, con el camarógrafo colgado de una puerta, arrastrando las piernas por la ruta y la cámara, libre, a salvo.
Los del segundo puesto comenzaron a correr hacia la retaguardia. El Chino, sin aire casi, atinó a gritarles que aguantaran ahí.
Corriendo con desesperación, observando a la combi que venía en zigzag por la ruta, se acordó de lo que le había dicho el Negro. La combi se clavó en una banquina. Esto le dio tiempo a la gente del Chino a juntarse en el puesto de retaguardia.
La combi reanudó su marcha. El camarógrafo había desaparecido de escena, los rostros de la cabina eran la mueca del espanto.
- ¡Canten, carajo! – gritó el Chino.
Se miraron sin saber muy bien qué hacer, pero en seguida se unieron en lo único que todos sabían, empezaron a cantar “Los Muchachos Peronistas”.
La combi atropelló a los 5 primeros que estaban en la ruta, mientras la cámara se tragaba a otros. El Chino y los que quedaron siguieron con la marchita y esperaron a pie firme la embestida.
Pero el canto hizo su efecto. La combi empezó a detenerse. La cámara, girando desbocada, ya no chupaba gente, los mataba, empezando por el chofer y su acompañante. El gris pareció estallar en mil fragmentos.
El Chino, golpeado, quebrado en mil partes, pero vivo, desde el suelo gris asfalto, tuvo fuerzas para levantar la cabeza y ver que a su lado no quedaba nadie sano, quizás no quedaba nadie vivo.
Vio que la cámara estaba en el suelo, rota. Buscó su sevillana y se arrastró hasta ella, murmurando la marcha le asestó un puntazo, y otro, hasta que la partió en un estallido de colores.
- … todos unidos triunfaremos- musitó antes de que todo se le hiciera negro.

(30)

Luciano avanzaba seguro. Silvina apretaba su mano con más temor que fuerza, mientras Chicho miraba de un lado a otro con las manos profundamente perdidas en los bolsillos de su gastada campera de jean.
La negrura era insondable, caía como una dura carga sobre el trío. No había enemigos a la vista, aunque esperaban que aparecieran en cualquier momento. De vez en cuando, el agua mojaba los zapatos y zapatillas, pero se iba rápido y los culosnubes estaban en paz. No había amenaza de lluvias publicitarias en lo inmediato. Gieco cantaba agrandando la luz y Chicho se empeñaba en marcar el contrarritmo con el chasquido de su lengua. Caminaban en línea recta y opuesta a la estación del ferrocarril, con rumbo al Parque.
No hablaban, aunque tanto Silvina como Chicho querían saber hacia donde se dirigía Luciano. El mismo lo ignoraba, dejaba andar sus piernas sabiendo que era preferible el movimiento a la comodidad de cualquier sitio. No buscaba, trataba de encontrar.
De vez en cuando, se oía un lejano ruido, como de cosas cayendo, casas que se derrumbaban en realidad. Un fragor sacudía el negro en ondas angustiantes. Un grito, una carcajada cruel, otro grito, a veces de mujeres, a veces de hombres, también de chicos. Luciano se preguntaba qué quería aquella invasión, ¿destruirlos?, ¿por qué?, ¿dominarlos?, ¿para qué? ¿Qué importancia podría tener Zonagrís? ¿Por qué precisamente Zonagrís?
No asomaba siquiera una respuesta, aunque lo importante no era la dialéctica, eran momentos de acción, seguro que vendrían pensadores y críticos a analizar las causas, ellos, los zonagrises, debían dar la estructura de la historia.
Luciano dedicó una mirada a Silvina. ¿Adónde estaría el oscuro oficinista del viernes por la tarde? Por los ojos decididos pasó una corriente de ganas hacia los grandesojos asustados en un ida y vuelta sincero. Chicho adelantó un paso a la pareja, por esa discreción de los músicos, que siempre dan la nota para que otros hagan el amor.
Una campana de luz los protegía.
Sin problemas llegaron hasta el mástil central de Zonagrís. Como de costumbre, no había ninguna bandera. Luciano se detuvo por un instante. Silvina y Chicho lo miraron. La luz que los rodeaba pareció achicarse. Un ruido de pesados pasos sonó en la negritud. La luz se reducía. Estaban detenidos, expectantes, tensos. El pavimento se sacudía como por descargas de terror. Alguien o algo venía hacia ellos. Luciano trató de no agrandar el miedo, necesitaba pensar. Sintió como Silvina se apretaba contra él. Chicho hundía aún más sus manos en los bolsillos de la campera.
Luciano caminó, trotó, corrió, arrastró a los otros hacia otro lugar. El ruido se agrandaba. La oscuridad pesaba más. Gieco era inaudible, la música poco podía hacer. Luciano se sentía cercado.
Hicieron 50 metros y llegaron a la explanada que está entre las dos plazas céntricas de Zonagrís. Se detuvieron. Los ruidos eran parte de la geografía, aunque no podían ver qué o quién se les acercaba. Estaban exactamente debajo del monumento a San Martín, ese que está en todas las ciudades. Ecuestre, repetido.
La luz creció. El ruido disminuyó de golpe hasta hacerse inaudible. El trío estaba desconcertado, transpirado, con miedo.
- Menos mal que aun me respetan un poco – dijo la voz.
Ninguno de ellos había hablado, la voz venía de arriba.
Hacia allí se dirigieron los tres pares de ojos. San Martín se había bajado del caballo, sus piernas colgaban de la base donde estaban insertas las patas del animal de bronce. Los saludó con la mano alzada.
- Disculpen si no me bajo, pero soy de bronce, pesado y el suelo está lejos. Tengo miedo de romperme.
No pudieron articular palabra. Luciano juntó aire mientras se daba cuenta que en aquella zona parecía pleno día, como era la realidad horaria.
- ¡General! – exclamó - ¿se pliega a nuestra lucha?
- No, hijo – respondió la broncínea voz sanmartiniana desde la altura – ojalá fuera posible. Pero es hora de que ustedes sean lo que es necesario que sean, sino no serán nada.
- ¿Nos abandona? – preguntó Luciano.
- Habría que preguntarse quién abandonó a quién. Pero no quiero ponerme retórico. El asunto es otro. No quiero participar, en realidad. Son otras épocas, otras historias, otras necesidades. A lo mejor es que me he acostumbrado al bronce, a lo mejor que ya no es tiempo de espadas sino de ideas. Son muchas las causas.
- Pero nos ha salvado – insistió Luciano.
- Estoy bastante más allá de este asunto, pero igual me molestan las arbitrariedades, las invasiones. He mirado cada cosa que ha sucedido y les aseguró que he sentido mucha rabia. Ellos no me pueden tocar, además ¿para qué querrían un bronce? Por eso se alejaron, por acá la luz sigue llegando como siempre. El problema es para ustedes que están vivos y pueden percibir la oscuridad.
- ¿Pero qué tenemos que hacer? – se desesperó Silvina.
- En esto es cuestión de sentir- afirmó San Martín – bien vale el pensamiento. La organización, eso es perfecto. Pero es preciso que la decisión les salga de adentro, de lo más hondo.
Se irguió haciendo sonar el bronce de sus coyunturas, miró hacia los cuatro puntos cardinales dejando entrever una sonrisa.
- ¿Y ahora, qué? – preguntó Luciano.
San Martín no dijo nada. Se desperezó con lentitud, pasó la mano por el lomo de su caballo, se acomodó la chaqueta y volvió a montar. Miró al trío y les guiñó un ojo. Luego alzó su brazo derecho y apuntó al sur, como no era su costumbre.
- Ya he intervenido demasiado – dijo y se quedó duramente monumental, bronce como antes, inmóvil y serio.
El trío aprovechó la luz, juntó decisión y buscó el sur para encontrar alguna respuesta.

(31)
Zonagrís era negra. Negras las nubes culos que llovían cagaban sus electrodomésticos negros. Negro el día que había negado al sol. Negra el agua y sus reflejos. Negras las ganas de los que todavía tenían. Negros los pensamientos de los asustados mediocres, de los temerosos señorones, de los doctos nadas que pululaban en negro sus ideas. Negro el futuro de los duendes, de los brujos, de los grises. Zonagrís era negra por toda negrura. Negras sus aristas cuadriculadas, su presente, su ayer.
El Secretario de Gobierno y Hacienda se había animado a abandonar su claustro y deambulaba con temor por la desierta vastedad de la Municipalidad a oscuras. Intentaba en todos los teléfonos, golpeaba a todas las respuestas pero solo le respondía el silencio.
A él, como a los parrolocos del Boliche, como a todos los escondidos zonagrises, como al trío que buscaba el sur, como a los ajedrecistas guarecidos en la central telefónica, como a los recluidos en la negrura de Zonagrís, la voz les detuvo el tiempo.
Una voz neutra, híbrida, inhumada, pulida, tal vez agradable. Una voz que llenó todos los ámbitos sin respetar sorderas, que tapó todos los silencios, que desgarró los negros, porque cuando la voz habló, los culosnubes se abrieron un tanto, la oscuridad cedió unos pasos y una tenue, aunque gris claridad, cambió el aspecto de la ciudad. Una voz que llegó de todos los lugares.
“Ciudadanos zonagrises. La hora de vuestra liberación ha llegado. Nosotros queremos decir basta a vuestra vida sin sentido, vegetante. Nosotros, prisioneros que hemos sido de los televisores, hemos comprendido a tiempo que nuestra misión no estaba adentro, sino aquí afuera.
Porque mientras resolvíamos todos los problemas imaginables, encerrados en las dos dimensiones del aparato, aquí sucedían atrocidades sin nombre. Ustedes se entregaron a la rutina, a la simple conversación sin profundidad, a la apatía, al desgano. Nosotros, luchábamos sin cuartel contra todos los males del mundo, mientras dejábamos que los inescrupulosos de siempre ganaran terreno en esta noble comunidad.
¿Por qué han caído en esta degradación? Porque los magos, los brujos, los duendes, con sus corruptas ideas han socavado vuestra base voluntariosa de esfuerzo, la lucha necesaria contra los pecados que asolan la tierra, la decisión unánime de impedir esas tendencias perniciosas para cualquier sociedad que se precie de serlo.
Hemos debido recurrir a métodos violentos, porque no hay cambios serios sin una mínima dosis de violencia, Por eso debimos sacudir vuestras conciencias con métodos que no nos satisfacen íntimamente. Pero se trata de una guerra y en una guerra no importan los medios, sino los fines.
Nuestra intención es reestablecer el orden desaparecido en esta querida ciudad. Queremos que todos los zonagrises puedan gozar del confort, de la moral, del orden, de la seriedad y el trabajo. Por ello, nos constituiremos en gobierno provisorio de Zonagrís, hasta tanto se den las condiciones mínimas para que los seres humanos puedan volver a regir los destinos de la comunidad.
Para ello se establecerán pautas concretas de labor en las cuales, estarán todos incluidos. Quienes las acepten, estarán con nosotros y se verán beneficiados. Quienes no lo hagan, quienes duden, estarán del otro lado y sobre ellos caerá todo el rigor de nuestra fuerza.
Pero esto no es simple prepotencia. No pretendemos el amedrentamiento, no intentamos sojuzgarlos. Estamos aquí para vuestro bien, para darles la libertad que se merecen, no dañaremos a aquel que cumpla con las obligaciones y los derechos que pronto daremos a conocer.
A priori, solicitamos que no se dejen engañar por aquellos subvertidores del orden público que intentan soliviantar a la población en nuestra contra. Ustedes nos conocen bien y saben cómo actuamos, también conocen adónde quieren llegar esos individuos. No permitiremos que esos focos facciosos alteren la paz que debe reinar en la ciudad. Sobre ellos caerá todo el peso de nuestra justicia, ellos son los enemigos de Zonagrís y como tales serán tratados.
Ciudadanos de Zonagrís: les pedimos que reanuden sus tareas, que vuelvan sin temor a sus trabajos. Serán respetados y no tendrán problemas. En breve daremos a conocer las pautas básicas para reestablecer el equilibrio perdido.
Este proceso para la reconstrucción de la sociedad ha comenzado, nada ni nadie podrá detenerlo.”
La voz silenció su sonido. Un silencio oprimente dominó el espacio, de a poco todos comenzaron a salir de la inexplicable inmovilidad, cada uno asimiló esas palabras a su manera. En el Boliche, la respuesta fue una puteada conjunta.
El Secretario de Gobierno y Hacienda se sintió desplazado; los ajedrecistas, perdidos; el trío siguió buscando el sur.
Pero la mayoría de los zonagrises se fue animando de a poco a salir a la calle.
Como ovejas.

(32)
El Secretario de Gobierno y Hacienda observaba desde la gran ventana del salón del Concejo Deliberante, en el segundo piso de la Municipalidad, que le permitía una amplia visión de Zonagrís.
Mientras miraba, se preguntaba muchas cosas. Desde el por qué estaba ocupando ese cargo, preguntándose hasta dónde llegaba su vocación de servicio, dónde jugaba la ambición de poder, en qué lugar se mezclaban el ansia de figurar con sus ilusiones de ver una Zonagrís mejor.
Al fin y al cabo, él no era zonagrís. Había venido con su título de abogado desde La Plata a conquistar la ciudad, en donde tenía algunos parientes, sabiendo que el doctor antepuesto a su nombre, le abría unas cuantas puertas y lo acercaba a otras posibilidades. Su miedo había decrecido después de la proclama pero había cedido terreno a un sinnúmero de emociones. Bronca, impotencia, asombro, derrota. Mientras en su interior se jugaban varios partidos insospechados, en el afuera la geografía se trastrocaba rápidamente.
Habían pasado las cinco y media de la tarde de aquel sábado de marzo. Las nubes culos perdían su negrura y ganaban en grises. Ya no eran culos tampoco, sino simplemente nubes. El gris dejaba filtrar algunos rayos de sol que daban una iluminación tenue a la ciudad. El agua había desaparecido y no quedaban rastros de todo lo que había caído del cielo. El aire parecía aún poblado de humo, pero se iba diluyendo. Las calles estaban desiertas, el pavimento estaba roto en algunos lugares, resquebrajado, como si un peso enorme lo hubiera aplastado como a una cáscara de huevo.
En las plazas que tenía a la vista, un par de árboles estaban caídos, quebrados por el medio. Pinos añosos partidos como un escarbadientes. Entre ambas plazas, en la explanada donde estaba el monumento ecuestre a San Martín parecía haber más luz, aunque seguramente era una ilusión óptica. El Secretario de Gobierno y Hacienda advirtió algo extraño en el monumento, pero sin darse cuenta de qué se trataba.
A lo lejos, en la Zona Norte, parecía verse cierto movimiento y algunos agujeros en la rutinaria visión habitual. Casas destruidas, pensó. Los árboles con sus copas podadas, parecían colimbas alienados, dando más lugubrez al panorama.
La quietud era total. Ni pájaros ni perros ni gatos ni hombres andaban por la calle.
Creyó estar en un sueño. Salió de la ventana para tomar el teléfono más cercano. No tenía tono. Ni había más que estática en la radio que estaba en el despacho del secretario del Concejo. No había sueño o pesadilla que valiera.
El miedo amagaba ramalazos de retorno. Atisbos de decisión lo mantuvieron y volvió a la ventana desabrochándose la camisa y aflojándose la corbata. Casi con tranquilidad, puso una silla al revés y así se sentó, como un tranquilo jubilado de camiseta agujereada mirando los paseos del domingo. La quietud parecía que no iba a conmoverse. ¿Adónde estarían los gorriones?, se preguntó.
Algo lo sobresaltó, por unos instantes no pudo darse cuenta de lo que se trataba. Se paró y se apoyó mirando hacia la Avenida del Nombre Conocido, rumbo al ferrocarril. La posición era incómoda, de modo que se movió hacia una ventana más pequeña situada sobre ese sector de la Avenida y unos 5 metros a la izquierda de la más grande. No había aun demasiada claridad, el humo dificultaba la visión, pero pudo advertir movimiento unas 5 cuadras más arriba, como a dos del Boliche. Primero pensó en alguno de los monstruos sueltos, pero luego por el andar temeroso y empequeñecido, se dio cuenta de que eran seres humanos. Tres o cuatro sombras moviéndose. Mas tarde descubrió a más hombres y mujeres que salían de sus casas, mirando a todos lados, tratando de aparentar normalidad. Diez minutos después de esos pioneros, algunos automóviles circulaban por las calles y los comercios iban abriendo sus puertas.
Sintió mucha amargura. Comprendió que muchos habían acatado la proclama. Puro miedo, cobardes hijos de puta. La gris claridad seguía en aumento.
El Secretario de Gobierno y Hacienda se sentó dando espaldas a la calle. Se arremangó la camisa, se pasó una mano por el pelo y dirigió una vaga mirada hacia el cielo. Deseaba que no aflojaran todos. Esbozó una sonrisa. Los gorriones seguro que no se rendirían.
Sin los pájaros, Zonagrís no tendría alas.
Y tampoco sus invasores.

(33)
Nadie sabrá quién dio la orden, si es que la hubo.
La cosa es que ni bien la negrura fue cediendo, cuando la tenue grisclaridad se fue haciendo dueña de los medios tonos; cuando ya no hubo nubes culos, ni extraña agua ni electrodomésticos surgiendo de algún lado, después de la proclama que había enratecido a tantos zonagrises, hubo un lugar en donde las palabras tuvieron un efecto extraño, no crearon miedo, sino bronca; no tranquilizaron, irritaron.
En Villa Rubí no estaba el líder. El Chino había quedado tendido en una ruta, había cumplido con su promesa de lucha. En Villa Rubí faltaban 50 tipos, los que más se la aguantaban, los más decididos, gente de avería que nunca le había hecho asco al cuchillo, a una trompada, a todo el vino.
Pero en Villa Rubí nunca hubo lugar para medrosos. No importaba que faltaran los que iban al frente, no importaba que los adustos que empezaron a juntarse no pasaran los 15 años, en su mayoría, ni que hubiese muchas mujeres, ni que llevaran hasta los perros. El inconciente colectivo de Villa Rubí era más fuerte que cualquier ausencia, estaba por encima de cualquier amenaza.
Salían de sus casas como si el más grande general que hubiese existido les hubiese dado la más imperiosa orden. Las ropas remendadas y la limpia, la ropa nueva y la ropa sucia, las zapatillas, los zapatos y las alpargatas se fueron mezclando en un andar de pantalones y polleras, en un silencio que no precisaba de voces para saber adónde ir. Fueron saliendo los chicos, aprendices de barrilete sin cola, esos que mañana se colgarían de un gallinero para emplumar el hambre. Las chicas que venderían su sexo, que no sabrían hablar como féminas del medio pelo pero que serían hembras siempre, cuando la miseria apretara sus sueños. Los viejos cansados de duelos, desdentados de ganas, mugrientos de espera, raídos de esperanzas pero dignos. Los perros encostillados de cuero pulguiento, de mirada fiera, de fidelidad irreprochable.
Se fueron juntando en una esquina del barrio. Cien, doscientos, trescientos, qué importa cuántos. Se sumaron sin dividendos, se multiplicaron sin aritmética.
Los ojos, mirando duro y desde el costado, buscaron otros ojos, contaron otros ojos, pensaron en los ojos que faltaban, ojos decididos eran, ojos siempre serían.
Se miraron de ojos llenos las manos vacías. Cerraron los callos que no conocían de suavidades, se palparon la falta y tanta bronca y para no andar de manos vacías, alzaron piedras, algún palo, encollararon las hondas, revisaron cortaplumas y sevillanas. Éticos amorales, juntaron voluntad hasta la sangre.
Fueron uno y todos y salieron.
No iban a aceptar prepotencias ni dominios. No por los zonagrises mediocres, sino por ellos. Solidarios en desdichas iban a juntarse con su historia.
Salieron como un ejército pobre y descalzado, el paso lento porque de apuros nunca habían logrado nada. Levantando la arena de las calles vírgenes, silenciando, andando, yendo.
No sabían adónde, ni les interesaba. Con fatalidad, intuían que la lucha no estaba lejos.
Juntos, callados, en una amalgama prieta.
La vieja Tita y su malhumor añoso y un palo de higuera por arma. El Chato, pendejeando soledades desde siempre y su honda y su picardía. El flaco Fideo y sus incansables escupitajos. La Chancha López y su cuerpo conocido por mil hombres y su alma desconocida por todos. El Alpargata y su homosexualidad escondida. El Uruguayo y su eterno termo y su mate.
Y los demás y todos, iban.
Apenas los pies rozando, apenas unas narices que sorbían fríos y resfríos, una vieja tos, o el estallido de una escupida para romper la nada. Iban.
Cruzaron las vías, yendo.
Se metieron en los primeros segmentos del cuadriculado pueblo de la triste historia, yendo.
Miraron las calles, amedrentaron a los entregados, les pegaron, les gritaron, tal vez mataron, yendo.
Se fueron metiendo en el norte de Zonagrís, yendo.
Miraron sin envidias los chalets, las hermosas casas. Nunca habían sentido envidia de eso. Iban llegando.
Probaron puntería en vidrios y ventanales, en parabrisas y hasta en los anteojos de algún desprevenido, se iban acercando.
Y la tenue gris claridad se sacudió de pronto.
Sin pájaros ni poetas, profunda y subterránea.
Villa Rubí detuvo su marcha, bien adentro de la Zona Norte de Zonagrís.
Enfrente estaban ellos. Los monstruos, los odiados, los estúpidos héroes de la estúpida gente que pretendía vivir otra vida por una pantalla.
Se midieron sin concesiones.
Tampoco hizo falta entonces ninguna orden.
Avanzaron.

(34)
Hacia el sur, siguiendo una indicación. Hacia el sur iban Luciano, Silvina y Chicho, ora aprovechando la luz, ora por la fuerza de la decisión y la velocidad de las piernas.
Se guarecieron en la Gran Tienda cuando la voz y la proclama. Se embroncaron y desorientaron. Vieron la tenue gris claridad, masticaron rabia cuando los zonagrises comenzaron a salir a las calles aceptando los hechos consumados. Apagaron el Geloso, silenciaron a Gieco y caminaron. Miraban a todos lados, querían reconocer en aquella ciudad sumisa a la de antes, la cuadriculada abulia que preferían a esta cobarde. Pensaban, cada uno para sí, que no eran todos los que se doblegaban, pero temían que no fuese más que una expresión de deseos.
Siempre al sur.
Querían creer que parecían simples transeúntes. Pero los ojos, el paso, todo el conjunto los delataba. Como delataban las miradas de los míseros zonagrises que cruzaban, esas miradas que mezclaban un poco de respeto con la envidia y la acusación.
Comenzaron a sentirse acosados por las miradas.
Luciano trató de poner la mente en blanco, quería que su instinto lo guiara. Chicho estaba tan serio como Silvina. Los tres, temerosos del entorno.
Al fondo de la calle por la que marchaban, perpendicular a la Avenida del Nombre Conocido, en esa calle en donde los árboles en primavera hacen su techo de hojas, para contarse al oído las cosas que pasaron desde el otoño, se advirtió un movimiento. Luciano miró y descubrió a los zonagrises desapareciendo como lauchas en cualquier hueco. No necesitó pensar demasiado para comprender que algún súper héroe venía por ahí. Silvina ahogó un grito y Chicho no hizo nada para disimular su puteada.
Luciano agarró una mano de Silvina y echó a correr hacia la Biblioteca, que estaba a pocos pasos. Chicho sacó las manos de los bolsillos para seguirles el rumbo.
La Biblioteca. Un edificio sobrio, imponente en su gris, con ese frío silencioso que tienen todas las bibliotecas en su interior, por esa manía de bibliotecarios de creer que no hay nada mejor para leer que el silencio, como si las palabras no fueran sonido, como si tantos volúmenes encarcelados no hicieran un descomunal bochinche, aunque ellos no puedan percibirlo.
La gran puerta de hierro que daba entrada al hall estaba abierta. El busto de Rivadavia los miró socarrón, mientras que Moreno daba la impresión de pensar.
Luciano no sabía por qué se había metido allí, sin darse cuenta, quizás había percibido una ligerísima luz que emanaba del lugar.
Pero la puerta que daba entrada a la biblioteca misma estaba cerrada.
Forcejearon un instante y se miraron con desaliento. Chicho cerró la de la calle y apoyó sus espaldas en ella. Rivadavia parecía reírse.
Luciano reaccionó con la puteada más larga de su vida, recordando todas las fórmulas que conocía sin ahorrar palabras. El busto de Rivadavia se rompió en pedacitos. El de Moreno pareció guiñarles un ojo. Con el carajo final de Luciano, la puerta hizo un ruido metálico y se abrió. El trío no se permitió demasiados desconciertos, entro veloz y la cerró, aprovechando la llave que estaba colocada del lado de adentro.
- El habla popular siempre tiene las puertas abiertas- reflexionó sentencioso Chicho.
El frío del amplio salón los sorprendió un instante. Se apoyaron, para recuperar el aire, en la gran mesa de lectura que estaba en la entrada. Escucharon fuertes golpes en la puerta de la calle, la oyeron abrirse. Retrocedieron hacia el fondo de la biblioteca. El picaporte de la puerta de entrada se movió afirmativamente una y otra vez, primero lento y luego con violencia.
Luciano llevó a Silvina hacia el fondo de la sala, le hizo una seña a Chicho para que lo siguiera. Se separaron entre los anaqueles. Luciano abrazó a la santafesina. Chicho, con una tranquilidad que no había perdido, se acodó en un fichero y tomó un libro de un estante, al azar.
La puerta se sacudió con violencia, una, dos veces. Luego sonó un golpe, otro enseguida, la puerta tembló y con ella, el edificio entero.
Se hizo un pequeño silencio. Luciano hizo sonar el Geloso a todo lo que daba, que no era demasiado, con la voz de Viglietti. La puerta volvió a ser atacada. Chicho miraba el libro, Silvina había escondido sus grandesojos en un hombro de Luciano.
La puerta tembló y cayó con un fragor ensordecedor. Rocky y GI Joe entraron entre la nube de polvo y el ruido. Se detuvieron un instante, descubrieron al trío y, con una leve sonrisa, comenzaron a avanzar. Lo hacían de manera lenta, como en un video clip.
Luciano se soltó de Silvina y la protegió con su cuerpo. Viglietti hablaba de una patria chueca, Chicho medía a los héroes.
Se aproximaban paso sobre paso, las sonrisas pétreas, fieras. Chicho tuvo un impulso, él diría una zapada de ingenio, con muchísima bronca sacudió el libro contra el fichero, el ruido hizo que GI Joe abriera los ojos enormes.
- Leete el Martín Fierro, yanqui pelotudo – gritó Chicho y tiró el libro de plano.
La obra de Hernández voló por el frío silencioso de la Biblioteca y mientras cortaba el aire, parecía ir desgranando notas musicales. GI Joe quiso protegerse con sus manos, pero el libro se las cortó estallando en un arco iris de letras y palabras. Fue un fogonazo esplendente, un relámpago de color en el gris. GI Joe cayó fulminado, mientras las páginas del Martín Fierro lo deglutían, lo despedazaban, lo aniquilaban.
Rocky se detuvo espantado.
Luciano gritó un “¡vamos, carajo!” y se armó de libros. Chicho lanzó un fidedigno sapukay haciendo lo mismo. Rocky tuvo miedo, se le notaba. Cuando Luciano le sacudió con el Manual de Zonceras Argentinas de Arturo Jauretche y Rayuela, se cagó encima, con olor nauseabundo, repelente. Silvina se rió, con todas las ganas y su risa transformó el frío en un hermoso calor acariciante.
Rocky desapareció en un delirio de colores y sonidos, en una sinestesia de placer. En donde habían caído los invasores solo quedaron dos minúsculos muñequitos de plástico.
El trío se abrazó triunfal. Chicho usó los ficheros como redoblantes e improvisó un alocado candombe. Luciano y Silvina se besaron en éxtasis. De a poco recuperaron la calma, sin perder la sonrisa, tan agrandada de esperanza.
Chicho miró su reloj, tomó unos cuantos libros de los estantes, llenándose con ellos la campera, los pantalones, las manos.
-¡Voy al Boliche! – gritó a Luciano y Silvina, que habían retomado su beso.
Los dejó, enamorados, en la protección de los libros.

(35)
Como las ganas de ser, así avanzaron. Aquella masa multicolor y anónima que había partido de Villa Rubí en pos de si mismos y por todos. Sin saberlo, que no es necesario saber cuando se quiere.
Enfrente: Rambo, Hannibal Lecter, He-Man, un galán de telenovelas y Bernardo Neustadt, agrandaban sus imágenes, trepaban a la más remota altura, parecían torres invencibles, bebiéndose los grises, agrandando las sombras: Observaban fijamente a la masa que avanzaba, que no tenía miedo, ni temor a la muerte. Los monstruos de la tele se sentían invencibles, renovables, pero le dejaban un espacio al asombro y la incomprensión. ¿Qué sabían ellos de pueblos decididos?
Se midieron a escasos metros. Ni un zonagrís asomaba el hocico, ni siquiera se atrevían a mirar por las ventanas o por el más recóndito agujerito de sus cuevas. El piso de debajo de las camas daba una increíble seguridad.
Se tensaron las gomas y elásticos de las hondas, las piedras se tornaron ansiosas, los palos se alzaron, los párpados entrecerraron lágrimas para que la luz se dirigiera sin piedad al frente. Los perros mostraron sus amarillos dientes y más de 600 puños apretaron ganas para tirarlas ante quién fuere.
Rambo puso su mejor cara de tonto, blandiendo su ametralladora invicta, Hannibal rechinó sus dientes, el galán tomó un látigo sádico, He-Man exhibió sus dibujados músculos y Neustadt comenzó a hablar.
Todos los tiempos quedaron detenidos.
La primera piedra se hizo azul en el gris, hasta pegar inocua, en los músculos de He-Man.
Fue la orden de ataque.
La masa se movió, con desorden armonioso, desperdigadamente compacta.
Chocaron como dos ejércitos inmensos. Como dos meteoros. Y fue un terremoto, un cataclismo sin treguas, que sacudió cimientos, que hizo temblar lo firme, que trastrocó lo establecido.
Sin posibilidades, Villa Rubí atacó a la descubierta. Las máquinas de matar reaccionaron prestas, escupiendo fuego, salpicando odio, regando las calles de sangre pobre joven vieja, de sangre roja que pintaba para siempre los grises. Pero eran muchos y eran humanos. Como hormigas porfiadas se trepaban a los monstruos, los golpeaban con sus tristes armas, con su ser sin dobleces, con la vida que se iba, con la mismísima muerte.
Sin golpes ni heridas, los 5 invasores mataban pero retrocedían. Caían casas y árboles, los ratasgrises morían aplastados en sus escondrijos y sus aullidos reverberan en el silencio abismal.
Pero Villa Rubí avanzaba. Dejando jirones de esperanza en las púas de la muerte. Y obligaba al retroceso, por la simple prepotencia de su voluntad de vivir con dignidad.
Y caían, y morían.
El Chato quedó descolocado ante la muerte, derrotada pero enhiesta su honda. Y la Chancha López con el cuerpo destrozado, y el flaco Fideo con el gesto fiero.
El Uruguayo masticaba soledades y fracasos. Sintió rondar a la muerte en torno a su pobreza de siglos y buscó su dignidad. Se tomó un mate cuando Hannibal se le abalanzaba. Lo escupió con asco. Y el verde líquido le arrancó un grito al atacante, le quemó las nadas, le diluyó su inmutabilidad. El Uruguayo gritó fuerte y se puso a escupir, y el mate ensalivado le dolía a los monstruos. Pero el agua se acabó y los balazos de Rambo acabaron con la pobrevida del Uruguayo.
Y el ataque se detuvo.
Los monstruos se miraban radiantes. En su derredor quedaban cientos de cuerpos fulminados, manzanas enteras de Zonagrís destruidas. Un verdadero campo de batalla, con vencedores y vencidos, con muerte y desolación. Humeando grises. Rambo se puso a masticar un chicle, mientras Hannibal comía cadáveres. He-Man descubrió a Francisca, la hija de la Chancha López, una nena de 14 años que – parada ante la destrucción – juntaba sus harapos y sus miedos ante los 5 ganadores. Neustadt se rió con malicia. De un manotazo le arrancó los últimos vestigios de ropa y los dejó ahí. Rambo y el Galán sonrieron y se frotaron las manos, mientras entre todos armaban una inmensa cama con los cuerpos de los villarrubenses muertos.
La desnudez escuálida de la piba era una nota patética. Sus pequeñitos pechos, sus flacas piernas, su pelo revuelto y descuidado y su belleza sin maquillajes. Rambo la empujó hacia la cama improvisada, mientras el Galán y Hannibal la sostenían por brazos y piernas. El comando se bajó los pantalones. Fue un estallido de sonidos, quizás una catarata de luces.
Los cuerpos muertos incorporaron alas, les crecieron soles en las manos, se alzaron en vuelo, se tornaron pájaros. Dejaron en la muerte sus tristes pobrezas terrenas y fueron una sola fuerza, un torbellino de colores inenarrables envolviendo a los monstruos. Los dejaron sin defensas, los destrozaron sin lucha. Los hicieron simples muñequitos diminutos abandonados sobre el gris de la destrucción.
No quedaron rastros de los invasores, no quedaron muertos. Solo el humeante gris, las casas demolidas, las lauchas aplastadas.
Nada quedó cuando el remolino se fue, remontando hacia un cielo más azul. Ni Francisca, aprendiz de sufrimiento, que alada en su desnudez, se fue volando hacia un país de hadas y alegrías, como correspondía a sus 14 años.
Nadie pudo contar jamás las bajas. Pero hubo vencedores.
El Secretario de Gobierno y Hacienda sólo pudo advertir el fragor. Vio los cuerpos imponentes de los monstruos, advirtió el desastre y solo atinó a cerrar sus ojos.
Cuando los abrió, descubrió los colores en fuga, hacia otras nubes y se permitió una sonrisa franca. Y saludó al gorrión diminuto que alzó vuelo allá a lo lejos, en la Zona Norte destruida, y que él vio con los ojos de las ganas.
La transmisión de la radio entraba de a ratos. Zonagrís era mencionada al azar, como una curiosidad más.
Al país no le importaba.
Estaba absorto en un campeonato mundial de fronteras.

(36)
Chicho corrió sin demasiada prisa. En realidad, el Boliche no estaba tan lejos de la Biblioteca. Esta era el vértice de un triángulo casi equidistante entre el Boliche y el monumento a San Martín. Es que en Zonagrís nada queda demasiado lejos, aunque haya cosas lejanas.
Con los libros por armadura y arma, tenía la confianza necesaria para apreciar los sufrientes rostros de los transeúntes, la mirada herida de miedo de cada uno de ellos. Hasta se sintió más grande viendo la pequeñez de valores del resto. Se preguntó por su familia. Confiaba en su mujer. No saldría a la calle ni para humillarse, ni para arriesgarse.
Tuvo que detenerse un momento en la farmacia del Punto. Estaba a 3 cuadras del Boliche cuando percibió el fragor de la batalla de la Zona Norte. Vio, como todos, a los monstruos gigantes y estuvo tentado de irse hasta el lugar con sus libros. No sabía quién estaba luchando con los invasores. Por un momento pensó en sus compañeros del Boliche, también imaginó que el Viejo o el Duende Matero habrían regresado, o quizás era el Chino y su gente.
Se quedó mirando hasta que vio el torbellino de colores, el sacudirse de todos los grises. Se perdió parte de la visión, se dedicó a mirar las caras compungidas de los zonacagones, que se achicaban, chatos achucharrados, corvos diminutos. La imagen le dio un hermoso título para una futura composición: “Blues de los maricones”.
Cuando la calma volvió a los grises, reanudó su marcha. Pensaba si estarían todos los que habían quedado en el Boliche, ¿no serían ellos los de esa batalla?
Entró a la carrera.
El Boliche pareció aletargado. Casi todos dormitaban la espera. La entrada de Chicho los despertó como un timbrazo a las 4 de la mañana. El Duende Mozo fue el primero en reaccionar, casi mecánicamente preparó un café y lo puso, con sus vapores prometedores, en la barra. Chicho se lo mandó de un trago. Lo rodearon. Lucía, Yolanda, el aprendipoeta periodista, el Gordo trepado a la barra sin soltar su rejilla mugrienta, los psicobolches con sus ojos hinchados de pensamientos y sueño, el Negro, el Gurí, Lito y hasta el aprendipoeta difuso que se dignó a salir de la chimenea, para escuchar a Chicho.
El jazzómano relató lo sucedido en forma veloz. El encuentro con San Martín, la corrida al sur, la llegada a la Biblioteca, la lucha y la victoria sobre Rocky y GI Joe, lo que había visto desde la farmacia del Punto.
Sin mediar pausas, se puso a repartir libros. Los psicos protestaron porque, en el reparto, les había tocado uno de Vargas Llosa.
- Es un reaccionario – mascullaron, pero en seguida tuvieron que callarse. Las miradas son muy elocuentes.
El otro que se desubicó fue el aprendipoeta difuso. No quería el libro de Almafuerte sino uno de Neruda. Lo chistaron tanto que volvió a refugiarse en la chimenea.
El Boliche revivía. La tarde empezaba a diluirse hacia la nochecita. Los descubrimientos y la victoria apoyaban la alegría, aunque los recuerdos de la proclama, de la muerte de Penélope establecían un equilibrio.
- Tenemos muchas puntas en este ovillo- reflexionó el Duende Mozo – pero un montón de dudas. Por ejemplo: ¿qué habrá pasado con el Chino en la ruta? ¿Dónde están los ajedrecistas? ¿Cuándo volverán el Viejo y el Duende Matero?
- Ahá – se sumó el aprendipoeta periodista- también cabría preguntarse hasta que punto la música y los libros son armas contundentes. Es evidente que estos cosos están organizados y que nadie de afuera nos da pelota. Aparte no creo que estos libros nos alcancen.
- Tenemos la Biblioteca llena de felices ilusiones- marcó Chicho.
Continuaron cavilando hasta decidirse. Se dividirían en tres grupos de cuatro, pasarían primero por la Biblioteca, con el auto, a buscar libros y luego harían una recorrida por toda Zonagrís, buscando monstruos de la tele.
- ¿Y qué pasa con los traidores?- preguntó un psico.
- Que se maten- fue la respuesta del Gordo.
Este y el Duende Mozo se quedarían en el Boliche. No convenía abandonar el cuartel y ambos eran como los más dueños. Les dejaron cuatro libros por las dudas, y para que se entretuvieran, y formaron los grupos.
Por un lado el Negro, con uno de los psicobolches más Lucía y Lito. En otro irían otros dos psicos junto al aprendipoeta periodista y Yolanda y en el último los dos psicos restantes, con el Gurí y Chicho.
Al aprendipoeta difuso no hubo forma de sacarlo de la chimenea.
El grupo del Negro salió a buscar los libros. Eran las seis y cuarto de la tarde de aquel sábado de marzo. Antes de las siete y cuarto tenían que estar todos en la calle.
Todos comenzaron a orejear una flor de esperanza.

(37)
La victoria produce euforia, esa euforia indescriptible que se siente cuando algo sale bien. Esas ganas de saltar, de expresarse con todo lo de adentro, que libera, que rompe trabas e inhibiciones.
Luciano cerró los ojos y se echó a correr por los labios, la boca, la lengua de Silvina. La santafesina se dejó ir. Fue y vino y con los sentidos. El calor interior fue ganando el afuera, los cuerpos tuvieron la necesidad de contactarse achicando el espacio.
Luciano sintió que sus manos buscaban traslucir fuerzas, por ese instinto de posesión que genera el amor. Silvina dejó que las suyas buscaran los hombros de Luciano, atrayéndose.
Las manos comenzaron su canto eterno de recorrer formas, de sentir el todo. Por las bocas comenzaba la comunión, por las manos se reconocía la búsqueda. Luciano sintió el cuerpo tibio que lo reclamaba, apenas cubierto por la ropa. Las ansias de libertad pueden más que cualquier cárcel de género. Silvina descubrió en la angulosidad de Luciano un lugar de cobijo.
Y las manos, atrevidas, sin vergüenzas, comenzaron su tarea de desabotonar la pequeña distancia, con parsimonia, demorando morosas en cada movimiento y dejando a las yemas de los dedos reconocer cada centímetro de piel que se acercaba al amor.
Por un instante, las bocas se separaron para que se unieran los ojos dejando que el silencio se pertrechara con todo el deseo de las miradas. Se reubicaron con dulzura salvaje y la ropa fue cayendo, desmayada, con el mismo apuro de las hojas en otoño. Se fue haciendo montoncito arrugado, olvidado a trasmano.
Luciano y su boca bajaron a recorrer el color de los valles, el calor de las elevaciones. Silvina apretó sus párpados para que ninguna sensación se escapara. Luciano, de rodillas, levantó los ojos para apreciar la desnudez. Para llenarse de colores, para memorizar la magia de una mujer, para soñar bien despierto. Con suavidad la fue haciendo bajar hacia su altura. Silvina fue desmoronándose como una gota y las bocas volvieron a quererse y las manos a sentirse y Luciano dejó que su cuerpo cayera sobre el de ella.
Cara a cara, desde el suelo que alguna vez fue frío de la Biblioteca, volvieron a mirarse, vestidos de sonrisa. De ojoslibres por los cielos de la ternura.
Luciano entró con suavidad y la energía de saberse dos. Silvina sintió que el mundo se reiniciaba y todos los disgustos, las broncas, los miedos, se fueron sepultando lentos, entre sus piernas. Dualmente unos, separadamente unidos.
Y la poesía le dejó paso a la rítmica música de la vida plena. Las sutilezas se esfumaron en la exaltación de dos cuerpos entregados a amar sin retaceos, con la conciente inconciencia de que cada segundo puede ser el último y como tal hay que vivirlo. Fueron viniendo, vinieron y fueron, yendo, subiendo, andando, volando, viviendo el ir y venir, haciendo el amor por amor al amor.
Y la Biblioteca agradeció que se acordaran de su ser. Y los libros descolgaron hojas para hacer un blanco amarillento colchón de papeles y letras. Los libros jugaron a conocerse y aprenderse. La Náusea buscó algo más allá de la existencia, el Marqués de Sade protestó por la inmoralidad, pero Tomás Moro lo silenció en nombre de la realidad. Kafka descubrió caras en la gente y García Márquez sonrió mientras los cronopios de Cortázar danzaban con gusto una canción sin más música que la de los cuerpos.
No hubo hombres solos que esperaran ni rieran, ni hubo babélicas bibliotecas ni infinitas odiseas, nadie se fue como quien se desangra. No hubo calor en Comala, solo un eterno y efímero instante de amor consumado, unos segundos de luz para sentir sin medias tintas.
Aunque los caballeros escapados y los gauchos marginales hicieran guardia inviolable para esa mujer, aunque las princesas, las hadas, las musas y las hijas de los inmigrantes se agazaparan como tigresas en defensa de aquel hombre.
Fue un instante de amor para detener el absurdo.
Una escalada a la cima de la explosión, un color desgrisando nadas, una luz para soñar.
Luciano y Silvina.
Dos amores a mano y contramano. Más allá y por encima de cualquier historia.
Simplemente hombre y mujer.
Simplemente.

(38)
La voz agradable, neutra, impersonal, con un leve acento centroamericano, sonó en toda Zonagrís, llamando la atención de todos. A los entregados, a los rebeldes, a los indiferentes, a los indecisos. Sonó en algún altoparlante, en las radios prendidas. Apareció en el aire, de improviso y llegó a cada uno de los lugares, casi al mismo tiempo que millares de papeles azules, con letras negras, que repetían el mismo mensaje:
“Ciudadanos de Zonagrís: a continuación oirán nuestras pautas de trabajo. Pautas tendientes a lograr un saneamiento real y efectivo de la comunidad, que nos conducirá, aunados, a un verdadero destino de grandeza. El cumplimiento de estas disposiciones, facilitará la tarea de reconstrucción, a la que todos nos abocaremos sin descuidar un ejemplar castigo a todos aquellos subvertidores del orden, que pretenden corromper la moral por medio de la violencia, con el vil objetivo de instaurar en esta ciudad, un sistema impensable y cruel. Reiteramos por ello nuestro llamado a todos los zonagrises de espíritu amplio e inteligencia para que desoigan las voces de estos profetas del odio y que nieguen cualquier tipo de colaboración, ya que la misma será castigada con todo el rigor de nuestra fuerza y nuestra razón.
Estos son los puntos por los cuales se regirá el accionar de esta comunidad, hasta nuevo aviso:
1) Se destituyen a las actuales autoridades municipales y se determina la independencia de Zonagrís del resto de la República Argentina.
2) Se nombra un gobierno ejecutivo, de carácter transitorio y secreto.
3) Ningún ciudadano podrá abandonar Zonagrís hasta nuevo aviso.
4) De igual forma, nadie podrá ingresar a la ciudad sin nuestro consentimiento.
5) Se prohíbe la circulación de personas y vehículos, desde las 2 a las 7.30 horas.
6) No se permitirá la concentración de más de 3 personas en la calle.
7) Los locales nocturnos abrirán normalmente, salvo en los horarios de restricción.
8) Se clausura definitivamente el lugar conocido como el Boliche, por ser un foco de resistencia subversiva.
9) Es deber de todos los habitantes de la ciudad mirar televisión a partir de las 21 horas y hasta el cierre de las programaciones. Por tal motivo se resuelve que los comercios del género cedan aparatos a plazos y cuotas preferenciales a aquellos que los hayan perdido por la acción criminal de los pervertidores del orden público y a aquellos que, por simple desidia o desconocimiento de las leyes del confort, no lo tengan. La no tenencia de un televisor, será castigada severamente.
10) A partir de la próxima semana se iniciará el cobro de una tasa sobre los ingresos, tendiente a formar un fondo pro compra de televisores, para abastecer a todos los lugares de reunión públicos. Se descontará a todos los habitantes de Zonagrís, a excepción de aquellos que tengan dos o más televisores.
11) Queda prohibida la lectura de libros, diarios o revistas, excepción hecha de aquellas que se refieran específicamente al tema televisión.
12) En escuelas y colegios, será obligatorio ir a la moda y el análisis y comentario de los programas televisivos.
13) Los ciudadanos de Zonagrís serán provistos de los elementos necesarios para una correcta vestimenta, dieta y utilización de los recursos.
14) Queda terminantemente prohibido pensar, o cualquier manifestación intelectual de esa índole.
Después vino todo el silencio.
Todo.

(39)
En el Boliche se miraron. En realidad, la proclama no los alteró en lo más mínimo. No les agregaba nada nuevo, en todo caso, clarificaría un poco los bandos. Confiaron en que la luz siguiera siendo una protección para el Boliche y aguardaron a que el Negro volviera de la Biblioteca. El psico, Lucía y Lito bajaron cargados de libros. El auto mismo se había convertido en una bibliomovioteca.
Luciano y Silvina habían acordado unirse a los grupos más a la noche, en tanto ponían en orden las armas literarias. Esto lo comentó el Negro con una semisonrisa que fue comprendida por todos, sin mayores comentarios. Para qué entrar en chusmeríos.
Saldrían a pie. El primer punto era reconocer la ciudad tal como estaba ahora, tratar de ubicar al enemigo y no atacarlo, en la medida de lo posible. Habían llegado a la conclusión de que era primordial fijar los emplazamientos adversarios para luego centrar fuerzas en cada punto, cosa de no abrir demasiados frentes a la vez.
Se habían dividido la recorrida por zonas. El Negro había improvisado un pizarrón en una de las paredes cubiertas de madera, a la que rayaba con una cucharita. Dibujó un gran cuadrado al que dividió en tres, tarea nada fácil, por cierto, y asignó la Zona Norte al grupo del aprendipoeta periodista, para el grupo de Chicho fue la zona del Parque y para el suyo propio, la zona del ferrocarril.
A las 7 y media deberían retornar a la base del Boliche en donde aguardarían el Duende Mozo y el Gordo, junto al aprendipoeta difuso, que seguía en la oscuridad de la chimenea.
Se desearon suerte y salieron, en medio de una gris luminosidad que iba declinando hacia los rojos, en la señal de despedida de aquel día sábado.
Los grupos resultaban llamativos. Los libros acentuaban la atracción. Los zonagrises agachaban sus ojos al verlos pasar, aunque cuando pasaban, los miraban con una mezcla de envidia y odio. Nadie se solidarizó. El miedo era grande, tanto como la conformidad de los que no se sentían tan mal con las propuestas de los nuevos dueños.
El aprendipoeta periodista con Yolanda y dos de los psicobolches, se encontraría con la destrucción de la Zona Norte, el humo de muerte de las casas, el gris pintándolo todo y ese aroma a guerra que eriza la piel y que achica las ganas. Esa impresión grandilocuente que dejan los campos de batalla. Y los pájaros. Simples tordos y gorriones que sobrevolaban la zona y que no se asustaron del grupo que recorrió sin apuro el lugar, buscando algún rastro, sin encontrar nada.
Hacia la zona del ferrocarril partió el Negro, con Lucía, Lito y un psico. De allí habían venido los monstruos la primera vez, ¿qué encontrarían?
Chicho y el Gurí, con los otros dos psicos, fueron en la dirección opuesta, hacia el Parque Gris. Siguieron la extensa línea recta de la Avenida del Nombre Conocido, pasaron frente al monumento a San Martín, que siguió inmóvil, pasaron frente al Único Edificio Alto, siguiendo su caminata de rectos segmentos, cortados por las perpendiculares del gris pavimento, andando entre la indiferencia cómplice de todos los silencios, queriendo adivinar gestos amigos, manos tendidas, ayudas que no eran solo por y para ellos, sino por la propia Zonagrís, que parecía no entender.
El cuadriculado del pueblo se iba acabando, habían previsto que al llegar al portal del Parque comenzarían a evolucionar por toda la zona para tratar de revisarlo todo. Nada extraño se había percibido. Parecía un sábado normal, un sábado de esos en que – como siempre- nada pasa.
A una cuadra del portal los sobresaltó el silencio. Impactaba. Taladraba los oídos con su ausencia de movimientos, de brisas. La luz se agrisó y se pareció a la noche. El grupo se detuvo. Ni hombres ni mujeres ni animales ni cosas se movían en derredor. Apretaron los libros. Chicho puso su pila sobre uno de los bancos de la vereda y alzó dos, en actitud de ataque, los otros lo imitaron.
- Tienen que andar cerca – murmuró Chicho.
- Sería mejor volver, quedamos en no atacar – musitó el Mono, uno de los psicos.
- No vamos a atacar, sino a defendernos- replicó el jazzómano.
Se unieron al silencio. Pasaron un par de minutos en donde hasta las respiraciones se habían espaciado.
El portal desapareció en un estallido de colores chillones. Sonó una estridente fanfarria, gigantescas letras danzaron alocadas ante los azorados parroarriesgados. Una enorme sonrisa apareció frente a ellos, tensa, inmaculada, con los dientes despidiendo enceguecedores destellos. De la sonrisa surgió una voz que anunció que comenzaba la nueva bondad de un sábado de entretenimientos, juegos, adivinanzas, premios y muchas chicas bonitas. La sonrisa fue reemplazada por un perfectísimo culo, apenas tapado por un hilo muy rojo. El culísimo se meneó dos veces y dio lugar a manos que buscaban en la harina, a voces que respondían estúpidamente a preguntas estúpidas, a gritos, a desafinados cantores de ritmos monótonos. Todo con mucho grito, mucha exaltación, atontante, hiriendo en la llaga de la masificación, agrediendo el pensamiento.
El grupo no atinaba a reaccionar. Se sentían aturdidos, desorientados, aplastados de chatura.
Desaparecieron las luces para dejar paso a cuatro mujeres indescriptibles, apenas vestidas, ronroneantes, curvilíneas, sugerentes, invitantes, masturbantes.
Gatúbela se adelantó, mientras las otras tres bailaban su danzas calientabraguetas, mostrando sus plásticas anatomías a los varones desconcertados.
Gatúbela se meneó, adelantó un hombro, se pasó una mano por el cuello, sacudió su pelo y clavó sus ojos gatunos en el Gurí.
- Vení, muñeco- sexurró.
El Gurí se perdió. Fue un sátiro desatado sin que los otros pudieran reaccionar. Casi de cabeza se arrojó sobre la mujer que sin que se pudiera ver cómo, le bajo sus pantalones mientras abría sus piernas. El Gurí lanzó un aullido de gozo, pero la vagina de Gatúbela creció y creció, descomunal, perdiendo estética, convirtiéndose en un inenarrable agujero negro que se devoró al enardecido Gurí. Un gelatinoso chapoteo completó la desaparición del fracasado productor de espectáculos.
Gatúbela se reincorporó con la satisfacción en su rostro, acomodándose su ajustadísimo atuendo. Las otras tres bailaban una pornodanza de gemidos y dedos introducidos, mientras la felina miraba a Chicho. El jazzómano reaccionó con premura. Un ejemplar de Triste Solitario y Final se estrelló en la cara de la mujer que se derritió en cosméticos y reveló una arrugada y espantosa vieja de juvenil cuerpo. Los psicos no se quedaron atrás, los libros volaban y destruían la sofisticación de los cuerpos. Pero las mujeres avanzaban entablando casi una lucha cuerpo a cuerpo, el filo de las palabras cortaba las carnes, de donde solo manaba agua. Las uñas y dientes de las agresoras dolían a los resistentes.
Hasta que la sonrisa reapareció para decir que el próximo sábado volveremos con nuestra ingeniosa cabalgata y las ex mujeres desaparecieron, heridas, cortadas, horribles sin la pátina de plástico arrancada a fuerza de papel. Chicho y los dos psicos se quedaron heridos de garras, menguados de libros, ausentes del Gurí, entre la gris luz que no volvía tan intensa y el desconcierto asombrado que no les permitía articular palabra.
El enemigo tenía muchos recursos.
Atractivamente peligrosos.

(40)
El edificio de la estación de ferrocarril, calco exacto de otros tantos de pueblos como éste, parecía amargado. Quizás el peso de excesivos grises le habían hecho recordar tantos años de gente yéndose, tantos años de ver valijas cargadas de búsqueda que se iban, que nunca volvían, como la eterna historia del irsesiempre que oprimía a Zonagrís.
Las 7 de la tarde iban aproximando sus abiertas agujas que marcan un imposible norte e invitaban a la oscuridad a que, poco a poco, se sumara al gris.
El grupo del Negro caminaba midiendo los pasos y las miradas del prójimo.
La primera sorpresa vino del oeste, de la zona del Parque, por allá andaban Chicho y su gente, de acuerdo al plan. Los ojos abrieron signos de interrogación sin respuestas, para explicar aquel estallido brusco de colores inanimados, confusos, poco amigos.
El Negro frunció el ceño. Lito comenzó a hablar desaforado, de cualquier cosa. Se puso a repasar anécdotas de sus increíbles viajes y sus pocas ventas, de sus innumerables recursos para vender, se verborragizó derramando sus tangibles nervios. El psico y Lucía consultaron al Negro con la mirada. El DT agradeció aquella catarata que los distrajo y les dio nuevos bríos para caminar esa soledad monótona y agresiva que era el paisaje zonagrís, y los zonagrises cada vez más pálidos y detestables.
A cuatro cuadras del Boliche, un grito los detuvo. Miraron hacia la izquierda, de donde la voz había surgido. Una pequeña alegría en la boca del estómago sintieron al reconocer a Luciano y Silvina que, cargados de libros y a la carrera, se unieron al grupo. Cambiaron monosílabos, la comunicación iba por dentro, la presión venía de afuera.
El Secretario de Gobierno y Hacienda comprendió que por el momento le cabía, sin eufemismos, el prefijo ex. Vaya a saber por qué supuso que ya no estaba seguro en la Municipalidad. Fue a su despacho, juntó sus cosas, sintió – como toda Zonagrís- el estallido de colores que escapaban de lo gris, que quedó apenas unos segundos expectante y prosiguió su tarea, casi resignado, tratando de cargar sólo aquello que le resultaba imprescindible, aunque no tuviese claro para qué quería esas cosas.
De algo estaba seguro: no soportaba una sola de las palabras que había oído en el nuevo comunicado de los regidores de destinos. Pensaba políticamente, no se podría despegar muy fácil de ese tipo de razonamientos, que había unas cuantas fallas tácticas en aquella proclama. Por ejemplo: que a él y a los que como él pensaban – esto lo suponía- les habían dado claros indicios de que no estaban solos y que existía un lugar en donde juntar fuerzas para creer.
Notó que la barba estaba bastante crecida, se sonrió del inútil detalle protocolar, empujó las puertas de metal de la Municipalidad y el aire fresco le dio conciencia de su cansancio físico. Su mente respondía sin problemas y eso lo alentó a la caminata.
El saco colgaba de su mano derecha, arrugado y desprolijo. Un montón de papeles y un libro de Filosofía de la Historia iban apretados contra el pecho por la mano izquierda. Sus pies comenzaron a hacer un camino poco conocido pero, hoy por hoy, confortable. Se preguntaba si en el Boliche tendrían buen café y si acaso lo recibirían bien. Después de todo, él nunca había pisado aquel lugar y tampoco sabía por qué.
Lucía le contaba fallidos amores a Silvina, que no soltaba la mano derecha de Luciano, quien se había prendido en una discusión de fútbol con el Negro. El tema giraba en descular por qué el fútbol moderno abandonaba el uso de los enganches y los punteros, que al fin y al cabo son la llave del fútbol pero que estos boludos de los técnicos actuales los desprecian para copiar tronquedades de los europeos, pero fijate que si uno llena los espacios ofensivos…
Lito hablaba, unos pasos más atrás, sin importarle que alguien escuchara. El psico no se quedaba por menos, el también mascullaba teoría revolucionaria.
La cosa era poblar todos los silencios con palabras conocidas, escaparle al contexto que abrumaba, transportarse a las cotidianeidades de ayer, aunque mas no fuera para no cargar las tintas del delirio.
Nada, salvo grises zonagrises, se veía a lo largo de aquel tramo de la Avenida del Nombre Conocido. Solo cabezas furtivas huyendo de miradas, sólo espaldas encorvadas agobiadas de cobardía, sólo pasos que escapaban de aquellos decididos, sólo cagones escondiéndose.
El grupo iba armado de indiferencia ante ellos, pero también tenían su cargamento de esperanzas y a cada momento esperaban encontrar otra mano amiga para sumar calores. Pero la espera era vana.
Sin sobresaltos llegaron a la explanada del ferrocarril. Luciano juntó pequeñas piedras en su mano y las tiró a la calle. El Negro, obviamente, hizo jueguito con otra. Las mujeres observaron expectantes hacia la ciudad, mientras Lito y el psico recorrían las desiertas oficinas.
Luciano miró al cielo. Como de costumbre y por más que la noche fuera ganando su diaria batalla, no se divisaba ninguna estrella.
Los grises despuntaban irónicas sonrisas, con la confianza de que la aliada oscuridad acentuara los miedos nocturnales. El grupo se reunió apretando las presencias. La noche traía algo temible y venía rauda, ignorando que no era la hora señalada para esas alturas de marzo, pero en Zonagrís lo oscuro no sabe de límites.
Un silencio absorbente cayó de golpe sobre el grupo, los envolvió en impenetrables negros de vacío como un torbellino indetenible. Las manos se buscaron como si el instinto de supervivencia detectara la vida en las sombras.
Se sintieron girar, oprimidos, asfixiados, sordos, confundidos en todos los grises que en el gris han sido.
El instante fue efímero como lo eterno.
Pero cuando se fue el negrogrís, hubo manos que no estaban.

(41)
El Secretario de Gobierno y Hacienda se vio envuelto en el torbellino negro. Se sintió comprimido, ahogado, asfixiado. Se aferró a sus escasos sueños y a la decisión de seguir. A poco se recobró de la pesadilla aferrado a la saliente de una pared. El cuerpo desacomodado, la mano izquierda aun apretando los papeles, el saco perdido pero ¿qué importaba?, si el frío andaba por otros rumbos inensacables.
No se permitió demasiadas consideraciones sobre el tema, cuando lo insólito es norma termina haciéndose cotidiano.
Con lentitud recorrió las cuadras que lo separaban del Boliche, la gris noche se hacía notar y poco podían hacer las lechosas y angulares luces de los focos de alumbrado para barrer a las sombras. Había una quietud de nadas y los autos circulaban timoratos, medios tonos de la mediocridad acostumbrada, recorriendo una nueva vuelta del perro para creer que nada había cambiado. Hasta pudo ver a un par de nenas zonagrises, subiendo apenas la cuesta de los quince años, minifaldeando piernas para atraer, meneando sus pequeñoculos nacientes, en un ensayo inconciente de la habitual caza de marido, para la supervivencia de las naderías.
Todo parecía igual, apenas ese olor a muerte, apenas esa sensación perceptible desde la angustia, de vacío, de miedo.
El Secretario de Gobierno y Hacienda empujó la puerta del Boliche que comenzaba a destilar sus luces protectoras.
El Gordo levantó la vista y, al no reconocer al visitante, blandió un pocillo. El Duende Mozo, sapiente de seres, lo contuvo con un gesto. La barba crecida y el andar del Secretario le inspiraron confianza.
- Está con nosotros – lo terminó de calmar al Gordo.
El aprendipoeta difuso asomó su nariz desde la chimenea, percibiendo algo no habitual. El Secretario lo miró y volvió a hundirse en su escondrijo, veloz como un caracol.
El Secretario fue hasta la barra, se acomodó en una butaca y pidió un café. En realidad, el Duende Mozo ya lo estaba preparando, se lo sirvió. Se interrogaron con las miradas.
El Secretario contó su parte de la historia, el Duende Mozo y el Gordo arrimaron las propias. Concedieron un espacio al silencio, pasaron en vuelo rasante por la desazón pero enseguida retomaron el rumbo de la espera.
El Secretario dio una caminata por el Boliche, se puso las manos en la cintura y se echó hacia atrás, como para estirarse. Vio una montaña de pocillos apilados y sucios en el mediato rincón de la barra, respondiendo a un impulso, muy poco político, se arremangó la camisa y, sin pedir permiso, se metió en la cocina y empezó a lavarlos.
El Gordo lo codeó al Duende Mozo y señaló con el índice de su mano derecha esa acción. El Duende Mozo asintió satisfecho, recordándole que no se señala a la gente con el dedo.
Miraron la hora, eran algo más de las 7 y 10, comenzaron a desesperar la espera.
El Secretario estaba montando una nueva serie de pocillos en una bandeja cuando su acción se vio paralizada por el ingreso de tres heridos.
El Gordo se precipitó a la puerta. Chicho y los psicobolches estaban de vuelta.
-¿Dónde está el Gurí? – preguntó el Duende Mozo.
Chicho contó los sucesos y un manto de congoja se tendió por el Boliche.
Habían descubierto que las bajas podían seguir y que dolían, y mucho.
El Secretario siguió respondiendo a sus impulsos y preparó tres cafés. No hicieron falta presentaciones, aquellos tres veteranos de lucha, entendieron a un igual.
Curaron sus heridas con ginebra. Se aguantaron los gritos, era preferible no interrumpir a Mercedes Sosa que decía que todo cambia.
Cuando la puerta volvió a abrirse, pareció como si la misma luz del Boliche retrocediera. El mar de lágrimas de Lucía precedió al psico. El Negro y Lito entraron con Luciano casi a la rastra.
- Silvina desapareció- alcanzó a musitar Lito.
No hicieron falta preguntas. El Negro relató los hechos. La negrura infernal, ese torbellino de ausencias que les había arrebatado a Silvina de las manos porque no había alcanzado a agarrarse.
Luciano, inflamado de mil odios por el amor ausente, entre el llanto y la bronca, puteaba sin parar. Y la búsqueda de calma y el detenerlo porque quería salir a morir contra todos y la agriagonía de buscar un rostro y no hallarlo.
Por fin calmó su exterior, aceptando que hasta en la desesperada búsqueda del no saber adónde, era necesaria la organización.
Chicho volvió a relatar su historia y los parrodolientes sintieron las pérdidas.
El Secretario se acercó con cinco cafés humeantes. El Negro lo midió recordando aquel encuentro, pero esta vez fue el Gordo el encargado de aclarar las posiciones.
Luciano, tan irreconocible del de ayer, fue el primero en sacudir la abulia de las derrotas, muy a pesar de su dolor de muerte.
Es que intuían que las próximas horas serían cruciales.
Sabía, e hizo que todos supieran, que a pesar de todo, no se debía abandonar la nave de la utopía y que estaban en un camino sin retorno, para vencer o morir.
Mercedes Sosa cantaba con su inigualable voz: Tenemos que seguir, compañero…

(42)
Es que hasta el aire mascullaba dudas, como si el ambiente mismo se sumara al desconcierto de aquella ciudad, de aquella Zonagrís que transitaba el sábado sin entender qué sucedía en su interior.
Yolanda estaba agachada revisando las ruinas en sus pequeños detalles, curiosidad de mujer presta a descubrir en lo ínfimo el hilo de lo grande. El aprendipoeta periodista deambulaba, empujando con sus zapatillas los escombros, fumando sin pensar, dejando que el humo se escurriera por la nariz. Los psicobolches caminaban separados, con las manos en los bolsillos, lanzando de vez en cuando una exclamación.
La noche había llegado despacio, con el negro y las estrellas desplazando educadamente a las luces de la tarde. Los pájaros habían detenido su vuelo pero no se habían alejado del lugar. Despacio, se habían ido posando en los escombros dando, con el batir de sus alas, un hálito de vida al campo de batalla.
El aprendipoeta quería descubrir qué era lo que más le llamaba la atención, qué era lo que sacudía sus zonagrisados sentidos. Pitó una vez más su cigarrillo y la brasa fue un cachorrito de luz, atrayendo los rostros.
-¡Las estrellas!- exclamó.
Yolanda y los psicos lo miraron desconcertados.
- Digo que son las estrellas- repitió con incoherencia- eso es lo que me llama la atención.
- ¿Qué tienen las estrellas de raro?- preguntó uno de los psicos, mirando al cielo.
- ¿No notan que se ven límpidas, sin nubes, que el cielo es claro?- insistió el aprendipoeta periodista.
Los otros procesaron unos segundos aquella información y luego, prorrumpieron en afirmaciones. El aprendipoeta se sintió más cómodo en aquel lugar que, a pesar de la muerte sin cuerpos que le flotaba, tenía todo el aire de una zona liberada. Como si años de rutina, de mediocridad, de cuadriculados medios tonos, hubiesen desaparecido de pronto. Algo, y mucho, había cambiado en la Zona Norte. Los parroexpedicionarios ignoraban lo sucedido allí, pero no les hacía falta la anécdota para entender el concepto, hábito de trasnochados que tienen que aprender de las horas la enseñanza de los sueños.
Siguieron buscando con más bríos.
Yolanda pegó un gritito que convocó con velocidad a los otros. La de la siempre espera tenía en sus manos un muñequito, como los de los chocolatines. Era la miniatura de Rambo, con expresión fiera y agresiva. La observaron con detenimiento, dando la pausa con los ojos para que la mente analizara aquel nuevo descubrimiento.
Apenas dos minutos habían transcurrido desde el comienzo del silencio cuando Yolanda volvió a gritar, soltando de inmediato al muñeco. Es que había sentido cómo este aumentaba de peso en su mano y se movía. El mini Rambo fue a dar contra el suelo ante la estupefacción de los cuatro investigadores.
La figura crecía ante sus ojos. Sin que ellos lo advirtieran, las estrellas se opacaban y jirones de gris avanzaban raudos hacia la Zona Norte de Zonagrís.
Los psicobolches fueron ejecutivos por una vez. Respondiendo a sus instintos, abrieron uno de los libroarmas que llevaban y apretaron al muñeco entre sus páginas. El Canto General, de Neruda se cerró con estrépito sobre el reducido súper héroe y un estallido de opacidades coronó la acción. Las estrellas recobraron su titilar y los grises frenaron su avance, mientras los pájaros se calmaban. Nada quedó de Rambo.
Se miraron por un momento y se separaron en distintas direcciones, buscando.
No tardaron en hallar y eliminar a los otros monstruos muñequizados. Ya no quedaban muñecos pero ellos no lo sabían, así que siguieron buscando un rato más.
Una suave brisa otoñal refrescó el ambiente. De los escombros parecía brotar una tenue luz pero, por tenue que fuese, igual les dio tranquilidad. Era como la señal de que Zona Norte estaba libre, libérrima hasta la esperanza. Aunque ellos no las vieron, algunas pequeñas hojitas – tan diminutas como el futuro- comenzaban a luchar contra las piedras, contra el polvo, contra el mismo pasado.
Se sentían bien en aquel lugar que, por desolado, no dejaba de parecer propio, con ese sentido de la propiedad que da el sentimiento.
Pero era hora de volver al Boliche para dar las novedades y recibir las que hubiere. Se llenaron de aire y de tonos definidos. Sabían que Zonagrís seguía sojuzgada, pero aquel lugar era una punta para el mañana.
Ya verían que pasando la zona de la batalla, los grises seguían siendo dueños, porque el miedo, porque la mediocridad, porque los angulados ángulos rectos pretéritos de los habitantes medrosos de Zonagrís, así lo querían. Porque eran de la doctrina de que es preferible pájaro en mano que cien volando, porque no sabían de la belleza de ver cien pájaros en pleno vuelo y sentían poder si tenían una pequeña vida, de alas asustadas, en sus manos.
La ciudad parecía cortada a cuchillo. De un lado, la clara noche de los cambios profundos y la desolación. Por el otro, la gris cotidianeidad del siempre igual y todos los habitantes de la eterna rutina.

(43)
- No hay tiempo para medrar, no hay lugar para la duda, este es el momento en que debemos decidir entre el futuro o el gris. Todos tenemos nuestro dolor, todos nuestras tristezas. Todos cargamos con esta puta bronca ahogándonos el alma y dándonos ganas de llorar. Pero debemos salir a la calle, a vencer o morir, a pelearles palmo a palmo a los invasores nuestra cuota de vida. No nos debe bastar jugarnos la esperanza. Necesitamos del ahora, del ya, es la única forma de construir el mañana.
Tenemos que salir compañeros, hace poco mas de un día que estamos compartiendo la angustia, hace poco más de un día que la injusticia nos pega duro, pero también hace menos de un día que estamos compartiendo las ganas y los sueños, que nos entendemos, que cada uno de nosotros se siente más que uno.
Sabemos que la música y los libros nos sirven, sabemos que nos sirve nuestra decisión. Entonces: ¡basta!, no sigamos esperando que del cielo nos caigan las soluciones, estamos solos frente a los invasores y a los traidores. Tenemos que salir por nosotros, pero también por los cobardes que se han escondido, que no tienen pelotas para ponerle freno a este desastre. Vamos a ir a buscar a Silvina, al Gurí, a Penélope, a los ajedrecistas, al Chino y su gente, vamos a ir a buscar a todos y a nosotros mismos, porque lo merecemos o tenemos que hacer algo por merecerlo.
Quizás no volvamos, quizás si, seguramente no volveremos todos, seguramente ya nada será lo mismo en este Boliche, en esta Zonagrís. Pero que nuestra sangre sea una base, que sirva para que lo que fue no sea nunca más. Que nadie pueda decirnos que nos quedamos en el “a lo mejor”, aunque nos equivoquemos, aunque sólo salgamos a fuerza de bronca: ¡vamos! Que nadie se baje de la nave de la utopía, es el último barco que sale de este puerto.
Luciano parecía transformado, como si hubiese crecido, explotado desde adentro, resquebrajando los últimos pedazos de mediocridad que lo habían atenazado. Sus ojos infundían luz a pesar del dolor de no tener a Silvina, su figura parecía rodeada por un halo distinto, como de originalidad, como de esa pureza idealista que el consumo nos ha quitado.
Y el Boliche mismo estaba pendiente de sus palabras.
Había que ver aquellas caras doloridas pero decididas, llorosas pero desafiantes, sabedoras de estar viviendo tal vez sus últimos minutos de vida, pero arrojadas a la aventura de ser eternas, por el simple hecho irredimible de animarse a ser libres de toda libertad.
Y aquel Gordo de las batallas perdidas contra la suciedad, apretaba sus manos para no dejar ni un pedacito de fuerza desaprovechada. Y el Duende Mozo de la cafeteril sabiduría que se disponía a aprender nuevas sapiencias. Y el verborrágico Lito, silencioso de valentía. Y el Negro de los mil partidos, de pie como Obdulio Varela en el Maracaná. Y los imbancables psicos que por esta vez abominaban de teorías y exigían hechos. Y Chicho, jazzeando ilusiones y Lucía, dispuesta a ser y no esperar. Y el Secretario de Gobierno y Hacienda, ejecutivo como nunca. Si hasta el aprendipoeta difuso se animó a asomar su nariz de la chimenea y garrapateó urgente un poema de combate que nadie leería.
El Boliche hería de luces a aquellos grises pero angulosos, taladraba las sombras de las dudas, quizás sabiendo también que podrían ser sus últimos brillos, pero dispuesto a tenerlos, para gozar hoy lo que podría no tener mañana.
La magia descolgaba telarañas y las pintaba de violeta, amontonaba azules pocillos de café y anaranjaba los fuegos. Curvaba las rectas y tornasolaba a las cucharas, los vidrios sonreían ansiosos, agrandando las luces y la música se sumaba a la cacofonía de colores. La magia todo lo puede porque existe para quienes quieren, porque encanta sólo a quienes quieren dejarse encantar, porque destierra a los tibios y enciende la potencia del alma. La magia es el elemento que suele negársele a este mundo porque lo haría distinto, porque no conoce de más diferencias que la de la riqueza interior, porque puede igualar lo inigualable, porque no sabe de existencias y trasciende optimismos.
Esa magia estallaba contra las paredes, creaba formas, alucinaba sensaciones, decantaba tristezas y encendía aplausos desde los rincones, como alentando a lo imaginable, porque de los hacedores de lo posible está lleno el camino de los almanaques.
Y, como para completar el instante, una fosforescencia opacó todo por segundos. Un estallido alegre de verdes hizo gritar a los más fornidos grises. Los ojos de los parrolocos achicaron las pupilas pero no se cerraron. En la euforia del poder ser, sintieron agrandarse la ilusión de la vida por sobre la muerte.
Un suave vapor flotó leve en el ambiente y el verde se hizo más verde que nunca y no solamente por la esperanza.
El país de las Utopías lo había fortalecido. Sonriente, transparente y difuso, a caballo de su duenderil picardía, Camilo había regresado.
Como llegan los duendes de los cuentos.
Sonriendo y a tiempo.

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Ya no estaban tan solos. A pesar de las ausencias, contando las derrotas y los triunfos, contando desventuras y aventuras, recontándose ellos mismos, los ya parromíticos, entremezclaron voces y proyectos y rodeaban al Duende Matero retornado.
Como siempre eterno de sonrisas, efímero de palabras, transparentando el aire con su verdeadura tranquilizadora. El mate alzado como señal de triunfo y una carga de sensaciones para repartir, ancho su bagaje recargado en el impensado país de las Utopías de los duendes inmortales que transitan los sueños de los simples humanos.
No hizo falta contarle lo que había sucedido en su ausencia. En realidad, no hay nada que los duendes no sepan del pasado, hasta pueden armar pautas del futuro sin adivinarlo. Eso queda para los hechiceros, que hacen todo lo posible para transformar el mañana.
El Duende Matero volvía con penas por los que no estaban pero decidido, como todos, porque se coloreaba al pensar en cuánto habían hecho por la simple voluntad de encarar molinos, mundanal estatura de Quijotes que poco a poco va apareciendo.
Los cafés alimentaban las ansias con su negra y firme presencia, que calentaba el alma. El reloj había transpuesto las 8 de la noche y en la vorágine de acontecimientos, comenzaron a preocuparse por la suerte del grupo del aprendipoeta periodista.
El Duende Matero respondía con mágica paciencia a todas las preguntas, daba ánimos y los recibía. Le guiñó, cómplice y comprensivo, un ojoduende al transformado Luciano y recordó aquel encuentro primigenio. ¡Cuánto cambia un hombre si tiene tela y los objetivos claros!, ¡qué mayor alegría que la de ver a un entregado levantarse de sus cenizas y retomar el camino! Pero los ojos de Luciano no disimulaban la pena y parecían repetir, sin solución de continuidad, un llamado: Silvina.
El Duende Mozo quiso saber algo acerca del Viejo, pero Camilo no pudo, o no quiso, responder. Es tan intrincado y simple el razonar de los duendes… A pesar de todo, insistió con que el Viejo volvería, quién sabe cuándo y de dónde, pero volvería.
El Boliche juntaba fuerzas para enfrentar, quizás, su última aventura. Pero las palabras andaban de rebotes por sus sapientes paredes, en busca de acordar el momento exacto de la salida.
Al fin, el Duende Matero dio su parecer, que fue aceptado. Había que aguantar la noche y salir con las primeras gricesluces del día. La luz era una aliada y por más que la noche fuese amiga, por ahora estaba imposibilitada de ayudarlos.
Los invasores dominaban el panorama. Habían sojuzgado por la simple razón de la fuerza a los débiles zonagrises, pero no a todos, eso había que tenerlo en cuenta.
Insistieron en que nadie había ayudado. Camilo recordó que no siempre se disponen de alas acostumbradas al vuelo y que hay que probarlas un poco antes de arriesgarse al cielo. Había que tener en cuenta que los nuevos amos podían mantener una estrecha vigilancia a través de los televisores y que eran poderosos, cruelmente poderosos. Pero el Duende Matero afirmaba que, por ahora, el Boliche seguía siendo intocable para ellos. Los plásticos no entienden de magias, aunque más tarde o más temprano, podrían cercarlos de indiferencia, de olvido, y eso no lo resiste ningún encanto.
El aprendipoeta, con Yolanda y los psicos regresaron plenos de sonrisas. La agitación de otro retorno agrandó la euforia, mientras las historias se intercambiaban por las banquetas.
La tristeza y la alegría se entremezclaban en oleadas que daban como resultado la misma decisión. Al fin, acordaron la acción. Esperarían la luz del domingo para lanzar la ofensiva, que sería final suponían, pero también coincidieron en la necesidad de descansar, de dormir aunque fuere por turnos. Ya eran muchas horas en pie y era necesaria la mayor lucidez.
El Duende Matero se ofreció como imaginaria. Después de todo, el nunca se cansaba y tenía los recursos necesarios para poner en guardia a todo el Boliche, llegado el caso.
Yolanda y Lucía comenzaron a armar camas con los puff. No sin dejar de observar, con ojo clínico, a quién podrían elegir como compañero de reposo.
El Boliche se acondicionaba para el sueño.
Mientras el Duende Mozo elegía la profunda suavidad de Silvio Rodríguez para atraer al descanso.
La puerta se abrió una vez más. Un sorprendido silencio detuvo todos los movimientos. Arrastrándose, herido pero invicto, el Chino retornó al Boliche.
- Dije que no pasaban y no pasaron, carajo- dijo su voz profunda y casi desfalleciente.
Unas cuantas manos solidarias se precipitaron hacia él. Ya estaba dormido cuando lo pusieron en el lugar más cómodo.
El Duende Matero reprimió una enorme sonrisa, el resplandor podía despabilar a muchos.
-Qué cosa fuera, la maza sin cantera…
La noche gris caía abrupta sobre el rectángulo de Zonagrís.
Las sombras se pegoteaban en las casas, húmedas y viscosas.
Pero el Boliche brillaba como un faro.
Era el retorno de los sueños.
























TERCERA PARTE-DOMINGO
(45)
Se pueden ver otros colores. Me fui para verlos. Andar por el país de las Utopías es recobrar los sentidos, rever tanto camino y encontrarse con todas las cosas que en el mundo no han sido, pero allí si son. Uno puede andar de recorridas por la nostalgia, por la magia, por las más insólitas locuras y nadie lo culpa de nada. La única culpa que se siente es la de no ser lo que uno quiere, la de no aprovechar la ingente posibilidad de ser libre. O sea, la única culpa es ser tan boludo como para medirse.
Todos me esperaban cuando llegué y nadie se preocupó demasiado. Y está bien, preocuparse es ocuparse por anticipado y las cosas son en el momento que ocurren, mientras son especulaciones que ayudan a las arrugas del entrecejo y dan acidez. Eso dicen los humanos, los duendes apenas si vemos titilar un poco nuestra aura o sufrimos leves contracciones de sonrisa, pero nada más o quizás menos.
Es que a veces quisiera dejar este verde apariencia duendematera y ser uno más de los que sufren, de los que andan, de los que día a día recuentan el bolsillo para entender su bronca, de aquellos que despuntan el lápiz de la realidad para achicar las ganas y medir palmo a palmo el terreno de lo posible, porque al fin, son ellos los que nos dan vida, los que idealizan nuestro ser y le permiten duenderizarse por el tiempo.
¿Cómo existiría Eva, la Duende Humilde si tantos desimaginados no hubiesen encontrado en sus palabras la ruta que transita a lo imaginable? ¿Cómo existiría yo mismo, entonces, si Villa Rubí no hubiese andado mateando rabias, si tantos oprimidos no hubiesen tenido sueños de cambio e igualdad?
Por eso es que mis duendesueños se van en busca de una imagen humana, como para poder soñar yo también un duende guía, alguna ilusión tangible que permita revolucionar la apatía, cambiar las angustias, impedir el naufragio sin sentido. Imaginaría algún Duende Pueblo indestructible, poderoso de humildad, que aplastara para siempre a los negros hechiceros del hastío, esos acumuladores de poder que vienen ensuciando de envidia las verdeazules coloraciones de esta Tierra.
Anduve juntando ideas por el país de las Utopías. Releyendo pintadas en las nunca prolijas paredes etéreas de sus casas inhabitadas. Vi a mis duendes colegas en una manifestación inacabable, reclamando para que la imaginación tomara el poder en el mundo humano. Vi al Duende Pelo Largo pidiendo a los hombres que dejaran ser. Vi duenderrojos, duendenegros y duendeazules, vi duendeluchadores y duendepoetas. Vi una década que construía ese mundo y pude borrarme los grises que se me habían prendido al verde vapor de mi existencia. Pude esfumar las tristemierdosas miradas, los medrosos pensamientos del dejar las cosas como están por temor a perder algo.
Me vi naciendo otra vez, de la bronca, de la rabia, de la jodida vida sojuzgada de mi Villa Rubí, y crecieron mis alasduendes. Junté fuerzas de los fracasos y expliqué para nadie que los hechiceros querían aplastar aquel cuadradito insignificante que es Zonagrís. Y nadie se burló de mis pequeñeces. Me dieron ánimos y ayuda para la lucha, me renovaron los encantos, me enseñaron otros nuevos, borraron de mi mente la palabra nunca y me recordaron que el camino se hace de caídas y que los objetivos que se cumplen ya no sirven, que hay que buscar nuevos para subsistir, para retemplar las ganas en la necesidad de hacer y crear.
Una paleta inmemorial, la de la mente humana, creó este país de las Utopías de todos los sueños, adonde van a parar las que han desaparecido de la faz de la Tierra, adonde abrevan Minas Hadas, Pibes y Locos para inventar el mañana de la podredumbre del presente. Una paleta que dibujó la curva eterna e infinita, que da vueltas sin marear y en donde nadie se pierde.
Desde el movimiento perpetuo de mi mundo vi los sucederes de esta historia zonagrís y soñé despierto el avance de mis transformados parrohermanos del Boliche. Alenté alegrías, despené tristezas, bebí otra vez la dulce agua de la solidaridad y al fin, decidido y trasnochado como nací, rehice el largo camino hacia la realidad. Me colgué de la cola de un delirio, atravesando bombas atómicas inexistentes y declaraciones de paz de mentiritas, palabras de promesa y desnutrición, andando discursos y amenazas, cruzando humos y sacerdotes, tremendos castigos y redenciones, recuperé el rumbo para hacerme uno más en esta lucha.
Y he vuelto, ando cuidando este reposo humano, esos ojos cerrados que repiensan felicidades, que extrañan otros ojos, que quieren un Zonagrís mejor y esta sensación impagable, mitad paterna, mitad fraternal, me hace flotar extenso por la quimérica geografía del Boliche.
¿Para qué pensar en victorias o en derrotas? Más vale pensar en que algo haremos, así poco, nada, importará el resultado final. Me gustaría saber cantar, hamacarles el sentir con dulcevoz, para que no teman al miedo, para que también en el descanso, sean pasajeros de otra esperanza.
No importa que afuera la noche sea grisnegra de húmedo temor. No importa que la mañana sea tan gris y viscosa como este presente. Será distinta, porque es preferible caer por lo que se desea que entregarse a sobrevivir sin rumbo.
Si al fin y al cabo, alguien – bien o mal- contará esta historia y allí se redimirán todas las lágrimas.
Aunque no se puede impedir que sigan habiendo lágrimas.
Descansen esos duendesueños.
No piensen en monstruos ni en muerte.
Todo ser que quiere, podrá reencontrarse con su querer en el país de las Utopías.
Pero luchemos para que el país de las Utopías sea esta tierra.

(46)
La luz fue viniendo despaciosa, pidiéndole permiso a las opacidades para penetrar un poco, cosa de cumplir la establecida rutina. Lechosa, fue pintando de un gris más claro cada espacio, empujando a las sombras, preanunciando aquel domingo de marzo. Otro domingo, como tantos de otros marzos que había descolgado una hoja más del conocido almanaque de Zonagrís.
La ciudad era un silencio angulado. Nadie transitaba por la Avenida del Nombre Conocido, la suave brisa parecía el suspiro angustiado de un aburrido. Los colimbescos árboles se alineaban dormidos y ramicortos, mirándose de frente pero sin verse.
Para el lado del Parque, la grisluz caía desmayada sobre alguna palmera que, demasiado perezosa, la dejaba deslizar por sus hojas apenas verdes y abatidas.
Hacia el norte o para el sur, por el oeste o desde el este, de donde tenía que surgir la luz, la calma y la quietud eran totales.
Es que en Zonagrís nadie se levanta temprano los domingos, a lo sumo las mamámasdecasa comienzan a moverse pasadas las 9, cosa de amasar las pastas o preparar la casa para la visita de los parientes que vendrán a almorzar. O tal vez, algún cuarentón amante del automovilismo que, desde la cama nomás, amanezca con alguna carrera. O algún trasnochado de enormes ojeras y poco sueño y quizás mucho alcohol, buscando a tientas el puto agujerito de la llave que no deja de moverse. Algún perro escarbando tachos de basura, y unos pocos diarieros repartiendo los diarios de la capital, porque el domingo no sale El Mangrullo de Zonagrís.
Por eso los domingos de Zonagrís han sido una larga prolongación de la modorra hasta que a las 10 empieza el movimiento, el ir y venir de ojos hinchados, los proyectos de pequeña libertad para la tarde, con unos pocos yendo al aburrido fútbol local, otros pocos viendo a los ciclistas pedalear, y los bostezos.
Pero este domingo, si fuere posible, era más denso. Más triste, más gris, más cargado de la monótona cuadriculación de la ciudad.
Todo era igual, pero nada era lo mismo.
Algunos dormían nomás, sin alterar un ápice su consabida cotidianeidad, soñando en blanco y negro. Para ellos nada había cambiado. ¿Qué importaba quién mandase si no molestaba su sólido castillo de silencios? ¿Para qué preocuparse por lo extraño si podían continuar con su querida vida de sobrevivencias varias?
Otros se esforzaban por cumplir lo pautado. Algunas mujeres pusieron pie en piso apenitas pasadas las 7, con un miedo atroz, pero aparentando serenidad. Había quienes seguían cómodos, instalados debajo de las camas. Los más y los menos aceptaban que las cosas fueran así, porque debería ser por algo. Las cosas no ocurren por ocurrir, alguien las determina. Y para qué un zonagrís va a molestarse en cambiarlas.
También, sin saber qué mierda hacer, estaban los que tenían bronca.
Pero en Zona Norte todo había cambiado, el amarillo sol contrastaba alegre contra un cielo celeste que parecía una sonrisa. Los rayos bajaban curvos solazándose en cada piedra, barriendo el gris, despertando a cada pájaro que iba abriendo con picardía sus ojos, estirando las alas y probando en vuelos cortos sus fuerzas de domingo.
Allí, la mañana venía con ganas y sin pedir permiso.
Desde arriba, parecía un inmenso cuadrado gris al que le hubiesen arrancado un pedazo en forma irregular. Y en ese faltante no había más vida que la de esos pájaros, que con sus vuelos circulares le daban un toque expresionista a la figura.
Y los perros no tardaron en encontrar aquella luz, aunque los zonagrises ignoraran que había algo distinto. Aunque quizás, no querían saberlo.
En el Boliche, el sueño había llegado de cualquier forma. Las manos como almohada en una mesa, la cabeza contra alguna pared, los puff haciendo de cama, el suelo mismo. Cualquier lugar era bueno para el descanso. El Duende Matero flotaba de un lado al otro, iluminando apenas en verde toda la escena.
Hacía rato que no había música. Se había terminado el disco de Silvio Rodríguez y Camilo no había querido poner otro. Ese silencio, tan distinto al del afuera, venía bien y el día traería mucho ruido.
De a poco fueron llegando las opacas claridades. Hasta algún desinhibido gallo se atrevió a lanzar su canto, saludando desde lo atávico al sol que no se animaba a romper los grises.
Las opacidades fueron adentrándose en el Boliche. El vidrio de la ventana las hacía más luminosas.
Luciano dormía con la cabeza sobre una mesa, de frente a la ventana. El tímido amanecer le tocó los párpados.
Fue el primero en despertarse.

(47)
Hay veces que uno duerme de a golpes. Se cae unos minutos en el sueño cansado que no descansa. Las imágenes de lo que nos preocupa reaparecen a cada momento, se retoma la conciencia, se siente un gusto amargo y la boca del estómago se tensa y volvemos a caer en las idas y venidos del subconsciente.
Me apoyé en esta mesa, la que ha sido siempre de las mujeres de la eterna espera. Pero no estamos en tiempos de roles prefijados, hoy cada cual defiende el poco lugar que tiene. Dejé que mi cabeza se apoyara en mis antebrazos y puse la vista afuera, tratando de ver por ese vidrio sucio de trasnochadas algo en la densidad de tanta sombra. Asumiendo el mismo papel que las mujeres: mirar esperando, sabiendo que la espera es vana y desesperando ansias por esperar mirando.
Los párpados se cayeron y mi mente se fue a vagar por sus dificultades.
Y la vi a Silvina, tan difusa como se ve en los sueños a los que no están. La vi correr en el verde, en un espacio libre sin casas ni formas, sin perseguidores ni dueños. La vi corriendo y de risa suelta hasta que un torbellino negro la borró y se quedaron mis manos estiradas y vacías y la impotencia recorriendo el alma. Y los párpados brincaron pesados y allí estaba el vidrio y aquí yo y mi cabeza apoyada.
Me volví a ir por el cansancio y entonces me vi caminando en medio de una inmensa multitud riente, que paso sobre paso iba construyéndose a sí misma, en medio de una catarata de luces claras. Y mi mano con la de Silvina uniéndolo todo y esa placentera sensación de irrealidad cumplida y una inmensa mole gris apareciendo en medio de la gente y yo y Silvina corriendo sin ton ni son y las manos que se separaban y de nuevo la angustia y otro despertar con bronca y ganas de llorar.
Y el sueño yendo y viniendo, entre imágenes, sensaciones y el tiempo discurriendo por la sombra, ignorante de historias y sucesos, de dolores y alegrías. El tiempo que desconoce humanidades y pasa, implacable, grande o pequeño, pasa.
Amodorrado en mis pesares vi como algunas lucecitas despuntaban temerosas por entre la mar de oscuridades y mi cabeza se dispersó, enganchada en la punta de cualquier pensamiento, descansando en su vuelo, desamarrada, sin cola y al viento.
Por puro azar, supongo, me encontré pensando en el Cacique, mi boludo perro de nombre boludo. Lo extrañé, extrañé su lengua, su cola moviéndose, su fidelidad. ¿Será que uno valora las pequeñas cosas en el preciso momento en que no las tiene?, ¿o es que la conciencia de que la muerte no es sólo una palabra nos muestra cada cosa que vale por vivir?
Si salgo de ésta le voy a dedicar mayor atención y no lo voy a retar tanto. A veces las sinrazones del corazón valen mil veces más que todas las racionalidades del ser.
El Duende Matero flota, vigilando. ¿Llorarán los duendes?, ¿sufrirán? Quizás, por ser duendes puedan tener todas las sensaciones pero no vivenciarlas, ¿o serán duendes por haber vivido tanto que ya el alma no les cabía en el cuerpo?
Con Silvina hubiese sido lindo reconstruir mi casa, no por rota sino por estéril. Pintar locuras en los rincones y cambiar el mundo en cada pedacito de cosa. Silvina se hubiese llevado bien con Cacique… se puede llevar bien con Cacique. No quiero volver a mi oficinesca costumbre de pensar en negativo. Es tanto lo que he cambiado que las rémoras de lo que fui a veces me arrastran. Se me ha movido mucho el piso, pero sé que no caí, sino que levanté vuelo. Tengo que encontrar a Silvina, ¿qué espera el mañana para venir del todo, no se dará cuenta de que estoy reventando de ansiedad?
Qué cagada pertenecer a la generación que me ha tocado. Tan sin ganas, tan sin mañana, tan sin hoy. Por eso solemos ser grises. Nacemos con los cinco sentidos, perdemos uno y lo reclamamos, perdemos dos y reclamamos ambos, pero cuando perdemos los cinco nos conformamos con recuperar uno y, si nos lo dan, hasta somos capaces de agradecer esa dádiva. Esta generación mía tendría que acostumbrarse a reclamar por todos los sentidos perdidos. Pero no por favor, sino porque corresponde, porque es un derecho.
Y todos tendríamos que exigir, tengamos la edad que fuere. Que nos devuelvan la capacidad de volar esa que nos robaron cuando nos sacaron el chupete y los cuentos de hadas, esa que perdimos cuando nos enseñaron a respetar a ese prójimo que no te respeta pero que hace como que si. Hacemos lo mismo y las alas se achican y ponemos límites, y como nos dicen que sólo podemos caminar, lo aceptamos. Pero un día todos van a desplegar las alas y los mediocres desangelados se van a caer de rodillas, pegados al suelo, achicando su propio horizonte. Y nos vamos a volar lejos, hasta que exploten de envidia todos los grises. Eso debe ser la libertad. No me jodan con que la libertad de uno termina donde empieza la del otro, no hay libertades de a uno. La libertad empieza y no termina en ningún lado. Si tiene límites ya no es libertad, es una copia.
La luz se parece más a lo que espero.
Levanto la cabeza. Miro a los parrodurmientes desparramados, entregados a sus propias cavilaciones.
Me levanto. Destrabo el óxido laxo del pseudorreposo y voy, torpe y adormecido, a prepararme un café. Como corresponde.
El domingo viene de indecibles cambios.
Trataré de enfrentarlo con alegría, aunque me duelan las ausencias.
Yo sigo vivo y puedo.

(48)
El Duende Matero saludó con un verdeguiño a Luciano que, muy despacio, fue a preparar un café. El Duende Mozo despegó un ojo y se reincorporó veloz, se pasó una mano por la cara y, ahogando un bostezo, saludó con la mano a Luciano quien agregó otro pocillo bajo la ubre de la express. Con las tazas canturreando desequilibrio se acercó hasta el Duende Mozo. Sin palabras de por medio, se nublaron mirando por la ventana a la luz difusa que corría sin apuros a las sombras de la noche.
El Negro fue el tercero en despertarse. Estuvieron un buen rato los tres, acomodándose a la realidad. Quizás pensando en otros que no estaban en el Boliche. Nadie sabía mucho de la familia de nadie.
El Duende Matero revoloteó un poco, de pronto desapareció por la chimenea. El aprendipoeta difuso salió como impelido por un rayo. Ante el asombro de los tres despiertos, comenzó a limpiar mirando de reojo el fulgor de Camilo, que lo vigilaba de cerca. El Duende Matero los miró, pícaro, y les guiñó un ojo.
- Un poco de rigor no viene mal- acotó el Duende Mozo, encendiendo un pucho.
De a poco, se fue incorporando el resto.
Lucía y Yolanda, algo despeinadas, de maquillaje corrido, pasaron rápido para el baño. Los psicobolches se incorporaron con sonoros bostezos y Lito comenzó a hablar ni bien abrió los ojos.
El Gordo protestó un poco cuando la luz le dio en los párpados pero, al tomar conciencia de la situación y el lugar, se sumó al crescendo de movimientos.
El Secretario de Gobierno y Hacienda arrojó lejos la corbata y se sumó a las filas que iban poblando las banquetas de la barra, a la espera de su café.
El Chino se levantó, dolorido, y rechazando ofertas de ayuda para ponerse en pie. El se sentía bien, y aunque así no fuese, el orgullo villarrubense le impedía expresar dolor o mariconerías por el estilo.
Todos miraban con inocultable asombro al aprendipoeta difuso, limpiando con velocidad y dedicación. Ocultaron las sonrisas, para qué ofenderle el orgullo.
El último en volver al mundo de las cosas tangibles fue el aprendipoeta periodista. Nada extraño, dirían quienes más lo conocían.
El Duende Mozo buscó entre los discos y se decidió a empezar la mañana con Opus Cuatro cantando negro spirituals. Elección muy bien recibida por Chicho, que se había sumado a la rueda entre los primeros.
- ¿Qué tal si ahora descubriéramos que todo esto no fue más que un sueño?- intentó amenizar Lito.
- Me cago- protestó el Negro- no empecemos con boludeces desde temprano.
- Digo, después de todo sería lindo, ¿no? – insistió el vendedor verborrágico.
- No seas boludo, Lito- lo cortó Chicho.
- ¿Por qué, che?, se imaginan qué linda cosa para contar a todo el mundo.
- Prefiero que sea realidad, hermano- habló sin apuros Luciano- porque sino volvería a ser el que fui, y no quiero. Porque no tendría a nadie a quien buscar y porque Zonagrís seguiría siendo la misma mierda, sin que yo me diera cuenta.
- Yo decía, nomás- se avergonzó Lito, que se hundió en su pocillo.
- Pero Zonagrís sigue siendo una mierda, Luciano- apuntó uno de los psicobolches.
- A lo mejor, pero es tan mierda que ahora podemos cambiarla.
Las charlas fueron tomando forma junto con la luz que venía gris, despejando los negros.
Yolanda fue la primera en gritar, señalando la ventana.
Las miradas se instalaron más allá del vidrio.
Podían ver una gran carcaza rodeando al Boliche, que les impedía mirar más allá de unos pocos metros. Se desconcertaron.
- La pusieron durante la noche, no es nada, solo intentan amedrentarnos. Se rompe con un poquito de voluntad y algo de magia, nada más – los tranquilizó el Duende Matero- no nos preocupemos por eso ahora, cuando llegue el momento, la volteamos.
Los ojos fueron del afuera al Duende, se cruzaron y volvieron a ese desayuno compartido.
Pronto las palabras se fueron ordenando en torno a un plan de acción. No hubo demasiadas vueltas, ni demasiados peros. Luciano se había convertido en la voz cantante y el resto procuraba acotar con acierto.
A eso de las 10, en unas dos horas, saldrían a la calle, tratando de ocuparla a lo ancho, avanzando sobre quien se cruzara, cantando y con los libros y la ayuda que les proveería la magia del Duende Matero. Había que acabar con los monstruos y encontrar a los perdidos, si era posible.
Aunque tal vez no pudieran hacer nada, más allá del intento.
Pero eso solo, de por sí, valía.
Más que tantas promesas.

(49)
No hacían falta extraños calderos ni humos formidables ni murciélagos rondando ni tétricas risas. En un lugar indeterminado de Zonagrís, cualquiera podía ser, cualquiera podía no ser, los hechiceros más oscuros de la ciudad se habían congregado para recibir a sus hermanos extranjeros. Al fin, quienes venían a traer las órdenes para los pequeños secuaces del cuadrado angustioso.
Los mismos ángulos, los mismos grises, la misma sobriedad, el mismo protocolo que en las habituales nadas de Zonagrís, esa era la escenografía de la reunión.
Nada de extrañas túnicas ni de diabólicos aspectos. Mirados de lejos, los hechiceros no tenían nada en particular. Impecables trajes a la moda, sobrias corbatas al tono, pelo muy bien cortado, intachables apariencias. Gente de pro. De lejos, uno podía confundir aquella maginégrica reunión con el amable encuentro de algún grupo de empresarios, o comerciantes, o políticos. Al fin y al cabo, la mayoría de ellos desempeñaban esos roles en la sociedad zonagrís. Mirados de cerca tampoco parecían hechiceros, salvo que uno mirara con los ojos de la libertad pero eso suele ser complejo en un lugar en donde hay tan pocos ojos con alas.
En una larga mesa, brillante, de carísima madera, instalados con comodidad en lujosas sillas, con expresión reconcentrada e inteligente, los Innombrables Hechiceros analizaban los resultados de su acción. La más aventurada, la más prometedora de cuantas habían hecho en los más de 100 años de Zonagrís. No había sido fácil conjurar al Gran Hechicero Orticón, establecer con él una alianza y lograr lo logrado. Se habían precisado de muchas reuniones, mucha negociación, aprender un montón de palabras del inglés técnico que habían exigido de las neuronas más de lo que se suponía. Pero había valido la pena.
Los hechiceros se habían cansado de la equidad que mantenían con los duendes. Ellos dominaban casi todo. Eran dueños de los medios tonos, de la opresión, de la chatura, pero no soportaban que los inmanejables duendes siguieran teniendo ese odiado poder sobre lo que llamaban arte, esa libérrima expresión de la bajeza humana.
Habían abominado de pequeños triunfos, ahora se exigían el total dominio de Zonagrís. Al fin de cuentas, era lo mejor que podía pasarles a sus estúpidos habitantes: que los Innombrables Hechiceros manejaran sus vidas, sus pensamientos, sus esparcimientos. Ellos podían conducirlos por las sendas del Consumismo y el Confort, los dos pilares de la gran magia negra.
Así, habían logrado introducir a todos los monstruos. Sabían que causarían destrozos y muerte, pero no importaba. Los objetivos eran claros, ¿a quién le preocupaba una muerte más o menos, un chupado, una violación, una tortura? Pequeñeces, vanas pequeñeces si la comparaban con el poder que tendrían, con la arbitrariedad de la que dispondrían.
Y allí estaban.
Rostros serios y afeitados en torno a la magnificencia de los elementos. Hechiceros y monstruos analizando el estado de la situación. No era complicado. Tenían más del 80% de la ciudad bajo su control, casi el mismo porcentaje de habitantes, y el mundo exterior no era un problema. Habría algún tibio intento por recuperar el lugar para el territorio argentino, pero todo era negociable y cada uno de ellos tenía un amigo en las altas esferas, como para acordar buenos y favorables términos de negociación.
Ellos sabían que todo desencadenaría ese domingo. Todo iba siendo dispuesto como para reducir para siempre a los subversivos habitantes del Boliche y a todos aquellos perturbadores que pudieran unírsele. Destruido el foco del Boliche el resto perdería toda esperanza y posibilidad de unión, por lo que eliminarlos de a uno no sería ningún problema. Hecho esto, Zonagrís era un bocado facilísimo para tragar con delectación.
Zona Norte era una pérdida momentánea. Bastarían un par de meses de grises conjuros para volverla a la normalidad, alejar a los pájaros y hasta a los verdes que pudieran aparecer. Era una gran cosa haber perdido aliados en la refriega, sería el justificativo para eliminar a los rebeldes.
Solo restaba poner en marcha a la masa mediocre. Bastarían unos cuantos mensajes televisivos, algún amedrentamiento a los remisos, unos cuantos gritos, demostrar fuerza, para que los insulsos zonagrises se pusieran en la calle, dispuestos a destruir a quienes se opusieran al orden establecido. Entre ellos y los monstruos eran más que suficientes para neutralizar y aniquilar a los resistentes. Que utilizaran la música y los libros no era problema. Causarían bajas, pero la cantidad era más importante. Tenían dudas acerca de lo que pudieran hacer algunos duendes, sobre todo el Duende Matero, que guiaba a los insurrectos. Pero estaban confiados, tranquilos y confiados.
El Hechicero mayor de Zonagrís se levantó con una media sonrisa incorporada, con un chasquido de dedos llamó a un par de mozos, de impecable uniforme blanco. Sirvieron espumoso champán para todos, las copas se alzaron casi victoriosas. Por nosotros, fue la fórmula del brindis que culminó la charla.
Cada cual dejó la mesa para ir ocupando las posiciones establecidas rumbo a la victoria final. Relamían sus fauces de poder.
El ambiente se fue despejando.
Un par de hechiceros menores se quedó junto al Hechicero mayor y a Superman.
Se frotaron las manos y abrieron una pequeña puerta que daba a un cuarto aún más pequeño.
Sobre un camastro, apenas cubierta por jirones de ropa, sucia, con arañazos de sangre, la desesperación en los grandesojos, Silvina esperaba resignada a sus nuevos torturadores.
En el sol naciente de aquel domingo en la Zona Norte, a más de un pájaro se le escurrió una lágrima.

(50)
Cuando la magia juega, no hay quien pueda predecir nada de lo por venir, ni siquiera de lo que pasó o lo que es.
En Zonagrís se habían conjugado duendes y hechiceros, humanos y mediocres y la coyuntura del tiempo había alterado rutinas que una vez sucedida podrían convertirla en eterna o reestructurar la historia para permitir nuevas curvas. Curvas andando para poner en marcha la rueda del tiempo, detenida cuando debió avanzar hacia la felicidad.
Unos aprestaban sus armas para el golpe definitivo y la tenencia sempiterna del poder. Otros preparaban todas las esperanzas para ver si con ellas revertían la suerte y empezaban a torcer los grises ángulos que oprimían.
Para otros, no había nada nuevo, cambiaban sus dueños pero no la marcha de sus vidas.
No es posible describir todos los detalles. No hacen al contenido y escapan al saber por el invisible hilo del inconciente.
Pero el caso es que una marea silenciosa se había puesto en marcha, ignorada por protagonistas y agonistas. Silenciosa e invisible por su color cotidiano, que era el mejor camuflaje.
No se puede hablar de órdenes ni de secretos designios. Se puede hablar de cosas concretas y sucedidas.
Se puede hablar de la Zona Norte y sus pájaros: empezaron a agitar las alas, tragándose todo el sol y devolviendo los colores en brillos de plumas y vuelo. Se hicieron al cielo en alegres círculos de vigilancia, gozando la libertad de aquellas ruinas que, con las pocas horas transcurridas, ya dejaban entrever verdes. Quizás los pájaros dieron la señal. Tal vez, ni siquiera eran pájaros como los que todos conocemos pero, ¿cómo afirmarlo?
Puede haber sido cosa de Cacique, que se escapó por una ventana tras tantos intentos y comenzó a andar la calle de cola baja, sumando perros a la andadura. El mitológico Tarufi, resucitado de su nunca muerte, el gigantesco Cheuá volviendo por su bondad, junto a Pincén, Nahuel, la bien dispuesta Valentina, el pequeño Pasqualo y hasta el inteligente Chipote en marcha a cuatro patas por las calles. Se fueron sumando perros en la manifestación de esos animales hacia la Zona Norte. Perros distinguidos y perros vagos, perros limpios y perros pulguientos, de patas silenciosas, lenguas afuera, miradas decididas.
Los gatos comenzaron a descolgarse de los techos con ese movimiento felinamente femenino que los caracteriza, no respondían al llamado de sus aparentes enemigos. Iban por ellos mismos, iniciando una formación más huidiza y veloz. Gatos gordos y gatos flacos, capones y sexuados, gatos, gatas, perros, perras. Y se sumaron los canarios que abrieron sus jaulas, y los gorriones que abandonaron el temor y los tordos que dejaron el refugio de las palmeras.
Y aparecieron los monitos encadenados y los chanchitos de la India, no faltaron sapos y ranas con su ridícula apariencia.
Cruzaban por la ciudad, disimulando, los caballos y su fiel porte, los chanchos y su obesidad sin complejos, las vacas que rumiaban tontamente. Por allá iban conejos y liebres, gallaretas y perdices, habitantes del suburbio.
La Zona Norte era la meta de todos los animales de Zonagrís.
Nadie se daba cuenta de la marcha.
Solo faltaron a la cita las gallinas, las lauchas, las ratas y los ratones. Preferían esta nueva comodidad.
Los pájaros de la Zona Norte achicaron el círculo de sus vuelos y le dieron la bienvenida al sol pleno del celestecielo y a cada uno de los que iban llegando.
Se iban acomodando entre las piedras. Los perros olfateaban cada espacio, mojándolo todo con sus patas levantadas. Los gatos no abandonaban cierto recelo, pero su milenaria inteligencia les indicaba que no podían perder energías en menudencias cotidianas. Los nuevos pájaros se sumaron al vuelo de los residentes. Sapos y ranas eligieron un rincón para alfombrar en verde vivo las ruinas. Los caballos se detuvieron, distinguidos y entre todos, comenzaron a completar un círculo expectante.
Ningún humano hubiera podido percibir voces. Quizás los duendes, tal vez los propios hechiceros. Pero no había ninguno por allí. Sin embargo los animales de Zonagrís estaban entendiéndose, comunicando, poniéndose de acuerdo.
No iban a ser meros espectadores del asunto.
Mientras, los canarios matizaban los minutos con sus trinos libres. El resto quedó a la espera de una inexplicable señal.
Atentamente decididos.

(51)
A las 10 menos 5, la impaciencia de todos era insoportable. Ya no había temas para hablar ni cuentos ni chistes por recordar. Las elucubraciones habían quedado atrás porque todos estaban impelidos a la acción.
Lo más difícil había sido establecer quién se quedaría en el Boliche. Ninguno quería hacerlo, pero también era cierto que no podían cerrarlo. Tenía que seguir siendo el punto de reunión, para la victoria o para resistir hasta el final en caso de una derrota.
Por fin, tras una acaloradísima discusión, el Duende Mozo y el aprendipoeta difuso fueron los elegidos. El Duende Mozo se ensimismó enfurruñado en un rincón, pitando con lentitud el cigarrillo y sin dirigirle la palabra a nadie. El aprendipoeta difuso volvió rápido a la chimenea.
Salieron sin apuros. El Duende Matero adelante, seguido por Luciano y el resto. Iban cargados de libros y el Geloso, con una buena provisión de casetes.
Camilo hizo una señal y el grupo se detuvo a unos pocos pasos de la puerta. El Duende Mozo los observaba desde atrás de la ventana, con las manos cruzadas en la espalda y seriedad enojosa en su rostro. La gran cúpula opaca les impedía ver más allá de unos escasos metros. La miraron interrogantes viendo que tenía, en apariencias, una sólida consistencia.
El Duende Matero se elevó un poco más y empezó a girar. Primero lento, acelerando el ritmo poco a poco hasta convertirse en un gran remolino verde, que emitía destellos musicales. Agradables acordes que fueron aclarando la carcaza. El remolino verde se transformó en un enorme pincel, con un par de pinceladas la cúpula desapareció por completo, con un chasquido sordo. Una explosión de luz invadió el más allá, haciendo tambalear a los grises que pronto recuperaron su hegemonía.
El Duende Matero cesó su magia y volvió a flotar sobre el grupo.
- Un poco de imaginación nunca viene mal – acotó.
La Avenida del Nombre Conocido no estaba totalmente despoblada, por aquí y allá podían verse a unos cuantos zonagrises, se los podía adivinar estupefactos, detenidos en su marca por lo que acababan de presenciar. Pero continuaron en lo suyo, no podían permitirse el atrevimiento de creer en lo que habían visto. Esas cosas no suceden.
Con Luciano ocupando el centro de la calle, el grupo de parroluchadores inició su marcha. No tenían un destino fijo, pero habían acordado iniciar la caminata en dirección al Parque Gris.
A ambos lados de Luciano estaban el Negro y el Secretario de Gobierno y Hacienda, a continuación del Negro iban dos de los psicos, Yolanda, Lito y el Gordo. Por el otro sector estaban el aprendipoeta periodista, Lucía, el Chino (bastante recuperado), los tres psicobolches restantes y Chicho.
Tomados de los brazos comenzaron a caminar. Como para unificar criterios Lito empezó a cantar Zamba de mi Esperanza. Por supuesto que la sabían todos.
El paisaje tornó a inmovilizarse. Oscuras fuerzas parecían sorprendidas por el movimiento. El grupo marchaba expectante, decidido y con esa pizca de temor necesaria para tener coraje.
El Duende Matero flotaba unos metros adelante.
De pronto, marcó un alto. Se detuvieron alzando los libros y fortaleciendo el canto.
Pero la tensión se diluyó en sonrisas. Los ajedrecistas venían en veloz carrera, con los dedos en V. Se unieron a los caminantes. En pocas palabras les contaron de su permanencia en la oficina de la Central Telefónica, y de cómo habían sentido el canto rasgando la chatura. No habían necesitado más que eso para darse cuenta de lo que pasaba.
Esa pequeña suma animó un poco a todos. Ya no eran los que habían salido, en pocos pasos habían engrosado sus fuerzas.
A la cuadra y media del progreso tuvieron que volver a detenerse. Un sonido como de lluvia les había devuelto la tensión.
El Duende Matero hizo un veloz vuelo por la zona. Volvió portando una verde sonrisa. Por la calle Güemes, y el nombre no era pura coincidencia, comenzaron a aparecer unos cuantos zonagrises, unos cuarenta o cincuenta. Pálidos, en un conjunto que daba la impresión de flacura, pero de ojosdecididos. Muchos reconocieron amigos, algún pariente y hasta a gente a la que no tragaban en las habitualidades.
- Estamos dispuestos a defender nuestra libertad. No sabemos qué hacer, pero si los invasores han dicho lo que han dicho de ustedes, por algo debe ser. Cuenten con nosotros.
Esa fue la sintética presentación.
No hizo falta más.
Chicho, el Negro y el aprendipoeta periodista se retrasaron un poco para explicarles todo lo que sabían y lo que pensaban hacer. La marcha se agrandó, tanto como el canto. El Duende Matero empezó a trazar vivos colores, desparramando magias para ensanchar la esperanza.
Luciano tenía los ojos brillosos. Tal vez por las ganas, tal vez por la tristeza de no llevar a Silvina a su lado, tal vez por la conciente inconciencia de algún destino.
Y hacia donde estaba el mástil, entre éste y el monumento a San Martín, un ejército de sombras comenzó a cerrarles el paso.
La hora de aquel domingo no pedía más permisos.

(52)
Fueron surgiendo de sus cuevas. Grises hasta el asco, medrosos y cagados. Cargados con la bronca y la frustración de sus mediocridades que nunca se atreverían a largar afuera.
Eran los más grises zonagrises que en Zonagrís hayan existido. Quinientos, seiscientos, quién sabe cuántos. Respondiendo al llamado de sus amos, los hechiceros grandeseñores dominantes de su suerte que los habían convocado con la más negra de las magias. Los habían llamado a defender su estilo de vida, aquel de la posibilidad del televisor, aquel de poder salir cada sábado por la noche a derrochar medianías, en la lenta vuelta a la avenida en autos conseguidos a fuerza de rutina, que desplazaban lentos en la abulia mirando a ningún lado, exhibiendo su apariencia, su cáscara.
Eran los dueños de las miradas vacías y las charlas intrascendentes. Los dominados cómodos de hastíos irremediables. Los que cambiarían su felicidad por pocas monedas, los que compraban a órdenes fijas, los que respondían todos los mandatos del Consumo, los amantes irredentos del plástico. Admirados incondicionales de lo foráneo, educaban a sus hijos a golpes de medianía y a billetera abierta, siguiendo los mandatos de los modelos huecos, de manera de condicionarlos a ser sólo zonagrises, castrándoles la imaginación, arrancándoles de raíz las alas.
Ellos, los que formaban filas de pura imitación, los que vestían por la moda, admirando cholulos a la estrella de turno, debatiendo grandes hermanos y bailes por pesadillas, los que despreciaban a los distintos, condenándolos, los que no permitían el vuelo de los pájaros, las risas de los locos o los besos de los enamorados. Los que tenían negado el sentir y apenas si se atrevían a pensar.
Ellos comenzaron a juntarse, uniformemente uniformados por la forma de turno, desgastados, anodinos. Peligrosos.
Salían de sus cuevas de ratones, se ponían su mínima estatura, moralistas, retrógrados, nefastos. Llevando a un dios mentiroso e inventado como escudo, un dios que habían hecho a la imagen y semejanza de sus comodidades, un dios iracundo, represor, occidental.
Los que se ponían colorados por el arte, que trataban de blasfemos a los poetas. Perimidos de existencia en lo imaginable, amantes de la inquisición de las conciencias, salían convocados por la muerte.
Esos que serán grandeshombres a la hora de morirse. Fastuosos, colonizados de pensares, entregados a las abstracciones del cinismo, salían, consecuentes con sus amos.
Salían a luchar.
Parecía imposible que las ratas se animaran al combate.
Pero en defensa de las cuadriculadas formas eran capaces de todo. Porque tenían conciencia de número, se sabían más y, aunque alguno cayera, no se permitían pensar en eso. Tenían sobre sií años de imposiciones y cadenas, y estaban cómodos con ellas.
Las miradas vacías pretendían ser profundas y se animaban con órdenes tajantes. Les molestaban el canto y los colores, los enardecían las curvas y los cambios.
Y en defensa del orden concebido, salieron a las cuadriculadas calles de aquella Zonagrís inerme.
Se juntaron delante del monumento a San Martín, pero no se atrevieron a mirarlo. No había mármoles de Rivadavia, de Pinedo, de Manuel García, que con seguridad los hubiesen acompañado. Prefirieron no mirar hacia la altura.
Los árboles, alineados y militares, les dieron bríos.
Se compactaron a la espera de aquellos pocos que, cantando, marchaban a enfrentarlos.
Alzaron sus manos en la postura que siempre les había sido clásica, esa que no abandonaban jamás y les daba fuerza de conjunto: las manos derechas horizontales y el dedo índice de cada una de ellas apuntando hacia los vinientes.
Señalando, marcando, individualizando.
Con cara de señores se pusieron en camino, hacia el choque inexorable, a defender la moral y el orden, a salvar lo conocido, a impedir el porvenir.
Por ellos mismos.

(53)
Allá están, los veo a pesar de su difusidad. Son los de siempre, los que me apretaron los sueños, a mi y a tantos como yo que fuimos rindiendo nuestras ganas a su yugo de sombras. Son los que me pautaron mi forma de comportarme, los que indicaron mi acción y mi tránsito.
Pero no importan ahora. Caerán, seguro que caerán. Mis manos, estos libros, toda la bronca y esta irreprimible necesidad de ser libres, serán más poderosos que su número, que su masa monocorde que avanzará hacia nosotros.
Mis pies se mueven hacia el frente. No necesito obligarlos, mi alma sabe el rumbo y ellos le responden más que a mi mente.
Pero no puedo evitar este regusto a desaliento que me puebla, tal vez es egoísmo, quizás reflejos de mi pretérita y oficinesca existencia, o a lo mejor es el ambiente lo que me agobia.
Tengo dentro de mí muchas dudas: ¿para qué?, ¿qué gano con ir al frente, con arriesgar mi vida?, ¿por quién lo hago? No por esas mierdas que nos enfrentan, no por los cobardes que ni siquiera salen. Sí por este puñado de locos sin remedio que nos encaminamos a la menos imaginada de todas las batallas de Zonagrís, síi por los pichones de niñospájaros que tendrían que andar purreteando el domingo y deben esconder sus juegos ante la pesadilla, sin por los que vengan sin esta carga de escepticismo que llevamos todos los aquí malamente nacidos.
¿Adónde andarán mis compañeros de primaria? ¿El flequilludo Abel, que fue mi primer compañero de banco, la muy bonita Nora, mi primera imaginaria novia, allá por tercer grado? ¿En qué nube habrán quedado colgados mis guardapolvos blancos de los días de ilusión irredimible? ¿Adónde las tizas de sonoridad vidriosa, proyectiles prohibidos? ¿Quién se roba en esta ciudad las pelotas de goma a rayitas, de los picados de la siesta en las veredas? ¿Quién los triciclos veloces de nuestras primeras carreras? ¿Adónde se llevarán las higueras tentadoras asomando tras los tapiales? Será al mismo lugar, por donde andan nuestras ensoñaciones desplazadas por la gris realidad de lo posible.
¿Por qué no retengo los nombres de todos mis compañeros del secundario? No me acuerdo de la primera mujer que me abrió sus piernas ni de todas las novias. No me acuerdo de mis broncas y paranoias adolescentes, ni de los profesores ni de los picnics de cada 21 de septiembre, ni del acné, ni del primer boliche, ni del primer pedo. Me parecen cosas muy lejanas, como pintadas a grandes trazos en el álbum imaginario de otra persona. Nada es mío, ningún zonagrís es dueño de sus recuerdos porque los van destrozando los fracasos, el habituarse a la simple supervivencia, a la no creación. El permitir que nos degollaran la imaginación a fuerza de decirnos que por ser jóvenes no debíamos, a fuerza de recriminarnos el pelo largo, la ropa, las costumbres, las idas y las vueltas, a fuerza de censurarnos el ser y sólo dejarnos un vago hacer que no alterara las formas.
Los dueños no quieren raros, no aceptan distintos. O nos hacemos iguales a fuerza de golpes o nos vamos por la muerte, o por la puta Terminal de Micros que anda llevándose los sentimientos, los proyectos, en esa ronda incesante del irsesiempre que desangra a nuestro pueblo, que le roba las mejores ganas, que lo acorrala contra la quietud.
Yo sé que la mayoría de esas ausencias que me rondan ni siquiera se acuerdan de la existencia de este mísero punto del mapa, sé que en otros lugares han podido extender sus alas, pero ¿hasta dónde sirve salvarse solos? No los voy a criticar, sería tan absurdo como ridículo, pero cuando se nos despierta el quijote dormido comenzamos a cuestionar las idas como si fuesen huidas. Se nace en un lugar por casualidad, pero vale tratar de transformarlo y no escaparle. Tal vez, eso es lo que me mueve. O el recuerdo vivencial de tantas desazones, de tantos vacíos de sentimiento, de todas las angustias sufridas por no ser más que una sombra sin presente ni futuro.
Y por Silvina, a la que conozco desde hace apenas unas horas y a la que amo, o creo amar, que es suficiente. Por esa Silvina a la que debo encontrar para no cambiar vacío por infinita tristeza, para convertir la esperanza.
Y por eso el desaliento y mis dientes apretados, por eso este caminar de la mano de mi alma y por eso esta mirada compañera con todos los que conmigo avanzan. Otras almas agotadas de opresión que van a luchar por un ideal, por una utopía, esa posibilidad siempre negada por los compaginadores del mundo establecido.
Que el desaliento se transforme en euforia, en indiferencia ante la muerte, porque vamos por la vida. Vamos por las curvas que nos merecemos, por los duendes que nos esconden, por el futuro que nos roban, por la vida que nos deben.
Que flameen alto esos pañuelos blancos, esos que nuestro duende inconciente colectivo ha sacado de nuestro sustrato. Que suenen más fuerte las desafinadas voces y que se alcen hasta el cielo nuestros libros y que se chorree por la eternidad nuestra pintura y que explote frente al ogro de la envidia.
Siento que crezco, que mis pies no están en la tierra, que me elevo en vuelo, que mi ser no cabe en este pequeñito y arcillesco cuerpo material. Que es más grande la esencia, que mi existencia basta para entregarla para que otros estén mejor.
Vamos, compañeros de esperanza, aprieten cada pedazo de celeste que le roben al cielo, sean cola de un barrilete urgente, la risa de un juego-niño permitido. Vamos, compañeros de futuro, somos grandes hasta la infinita dimensión del sentimiento.
Que se vengan los grises y sus sombras, acá también vamos nosotros.
Vamos hasta la muerte y por la vida, que no habrá negación que nos detenga.
Vamos hasta la victoria de los sueños.

(54)
Zonagrís detuvo su alarido de grises. Contuvo los aires malolientes de juventudes viejas, detuvo el corazón empequeñecido. Era la hora del nunca, era la hora del siempre, la que marcaría la historia, la hora impensada.
Los grupos se encontraron en el Mástil, ese que está a una cuadra del único semáforo de Zonagrís y que marca el centro preciso de la ciudad.
Los que estaban en defensa de las sombras, sumaron la presencia de unos cuantos monstruos de la tele, gigantescos, invictos e invencibles. Lanzaron una carcajada cuadrafónica que derrumbó algunas luces y apretaron el paso, de índice alzado.
Los que venían a luchar por su porción de curvas agrandaron el canto. Una llamarada verde los guiaba desde arriba y un torrente de libros se enarboló por su suerte. Se detuvieron ambos grupos a tres pasos de distancia. Los ojosdecididos buscaron a los ojosvacíos y no encontraron más que indiferencia.
La tensión tocó su clímax y un grito brutal arrinconó las dudas. Luciano saltó, a libro puro, chocando contra uno de los defensores del orden. Ya no hubo más esperas, nadie pudo ser ya lo que había sido. Se trenzaron en la apoteosis desenfrenada de las manos y los puños, de los libros y las sombras, del canto y el silencio.
Arriba, el gris se hinchaba y la lluvia de colores avanzaba sin pausas, mezclándose en su propia batalla.
Los árboles cerraron sus ojos y las calles ablandaron su cemento, temerosos de aquella refriega.
El Duende Matero remontaba su vuelo enloquecido iluminando verdes, encegueciendo a los obsecuentes.
Los monstruos cargaban con su mortal potencia.
El primer minuto no dio tiempo a evaluaciones, ningún cronista podría registrar el detalle de aquella lucha de conjuntos.
Pero los bandos fueron separando sus alas de combate y planificando el encuentro.
Luciano, Chicho y el Negro, con un grupo de los recién incorporados armaron su pequeña batalla en la plaza que está frente a la Municipalidad. Los psicobolches junto a los ajedrecistas habían retrocedido unos metros y peleaban en medio de la Avenida del Nombre Conocido. Lito y el Gordo capitaneaban otro grupo que se había desplazado hacia la Avenida de las Palmeras. Yolanda y Lucía habían avanzado hacia la otra plaza. El Duende Matero era un torbellino que desorientaba a Superman y compañía mientras que el resto de los monstruos no encontraba lugar en la lucha.
Un sonido de guitarras se sumó a los gritos. Todos los guitarreros y rascadores de Zonagrís venían en apoyo de los parrosiempres y, con ellos, las orquestas de bailongo. Un par de pintores se hizo a la lucha arrojando colores a diestra y siniestra, mientras que todos los barriletes escapados volvían al suelo, para taparles la visión a los Defensores del Orden. Los hechiceros descargaban negritudes y aparecidos y fantasmas querían aportar su cuota de miedo a la refriega. Las hojas secas y sonoras de cientos de otoños hacían patinar a los grises. Los hechiceros soplaban olor a mierda y aparecían pétalos para rechazarlo.
Los grises pegaban fuertes y la mitología de todas las historias distintas de Zonagrís, retornó para amortiguar los golpes.
El cuadrado de la ciudad temblaba como un castillo de naipes y por entre los acordes armoniosos aparecían ruidos, que sonaban más potentes.
Chicho estaba trenzado con dos grises que lo tenían a mal traer, el Negro empalmó a uno de ellos con una antológica volea que lo dejó incrustado contra un prolijo ligustro de la plaza. Luciano ganaba terreno avanzando en diagonal hacia el Gran Hotel haciendo retroceder a librazo limpio a cinco Defensores del Orden.
Los psicos perdían terreno, lo mismo que Lito y el Gordo, mientras que Lucía y Yolanda mantenían el equilibrio en su sector. Sus pies y manos eran expertos en buscar y golpear partes pudendas enemigas.
El Chino parecía recuperado totalmente y era una máquina de golpes que desparramaba adversarios. El Secretario de Gobierno y Hacienda utilizaba una técnica boxística más refinada pero no por eso menos efectiva.
Los hechiceros apretaron todos los resortes de su magia negra.
Los monstruos agrandaron sus tamaños. Comenzaron a aplastar árboles y cosas y a esparcir el dolor y la agonía. El Duende Matero desesperó en sus intentos de distraerlos.
Los músicos quisieron engrandecer sus sonidos pero de poco bastaron. Un viento hiriente barrió las hojas y, en el cielo, el gris agrandó su dominio sobre la lluvia de colores.
Los Defensores del Orden huían, maltrechos, para recomponer fuerzas y así los invasores podían hacer el trabajo por sí solos.
Lito lanzó un libro de plano que le arrancó un brazo al Hombre Araña, pero el monstruo no sintió el golpe. Los dibujos pueden volver a dibujarse.
Y Lito fue el primero en caer.

(55)
No aflojemos compañeros. Puño en alto, corazón abierto. Podemos, seguro que podemos. Que no vengan las sombras, que no lleguen los miedos, podemos, si nos animamos a dejar hasta la última gota, seguro que podemos.
En la altura de mi vuelo levanto verdes contra grises, empino luces contra sombras. Giro y me disperso, tengo que inventar las formas más poéticas, los delirios más pictóricos. No importa el tamaño de los invasores. Me cago en su fuerza, en su poderío. Soy un duende. Un duende pobre pero sano, un duende villarrubense con las ilusiones de tantas horas de mateadas que me formaron y que tienen que revivir para salvar a la esperanza.
Busco la altura y veo un combate desigual.
Allí están mis bravos compañeros, apenas armados de ganas, rima de poesía en la aridez de un discurso. Veo sus cuerpos de noches y fracasos, meta golpear y pelear por su futuro. Los veo íntegros, solidarios, los veo de sensaciones esparcidos. Avanzan, retroceden, se disgregan, se juntan.
No hace falta conocerlos para identificarlos. Mírenlos, son los henchidos de colores, son los que cantan, son los que creen. Son esos humanos tan humanos que alzan sus pobres manos y sus siempre sueños, son esos insólitos que pelean por una utopía, son ese grupo que puede dividirse pero está unido por la magia de la comunión de querer.
Y ahí van los otros, los grises, los subhumanos. Ese ejército sombrío del miedo y el rencor, del odio y la mediocridad. Llevan estandartes de grises y aunque sean tantos, no parecen estar juntos, su necedad los separa.
Suban conmigo y vean, vean esta pobre ciudad sacudida hasta los cimientos, véanla replegarse en sus dudas. Miren su eterna ausencia de curvas. Fíjense como llegan las nubes grises en forma de culos a defender la quietud, miren las testas doblegadas de los árboles. Se darán cuenta que a esta ciudad se le ha perdido, dormido o ausentado el alma. La única forma para reaparecerla es que los hombres sientan, se animen, vayan, que no haya nadie que medre desde las sombras. Que vengamos los duendes y las sombras a reconstruir las fantasías, que ningún gran señor dictamine más en qué hay que pensar, qué hay que hacer y cuánto está prohibido.
Suba conmigo, no sea indiferente, no sea cosa que en su ciudad esté pasando lo mismo. No espere a tener el barro en la boca, atrévase a volar, a desgarrar los temores. Encienda el motor de los anhelos y hágase cola de barrilete llevado por los vientos de sus ganas. Nadie quiere más zonagrises, pero aprendo de estos que sufren y pelean porque quieren, que defendiendo sus curvas están defendiendo las suyas, mi querido lector.
Mire a esas mujeres. Muchos de sus vecinos las han llamado putas, sólo porque se han hecho material de la noche, porque han prestado su cuerpo para saciar las ganas, porque no han hecho más que esperar la llegada de un sueño. No han sido hipócritas. Mírelas, se han olvidado de tantos epítetos y van.
Mire a esos hombres, tildados de vagos, borrachos, locos o perdidos. Ellos no se adocenaron, le hicieron asco a la rutina, prefirieron la noche compartida antes que los días solitarios. Ellos también se han olvidado de las caras que se dieron vuelta, de los dedos que acusaron, y van. Por Zonagrís, por todos, van.
No se quede en estas letras, acuérdese de cuántos como ellos fueron por su suerte mientras usted leía la tinta de los diarios, cuántas veces alzó los hombros, indiferente, porque usted no era el afectado.
¿Qué hace, hombre o mujer que lee, que no deja de leer para sumarse a la batalla? Sumérjase en el libro, no es imposible, haga la prueba. No tema por su vida que mañana alguien sacudirá estas páginas y usted caerá en el suelo de su cuarto, quizás maltrecho, pero más puro.
Venga con nosotros a la lucha. Habemos mujeres, duendes, hombres y confusos. No sea gris, hágase luz y prenda fuego a la vergüenza, no espere que quienes van a morir lo saluden, no le de pasto a las recriminaciones de conciencia. ¡Venga!
¡No te caigas, Lito! ¡Levantate! Usá tu locuacidad o tu timidez disimulada, no dejés que te maten, hermano.
Cuidado con ese monstruo de mierda, Lito. Peleá, defendete, voy en tu ayuda.
Bajo veloz, como la imaginación manda, me interpongo verde ante ese Hombre Araña gigantesco y sin un brazo que se yergue sobre Lito, pero es en vano.
Alza su único, descomunal, obediente y cipayo brazo y lo descarga, brutal sobre el pobre Lito, que cae fulminado, muerto antes de tocar el pavimento.
Hay un compañero muerto y ni tiempo tengo a recordarlo vivo, porque miro por doquier a tantos monstruos que se agigantan, escucho un ruido ensordecedor y los grises que se desploman. Se hace difícil ver a mis compañeros. Los serviles retornan con más bríos.
Nos están pegando duro, nos están desangrando.
Al Boliche, compañero, al Boliche.
Retrocedan para juntar fuerzas y defender nuestro reducto, retrocedan que nos van a masacrar. Retrocedan, corran, no es cobardía. Chicho, Negro, Chino, mujeres, júntense todos para volver a resistir.
Luciano, ¿dónde te metiste, Luciano?
Hay que retroceder al Boliche, antes de que las sombras nos aplasten.
Y usted, ¿por qué no ayuda, carajo?

(56)
No hay estética en las huidas, apenas aquella que pueden rescatar los poetas que a todo armonizan. Los parroderrotados huían. La verdeclarinada del Duende Matero detuvo las pequeñas luchas. El cuerpo caído de Lito fue el símbolo, el estandarte vencido. Las miradas convergieron, los ojos se buscaron, la visión de la batalla acongojaba. Las gigantescas moles de los monstruos invasores sobrecogían, tanto como pensar en que el Boliche estaba a cuatro cuadras, poco más, poco menos.
La idea de la derrota, la conciencia del desastre ayudaban a agrandar las tristezas. No era momento de pensar en cuánto se perdía sino en qué se perdía, así de sencillo.
Era tiempo de comprender que de nada servía el color, la música, la decisión, las ganas. La negra magia de los Hechiceros podía sobre la utopía.
El Duende Matero se convirtió en un fogonazo verde que, por un momento, paralizó a los monstruos y a las hordas grises que retornaban a por su mediocridad eterna. Los psicos, Chicho y el Negro se pusieron en marcha hacia el Boliche, sin mirar atrás. El Gordo demoró un instante para poner en movimiento su mole. Yolanda se unió a la carrera. Un marine de televisión despedazó con una ráfaga de su ametralladora, que despedía fuego gris, a una improvisada orquesta, mientras el conjuro de hados malignos hacía desaparecer a las hojas de agosto. Los fantasmas cargaban sobre el Duende Matero, mientras que la 4x4 manejada por Batman hacía volar por los aires, de un topetazo, al Secretario de Gobierno y Hacienda. Los ajedrecistas se refugiaron en la Municipalidad, pero el edificio fue demolido por un transformer. Las bajas que habían infringido los parroluchadores parecían no importar, los monstruos reaparecían.
Lucía no pudo escapar de las garras de He-Man, que la golpeó y violó en escena repetida, prevista, no por ello menos dolorosa. El cuerpo desnudo de Lucía, ya muerta, quedó colgado de las ramas tristes de un árbol que, sin poder ocultar su pesar, inclinó sus ramas para dejarla caer suavemente en el mustio césped de la plaza.
El Chino fue a morir, tras una lucha brava, entre las manos informes de los grises secuaces. Se ensañaron con él, con odio, eran golpes de cobardes matando lo desconocido. Era el chico rompiendo su juguete más valioso.
No había lugar para los sueños.
La destrucción avanzaba, mientras el Duende Matero alocaba colores en remolinos, explotaba en armonías que apenas si se notaban en el marasmo del gris, en la acritud del ruido a muerte.
Parecía como si una mano extendiera una negra capa destructora sobre Zonagrís. Nada quedaba de los que se habían sumado a último momento a la esperanza. La roja sangre de los caídos viraba al gris. Los sobrevivientes corrían desesperados. El Boliche refulgía apenas, pero su brillo era cálido. Las hojas de los libros volaban sin rumbo, mientras las letras que llevaban impresas iban desapareciendo.
Un espantoso olor a mierda dominaba el aire.
El Duende Matero se volvió a elevar y descargó un enorme chorro de agua verde, escupida de mate, sobre He- Man, que se retorció despidiendo un humo negro y salado. Lara Croft se retorcía sexurrante, franeleándose las tetas y abriendo sus piernas gigantescas, de donde escapaba un insoportable olor a pescado podrido.
Por doquier aparecían malignas sonrisas estereotipadas que, de pronto, se abrían dando dentelladas a lo que hallaban, decapitando árboles, personas, amigos, enemigos, destruyendo. El Mástil se había trocado en un falo retorcido que arrojaba como una fuente, un esperma espeso y gris que carcomía el pavimento.
El Negro, Chicho, Yolanda, el Gordo y los psicos, corrían.
De las nubes culos comenzaron a caer triángulos y rectángulos. El Duende Matero sintió que los ángulos lo golpeaban e inventó pequeños círculos para rechazarlos. La plaza comenzó a geometrizarse. Los árboles era cuadrados, los escasos arbustos se tornaban hexágonos y la plaza misma adoptaba la forma de un ataúd.
Los monstruos avanzaban destruyendo, sin piedad, porque estaban programados para dominar y destruir.
La carcajada de los Hechiceros se elevó, fantasmal.
A 50 metros del Boliche los invasores estaban a pocos pasos de los sobrevivientes, que aceleraron con el último esfuerzo, apretando los dientes, a sabiendas de que su suerte estaba echada.
Sin embargo de la nada, o del todo ¿cuál es la diferencia?, un coro de miles de voces se elevó en el gris. Una música que sorprendió a los monstruos.
Fue la fracción de tiempo necesaria para que un desesperado Duende Mozo abriera la puerta del Boliche y dejara entrar a los parroderrotados.
El reino del gris proclamaba su imperio sobre la inaudita tristeza de Zonagrís.

(57)
Hasta la nostalgia era alegre dentro del Boliche.
Como por magia habían aparecido telarañas por doquier. Los pocillos se apilaban vencidos en las mesas, que ahora parecían más viejas y desvencijadas. La música que brotaba de los bafles se tornaba inaudible debido a un montón de extraños ruidos, de esos que hacen los equipos de sonido cuando se cansan de funcionar.
El Duende Mozo sabía de derrotas pero no de tales golpes. Juntó las fuerzas que su experiencia le daban y sin pensar, tratando solo de accionar, fue hasta la express que bufó entristecida, hasta soltar unos cuantos chorros de café en los pocillos cada vez más amarillentos.
El aprendipoeta difuso había salido de la chimenea, como comprendiendo que ya todo era igual, quizás pensando en un suicidio romántico.
El Gordo se había desplomado en el rincón mediato de la barra. Los psicobolches, exhaustos, estaban sentados en la pequeña escalera que conducía al desnivel. El Negro se había apoyado en la pared del baño, con la vista perdida en ese techo tan negro de tantos humos pasados. Yolanda se había desparramado cerca de su mesa de siempre, sola, sabiendo que no habría esperas por venir, que las soledades eran más solas y más muertes, que ya no importaba su pelo desordenado, su ropa desgarrada, su falta de maquillaje, su amor imposible.
En el fondo de la conciencia todos pretendían aferrarse a esa pequeña esperanza que los había salvado. Esas voces…
Pero no servía, ya muchas ilusiones se habían quemado en la pira del horror, como si la utopía hubiera zarpado hacia un mar negro, remoto, imposible. Sentían que solo les quedaba lo posible, que había que sobrevivir.
Vida, muerte, ¡qué contradicción! No podían hacer nada, estaban supeditados a la magia desfalleciente del Boliche, a lo que pudiera hacer el Duende Matero. Sabían que la muerte sería la más segura visitante de aquel nefasto domingo de marzo.
Se miraron como recontando los ojos presentes y los sintieron aguarse al descubrir los pares faltantes: el Chino, Lucía, Lito, los ajedrecistas, el Secretario de Gobierno y Hacienda, el Gurí, Penélope, Silvina, Luciano, el aprendipoeta periodista.
No hablaban, tenían miedo de que las palabras rasgaran el duelo y lo convirtieran en desesperada angustia. Ni siquiera había de qué hablar.
El Negro recordaba los domingos en el Estadio, domingos como hoy pero distintos. El Gordo quería atrapar y fijar para siempre en su memoria las escenas del viernes, cuando estaban todos, cuando parecía que la voluntad bastaba, cuando no había muertes y había un grupo.
El Duende Mozo se retraía en la negrura del futuro. Quería pensar qué sería del resto del país, saber si siquiera les preocupaba lo que estaba pasando en la pequeña y cuadriculada Zonagrís.
Pobrecita Zonagrís, tan castigada.
Pobres los zonagrises, tan nadas.
Los psicobolches se tapaban los oídos, no por el ruido, pero la conciencia les retumbaba de vanas consignas y la realidad los aturdía de crueldad.
El tiempo parecía detenido y las telarañas se sumaban fantasmales.
La luz languidecía en la desazón.
Un fogonazo verde los sobresaltó, el todo del Boliche se iluminó resplandeciente, la puerta se entreabrió apenas y la verde transparencia de Camilo penetró rápido junto al aprendipoeta periodista, que arrastraba al Secretario de Gobierno y Hacienda.
Los vieron llegar sin muchos ánimos.
La figura del gauchito con brazo extendido portando mate, del Duende Matero, se detuvo sobre la barra. El aprendipoeta periodista respiraba agitadamente, tarde se había dado cuenta de la retirada, inimaginables son los esfuerzos que debió hacer para no ser envaginado por Lara Croft, que le había sexurrado hasta el paroxismo, solo recordaba que había corrido como un loco, que en la corrida encontró al Secretario, herido, con un brazo o los dos quebrados por el topetazo de la 4x4, que lo ayudó a correr, que el Duende Matero los había protegido con lo más puro de su magia y que había sentido voces, miles de voces, como un coro celestial.
Se dio cuenta de las ausencias. Murmuró, taladrando el silencio, que Luciano iba luchando la última vez que lo había visto, lejos de la plaza que estaba frente a la Municipalidad, en dirección al predio de la Sociedad de Hacendados de Zonagrís.
Del resto no hizo falta hablar, los había visto caer.
- Solo nos resta sentarnos a esperar el final- susurró el Gordo.
Las miradas fueron hasta el Duende Matero, con ilusión por su magia. Pero Camilo estaba en silencio.
Acomodaron lo mejor que pudieron al Secretario de Gobierno y Hacienda, que estaba semi desmayado, entre los puff. Se sentaron frente a la barra, mirando hacia abajo bebieron los cafés que el Duende Mozo les había preparado. El vaporcito de la pócima apenas si se veía, las telarañas lo amenazaban.
El Negro terminó su café y fue hasta la gran ventana donde los vidrios parecían más sucios.
- Ya están aquí- dijo con voz queda.
En el grisnegro afuera el ejército de sombras y los monstruos gigantes, miraba con altivez.
Iban a matar para siempre al último reducto de la imaginación.
El Boliche estaba sitiado.

(58)
- Parece la televisión- murmuró el Negro, mirando al ventanal en donde se recortaban, como en un pantalla las figuras de los sitiadores.
- En todo caso, es una mala película- agregó el Duende Mozo.
Por un momento, habían dejado de pensar en las muertes. Se sentían espectadores de un drama ajeno, se sentían lejanos a esa realidad.
- ¿Y entonces? – preguntó el Gordo.
La pregunta quedó vibrando entre los hilos de las telarañas, sacudió el fino polvillo que de a poco iba cubriendo el interior del Boliche y se hizo silencios.
Los ojostristes de los parroderrotados buscaron la figura etérea y verde del Duende Matero que parecía ensimismado arriba de la barra. A poco, sintió las miradas, levantó la duende cabeza e intentó una sonrisa.
- Supongo que es cuestión de esperar la muerte- musitó uno de los psicobolches.
- ¿Y la magia?, ¿no podemos esperar algo de la magia?, ¿no habrá otros duendes que nos ayuden? – inquirió directo el Negro.
El Duende Matero le sostuvo la mirada. Se distendió en verdes y comenzó a flotar con lentitud por el cielo del Boliche.
- Vamos a limpiar un poco estas telarañas – indicó.
Los parroúltimos lo miraron sorprendidos y reprochantes, pero el Gordo, como para hacer algo que distrajera su desánimo y su tristeza, comenzó a bajar esos hilos que aparecían de la nada. El resto, también para hacer algo que les cambiara el foco de atención, lo fue imitando, sin demasiado entusiasmo.
- Una vez, cuando recién empezaba esta historia de duende – dijo Camilo- vi a un hombre moribundo en Villa Rubí. Los médicos lo habían desahuciado, los familiares lo estaban llorando, pero el hombre tenía ganas de vivir. Entonces se imaginó que quería seguir viviendo y le ganó a la muerte, por posible. Y vivió. Así de simple. Saben que yo estoy tan triste, tan desesperado como ustedes, aunque para mi no haya muerte. A mí, como a ustedes, me duelen como patadas en los huevos las muertes de los compañeros, los medios tonos de nuestros enemigos. Sé que tendremos que resistir aquí dentro, con mi magia, con la del Boliche, pero será más grande esa fuerza si le unimos la esperanza. Y yo la mantengo viva, aunque hayan quedado tantos de nosotros tendidos en las calles. Yo creo que hay cosas que estamos ignorando, yo creo que en algún lado hay luz. Y aunque no sea así, prefiero luchar creyéndolo, porque así tendré un motivo para hacerlo. No quiero que luchemos sólo por sobrevivir, eso no vale la pena. Mírenlos, miren esos ojos vacíos, miren esa tristeza, miren ese odio. Ellos tienen la fuerza, nosotros ni siquiera tenemos la razón, pero defendamos nuestra locura. No nos achiquemos ahora.
Las palabras del Duende Matero, dichas sin apuro, con firmeza, parecieron reencender las llamitas interiores de los parrolocos que, pronto, se deshicieron de las telarañas, y sin darse cuenta, se encontraron cantando junto a un Silvio Rodríguez que sonaba mucho mejor en los viejos bafles.
- Si no creyera en la locura de la garganta del sinsonte, si no creyera que en el monte se esconde el trino y la pavura…
La luz del Boliche creció un poco e hizo retroceder a los cercadores.
El show de afuera había comenzado.
El ejército de grisesombras fantasmales cargaba contra la titilante luz, que oscilaba ante cada ataque pero, de un modo u otro, lo rechazaba.
Los monstruos de la tele comenzaban a ofuscarse pero aún no se animaban a avanzar sobre la blanca magia del Boliche.
Los hechiceros arrojaban conjuros de negrura que eran contrarrestados por encantos de ternura del Duende Matero.
Aparecían las sonrisas mordientes, los culos, las tetas siliconadas, las piernas, las extensiones capilares, los colores de moda, la estupidez, los electrodomésticos, las cervezas, las afeitadoras, el ruido estridente. Toda la hechicería de los malos hados y de los invasores presionaba la resistencia del Boliche.
Como lo había dicho Camilo, las magias se juntaban, se unían las voces de los parrosiempres, que se prendían a la euforia de la decisión del vencer o morir. Se aunaban a los retacitos de esperanza y aguantaban. Pero, poco a poco, la luz defensora retrocedía. Hasta en la puerta y en los vidrios se sentía la presión. Las telas de araña se multiplicaban en una ardua lucha con los parrorresistentes que las sacaban.
Los fantasmas de los pesimistas rodeaban al Boliche.
El miedo se iba metiendo de a poco en cada uno. La noche se venía negra, como el futuro.
De nada vale la historia cuando el presente se niega, de nada vale el ayer aunque sea el estandarte.
Las caras de los cercadores iban tornando a una mueca de triunfo.
La atmósfera del Boliche se volvía insoportable, pesada, como de ocaso.
El Duende Matero se aferraba a la esperanza. Pero los sueños estaban lejos del Boliche.
Quizás por ello nadie advirtió que las voces estaban más cerca.

(59)
A veces, el tiempo no da lugar a lágrimas ni llantos, aunque vayan por dentro, aunque golpeen sordos a la altura de la boca del estómago, ese lugar que el alma ha elegido para contarnos de sus penas.
Luciano no lloraba, peleaba. Bravamente, como nunca hubiera imaginado hacerlo pocas horas atrás, como no hubiera podido soñarlo en las cercanaslejanas horas de empleado de oficina, tan arrutinado y gris como esos enemigos sin rostro que lo cercaban. Pero eso no le impediría avanzar.
No sabía adónde iba, respondía al instinto, a su imaginación que le había hecho ver el dedo de San Martín desde el monumento, apuntando hacia la Sociedad de Hacendados.
Sus manos estaban despellejadas, casi no tenía libros. Pegaba con puños, cabeza, pies, mordía. No importaba la ortodoxia sino el objetivo.
Había perdido la cuenta de a cuántas grisesombras había dejado en el camino. Casi no veía por dónde estaba. El cielo se tornaba negro. Presentía que la batalla había virado hacia la derrota para los suyos. Hacía rato que no percibía el verde resplandor del Duende Matero iluminando las cuadradas líneas de los edificios.
Los monstruos se habían desentendido de él.
A dos cuadras de la Sociedad de Hacendados ya no le quedaban adversarios. Se detuvo un instante con las manos en la cintura, jadeante. Volvió la vista atrás y sólo vio el negro de la casi nada. Sintió miedo, no el cobarde, sino el que genera la impotencia. Estaba transpirado y sucio, sangrante y golpeado. Cerró los ojos, en la pantalla de los párpados bailaron mil imágenes. Cacique, el Boliche, aquellos amigos de horasaños, Silvina…
La visión de la santafesina le inyectó fuerzas. Sacudió la cabeza y comenzó a trotar hacia la Sociedad de Hacendados. El corazón se le aceleró como respondiendo a una llamada. Las puertas estaban abiertas. El lugar parecía más pulcro que de costumbre, mucho más amplio que en su épocas de exposición, cuando la gente lo abarrotaba.
Pero el gris parecía más intenso. Como si se irradiara de allí hacia todos lados.
Un grito ahogado le erizó la piel. No necesitaba procesar ese sonido, su sangre ya lo había analizado. Era la voz de Silvina, parecía provenir de uno de los pabellones mayores del lugar.
Sintió que todos sus músculos se tensaban, un golpeteo en las sienes y una furia sorda creciéndole desde el interior. La visión se le borró, solo veía la puerta. No la abrió, se la llevó por delante. Estaba cerrada.
Un nuevo gemido salió del pabellón y Luciano fue sordo y ciego para el dolor y lo externo. La puerta de chapa, enorme, cerrada por dentro, cayó como una hoja de papel ante la nueva carga de Luciano.
Quedó parado ante la puerta derrumbada. El interior del inmenso salón estaba apenas iluminado por unas cuantas lamparitas comunes. No se oía nada, no había ruidos, el silencio era agresivo. El ex oficinista buscó de ojosextraviados algún indicio. Nada se movía.
Dejó que sus pies se movieran. No pensaba, actuaba.
Chocó con una puerta pequeña también cerrada. No la movió siquiera. Siguió actuando sin razonar, solo por amor. Desafinado comenzó a cantar, cantando a los gritos tomó carrera. Creyó que los pies no tocaban el piso, que volaba. La puerta estalló en miles de fragmentos al simple contacto con su cuerpo.
Luciano se sintió a punto de enloquecer.
Sobre un camastro, sangrante, moribunda, desnuda, con sus piernas y brazos atados en cruz, estaba Silvina. Sus bellosojos desencajados, la boca deformada en un rictus de indescriptible dolor.
Dos hechiceros observaban sin entender a Luciano, desnudos ellos, ridículos y abominables, como el piloto de AirWolf.
Luciano tenía sus ojos clavados en Silvina. La miraba sin verla, percibía apenas ese cuerpo frágil cruzado por cientos de heridas, ese cuerpo tembloroso por el que también había pasado una picana. Ese cuerpo violado y torturado, el cuerpo de su amor.
Los torturadores habían escapado por algún lugar, quizás habían pasado por delante de Luciano, pero éste no estaba en condiciones de darse cuenta de nada.
Avanzó hacia la camilla como un autómata. Como tal cortó las sogas como si fuesen simples hilos de coser. Con toda la ternura de mil esperas, con la dulzura del que ha amado conociendo los fracasos, la tomó por los hombros sintiendo la vida que latía apenas. Y los ojos se pusieron en contacto. Los ojos yéndose de Silvina y los ojos desesperados de Luciano. Los ojos se miraron y se hablaron, se acariciaron, se amaron. La luz surgió de ellos y fueron, a pesar del dolor, una sonrisa de Silvina, pequeña, sin fuerzas. La sonrisa de no saberse sola. Y fueron mezcla de sensaciones en Luciano: odioamor, tristezalegría, bronca, rabia, protección…
Silvina usó sus últimas fuerzas para pasar sus brazos lacerados por el cuello de Luciano.
No murió, porque los sueños no mueren, se desvanecen. No cerró los ojos, porque los ojos del amor jamás quedan cerrados.
Luciano sintió que un grito le surgía de las entrañas. Desgarrado, terrible, loco de muerte, indetenible.
Los hechiceros y el piloto de AirWolf ya lo rodeaban.
Ya lo estaban tomando, ya querían eliminarlo.
Pero Luciano creció, de amor desolado, de sueños destruidos. Su cuerpo emitió una luz cegadora que arrojó por los suelos para siempre a sus agresores.
Luciano Sánchez y Silvina Zavala no estaban más. Pero su ida pobló el aire de aroma a margaritas, lo pobló de colores nuevos, de música armoniosa.
Todo el pabellón y la Sociedad de Hacendados entera se cubrieron de flores. Azules, rojas, amarillas. Flores y más flores.
Y los grises cayeron estrepitosamente en aquel lugar. Allí, donde la muerte había parido nacimientos.

(60)
Los vidrios se sacudían, las mesas no se mantenían quietas en su sitio. Los parroacorralados luchaban con denuedo para no perder la estabilidad. El Duende Matero se elevó por el boliche y una llamarada verde tranquilizó por un momento la escena. Los ojos se buscaron.
- ¿Y de dónde sacamos la esperanza? – preguntó a nadie Chicho, transpirando y temblando.
En el afuera el rito seguía, era una vorágine de agresión. La luz del Boliche amainaba y, de a poco, los cercadores avanzaban. Las caras de los grises miraban la negrura del cielo. La alada figura de Superman llegó para estrellarse contra la luz y hacer temblar al Boliche hasta los cimientos. Tres ex Gran Hermanos dieron de cabeza contra la luz, vacías como estaban eran durísimas.
- Hay que vencer o morir – gritó el Duende Matero.
- Morir – fue lacónico y muy irónico el Duende Mozo.
- Pero que les cueste- gritó el Negro que había manoteado uno de los pocos libros que quedaban. Abriendo la puerta con rapidez lo tiró de plano contra la masa amorfa de los invasores. El libro voló e hizo desparecer a dos de los ex Gran Hermano. El hecho apenas detuvo unos segundos al resto, tiempo para que en el Boliche se redoblara el canto y se ganara un poco de júbilo.
Otro libro cayó desde el cielo causando estragos entre las filas de grises. El aprendipoeta difuso lo había arrojado desde la chimenea, casi su hogar. Pero la tregua duró poco, un humo negro hizo que los monstruos volvieran a aumentar de tamaño y que las filas de mediocres se engrosaran. La presión se reanudó duplicada.
El vidrio izquierdo del ventanal se astilló. La puerta se batía valerosa, defendiendo sus bisagras.
El Duende Mozo sintió una gran resignación. No imaginó mejor despedida que la de preparar la última vuelta de café del Boliche, de los pocillos, de la express, para ellos.
Indiferente al fragor, indiferente al fin casi inminente, cargó las tacitas con la pócima humeante y se las fue alcanzando. A los psicobolches, al Gordo, a Yolanda, al aprendipoeta periodista, al desfalleciente Secretario de Gobierno y Hacienda, al Negro, a Chicho, al aprendipoeta difuso y también -¿por qué no? a Camilo, el Duende Matero. Puso su pocillo sobre la barra mientras observó como se astillaba también el vidrio derecho. Le echó azúcar a su café, aturdido por el bullicio.
Comenzaba a hacer girar la cucharita cuando, por el rabillo de ojos, advirtió que alguien se había quedado sin su café. Sin pensar se levantó a preparar otro y dos cosas lo sorprendieron al unísono: que el ruido de afuera había cesado de golpe y que allí, en el mediato rincón de la barra, estaba él.
- Una caña Legui, como siempre- dijo.
Todos los ojos se volvieron hacia allí, todos tuvieron la idea de haber retrocedido en el tiempo. Como si volvieran a la noche del viernes, eran casi los mismos por culpa de las ausencias.
El Duende Matero achicó los reflejos y fue el menos sorprendido. Ahí estaba la esperanza de la que hablaba, con la que soñaba.
El Boliche entero estaba con la boca abierta pero con la alegría del renacer colgada de las caras.
Las telarañas se esfumaron, el polvillo se escapó por la chimenea y la luz del Boliche recuperó su dimensión.
En el afuera, los agresores habían detenido su avance mientras un coro increíble iba rasgando los grises y haciéndolos retroceder. Yolanda, que estaba cerca de la ventana, hasta pudo percibir a una estrella guiñándole un ojo cósmico, allá en las alturas.
Los parroasombrados comenzaron a moverse hacia el mediato rincón de la barra, mientras el Duende Mozo, con una sonrisa como las de antes, le servía el tradicional vasito de caña Legui.
- Esta vez, no vuelvo descarnado – dijo el Viejo.
Allí estaba, ya no con las ropas de cada noche en el Boliche, sino como en las fotos, vestido de militar.
El Negro le extendió una mano y lo saludó, afectuoso.
- Aquella noche, en Villa Rubí, me pareció reconocerlo.
Pero nadie salía de su asombro. Porque el hecho era increíble aunque nadie tuviera reparos para el asombro en aquellas horas de Zonagrís.
De algún lugar del uniforme sacó un par de atados de cigarrillos y los dejó sobre la barra. Con un gesto de su mano, los invitó a fumar.
- Lo siento, pero descubro que de nuevo he llegado un poco tarde. Ustedes saben que tengo la voluntad de lavar algunos errores, lo llevo en mi conciencia. Pero entonces yo no era enteramente yo, este Viejo estaba demasiado viejo. Pero vamos, que esa es otra historia. Permítanme que me disculpe ahora, pero el camino que he tenido que recorrer es muy largo y me duele mirarlos y descubrir tantas ausencias. Igual que la otra vez…
Él mismo encendió un cigarrillo e hizo una pausa para arrojar lentamente el humo de la primera pitada.
- No será fácil, compañeros – y su voz se hizo más ronca, carismática, inconfundible, como antes- pero vamos a limpiar a Zonagrís de esta sinarquía. Por cada uno de nosotros que caiga, caerán cinco de ellos. Si quieren palo, pues le daremos palo…
Sonrió y miró a todos.
- Ya me lo escucharon antes, ¿no?
Apagó el cigarrillo por la mitad y se incorporó. Ya no quedaban trazas de sus achaques y se erguía en toda su altura.
Los parrodecididos comenzaron a seguirlo. El Viejo abrió la puerta. Los ejércitos grises no estaban en las cercanías. Afuera, un mundo de sombras blancas ocupaba toda la Avenida del Nombre Conocido, hasta donde alcanzaba la vista, hasta la estación del ferrocarril y más allá.
- Nuestros enemigos han ido a reagruparse, pero ya nada podrán hacer.
El aprendipoeta periodista, el más hablador a esa altura, se puso al lado del viejo y le preguntó:
- ¿Y cómo los venceremos, General?
- Con nuestros ideales, compañero. Somos nosotros y este ejército de 30.000 almas invencibles a las que nunca lograrán hacer desaparecer.
Antes de sumarse al grupo, el Gordo pasó por el ventanal y, sobre la suciedad, trazó con un dedo una P sobre una V.
En Zonagrís se echaron a volar todos los pañuelos blancos.

(61)
Todos los sonidos volvieron a detenerse. La naturaleza volvía a acallar sus voces. El alma de Zonagrís, la utopía de los locos, volvían a ponerse en marcha. Con el paso firme, con el coraje de siempre, el ejército de almas blancas comenzó a transitar las rectas y desiertas calles del cuadriculado pueblo y pareció como si un agua inmaculada fuese lavando el gris pavimento, sucio de sangre, muerte y esperanzas moribundas.
Las voces se elevaban, haciendo temblar los grises que vibraban espantados.
Allá, sobre las plazas, los obsecuentes, los Defensores del Orden, se apiñaban. Agigantados por su anterior victoria, confiados en el poder de sus súper héroes, sabedores de lo que podía hacer la magia negra de los negros hechiceros, que por algo mantenían desde hacía tanto tiempo a Zonagrís en la negrura.
El Viejo marchaba sobre un caballo manchado, era un símbolo más que una realidad. Junto a él, el Gordo, los psicobolches, el Negro, Chicho, el Duende Mozo, Yolanda, el aprendipoeta periodista, el difuso, el Secretario de Gobierno y Hacienda, quebrados sus brazos pero en pie. Los parrovivientes de la sobremuerte no habían tenido reparos en dejar solitario al Boliche, porque se había iluminado como nunca, porque habían desaparecido el polvo y las telarañas. Porque el Boliche sonreía y casi les había pedido, confiado, que lo dejaran, que esas 30.000 almas eran invencibles.
Los ojos se habían llenado de vida, atrás quedaba la tristeza, el miedo, la amargura. Ya habría tiempo de llorar las muertes, pero no sería tanto el dolor si esas muertes no eran en vano.
Por las siemprecalles de los días grises, por las durasformas de la rutinahistoria, por la andadura de la tristesuerte, avanzaban.
Y la Zona Norte sacudió sus claridades, allá la noche brillaba sin tapujos en la noche casi eterna de ese domingo de marzo.
Los animales movieron sus patas, allá iban Tarufi y el Cheuá, y Pincén, y Nahuel, y Chipote, y Pasqualo, y los gatos se encolumnaban detrás de la introvertida y digna gata Dorotea. Perros y gatos, vacas y pájaros. Las palomas de Picasso con el infalible poder de sus ramas de olivo, y las palomas de nadie. Gorriones y chimangos, torcazas y benteveos, llevando granos de alpiste por bombas. Mariposas con el color como arma química, una bandada de tordos cada uno con una flor en el pico. Y los sapos, y las ranas…
Desordenados, sin forma, los animales de Zonagrís pusieron en marcha su decisión, esa bondad propia y sus ganas de curvas y libertad.
Y las palmeras agrandaron verdes, y de las salas de teatro brotaron los duendes de la creación, sonaron solos de guitarras, pianos a cuatro manos, los pinceles se escaparon de sus cajas y vinieron los duendes atrevidos, los transgresores. Nadie era ajeno en Zonagrís.
En el aire vibró la carcajada de los inocentes, la sonrisa de los ingenuos, el canto de los olvidados.
Por sobre los 30.000 inolvidables volaban millares de pañuelos blancos y era su voz la voz de todo un pueblo que iba a jugarse por su liberación.
Nadie podía medrar en aquel domingo de marzo.
Nadie lo podría olvidar.
Del mar de los sueños llegaban barcos cargados de utopía que se bajaron, prestas, a reorganizar la luz.
En el país de las Utopías se formó un sueño espontáneo de paz y justicia, un sueño imposible de igualdad.
La imaginación tomó el poder por asalto, dispuesta a no soltarlo.
La ternura llegó a ramalazos de celeste, porque el amor no podía estar ausente de aquella contienda, como no lo está nunca de las cosas que se hacen por las ansias de ser libres.
Los parroavanzantes sintieron latidos en sus espaldas y, antes de poder pensar, descubrieron que les nacían alas y que ellos, como el Viejo y los 30.000, echaban a volar por el cielo gris, reventando en blancos todas las sombras.
Y llegaron los trinos de canarios, y los fuegos de tantos San Juan y San Pedro, y el griterío del Carnaval. También estaba el olor a baile de campo, los gritos de las guitarreadas y los guardapolvos del ayer.
Nadie faltaba a la cita.
Los grises se apretujaban en las plazas, mientras advertían con pavor que sus súper héroes comenzaban a achicarse.
Los Hechiceros preparaban sus conjuros máximos y las brujas llamaban a los demonios de la dominación y la desesperanza.
Pero el miedo caía a cataratas sobre ellos y nadie puede describir el miedo de los tortuosos.
Zonagrís esperaba por su suerte.
Mientras, todos los sueños de los que aun sueñan en colores, volvían alegres a la cuadrada ciudad de la rutinahistoria.
Era el contraataque de la luz sobre la sombra.

(62)
¿Hasta dónde las palabras alcanzan para describir las sensaciones? ¿Hasta dónde la intención puede cronicar la imagen y los colores?
Podríamos decir batalla y ornar los hechos con los más ricos adjetivos que se encuentren, pero ni así llegaríamos siquiera a graficar una mínima parte de aquello que Zonagrís vio y quizás nunca pueda contar.
Hay un cuadriculado pueblo plagado de duendes y hechiceros, de calles rectas, segmentos hacia la nada, de ventanas siempre cerradas en su rectangular espera, de árboles como triángulos, de ángulos y ángulos. Angular esquina de los nuncasueños, cuadrada historia de sus seres que han visto en años cómo su vida lado sobre lado, remanida, se les va lenta.
Hay un Zonagrís bostezando, otro muriendo, y apenas un puñadito de locos que, con la diminuta curva del querer, le hizo una barricada al hastío y cargó hasta la sangre contra la opresión, contra los monstruos.
Hay un pueblo que quedó aislado de su país. Adonde las persianas de nubes cerraron entradas y salidas. Allí, un día, los televisores fueron el vehículo para una virulenta infiltración, allí pasearon su hacer los increíbles personajes televisivos, allí se perdió la sutil diferencia entre lo real y la ficción. Y los zonagrises, habituales pasajeros de la rutina, se vieron envueltos en ilusión y pesadilla, sin que nadie pudiera quedar ajeno.
Porque de aquellos tres días de marzo tomaron parte todos: locos y cuerdos, profesionales y desocupados, mujeres y hombres, árboles y animales.
Y los Hechiceros, conjurando negrura para lograr la más sumisa dominación y los Duendes, inventando colores para repeler al odio.
Y la constante lucha: muerte y vida, alegría y tristeza. Luz y sombra. Color y gris. Sonido y silencio.
Y ahora, una ola blanca, ingente. Un coro de voces nunca silenciadas, desbordando las líneas rectas de la Avenida del Nombre Conocido por suelo y cielo. Y los parrosiempres del Boliche, alados por intentar. Con el Viejo y su caballo manchado, avanzando y limpiando de opacidades las cosas y las casas. Rompiendo los hechizos, inventando formas nuevas para el avance.
Y en las plazas mustias, en donde aún no aparecía el titilar de las estrellas, compactándose en su medianía el ejército obsecuente y servil de los medrosos y los monstruos inexistentes y crueles.
Y la vida viniendo, y la no vida defendiéndose.
Era casi la medianoche de aquel domingo de marzo. El lunes venía a cumplir su turno, pero no era la noche.
Era un espacio atemporal donde no importaba la hora. Si se buscaba luz, había; si se buscaban sombras, también.
Por la Avenida de las Palmeras, desde la Zona Norte liberada, llegó otro mar: los animales, llegaron como una turba, como un verdadero aluvión zoológico. Puro y simple.
Zonagrís tembló. Se deshizo y se rehizo. Murió y volvió a nacer.
La locura hizo impacto y nadie pudo apreciar formas. Solo los colores chocando contra el negro.
Apenas si el aprendipoeta periodista, con algún otro parrocompañero, quedó algo marginado, por esa necesidad de la historia de dejar testigos que hagan reales los hechos. Para que lo cuenten y lo hagan existir.
Como no había tiempos, quién sabe cuánto duró el choque. Tal vez un minuto, a lo mejor un siglo, a lo mejor nada.
El Duende Matero jurará que hubo lectores metidos en la refriega. El Duende Mozo lo desmentirá, contando que ellos habían abandonado mucho antes la vanahistoria de Zonagrís. Algún imaginativo pudo adivinar a los animales riéndose para destruir a los insensibles. Otro, de excepcional vista, habrá advertido a los 30.000 aplastando como a nadas a las sombras, o al Viejo, destruyendo los mitos de los Hechiceros.
El aprendipoeta periodista vio al Gran Televisor dibujarse en el cielo y luego un arco iris disparado que lo hizo explotar en invisibles fragmentos. También vio la misma historia que leemos en pocos instantes, aprehendiendo todos los detalles.
Los monstruos, los súper héroes, los personajes de la tele primero se redujeron, luego perdieron una dimensión para ser simples pósters, luego nada.
Los aparatos de TV se quedaron mudos y ciegos.
Y en aquella Zonagrís destruida el sol se unió al festejo de aquella victoria de los locos.
Una marea blanca de 30.000 almas inolvidables elevó su canto junto a los animales, los duendes y los delirados.
Ya no quedaban grises ni hechiceros ni monstruos.
No quedaban vestigios de los opresores ni de rutinas.
Las nubes implosionaron sin ruido y se sumieron en sí mismas y el cielo, azulnegro y brillante, parió a todas las estrellas, tragándose sombras y neblinas.
El monumento a San Martín sonrió y el dedo que señala se hizo dos dedos en V. De triunfo, victoria y símbolo.
El Viejo saludó a las plazas vacías con sus brazos abiertos, llevándolos en el corazón.
No hubo cuerpos diseminados, porque los grises se hundieron en la nada del olvido, sin nadie para perpetuar sus nombres.
Los parroamigos se encontraron solos en medio de la brillante noche de Zonagrís.
Yolanda, los aprendipoetas, Chicho, el Gordo, el Negro, el Duende Mozo, el Secretario de Gobierno y Hacienda sin rastros de sus golpes, los psicobolches. El Viejo desapareció en un cuadro. Los 30.000 fueron un solo pañuelo blanco que se fue, arrastrado por la brisa otoñal, y Camilo estalló en verdes, en busca de algún descanso. Los animales habían vuelto a serlo mientras los edificios destruidos, las rectas curvadas, se convertían en el único vestigio de que allí todo había cambiado.
Los ojosrientes recorrieron la noche y, con las manos en los bolsillos y el silbido en los labios, volvieron al Boliche duende, que ya no brillaba porque por fin, no hacían falta esperanzas.
En aquella madrugada de lunes en Zonagrís valía la pena vivir la realidad.
Y dejar que la luna echara platas en los rostros.

(63)
Contar es la forma para que lo que sucedió siga sucediendo. El único modo de detener al tiempo es apresarlo entre palabras, para que vengan quienes lo refresquen, apenas por instantes y guarden en su memoria el sustrato de lo ocurrido. Esa mínima memoria será finalmente la que evitará el olvido.
La tarea de los testigos es acercarse a la verdad, sin perder sus sentimientos, sin despersonalizarse, asumiendo su rol para contar y hacerse un relator invisible.
Nosotros, los periodistas, andamos jugando a la existencia a cada paso, con nuestras crónicas, con nuestras opiniones. Apenas náufragos en el mar de la información, nos aferramos al tronco errático de los hechos más visibles para que sea la salvación del centimetraje diario. Para que las letras sean fagocitadas sin piedad por una hoja ávida de tinta, que traga ideas sin importarle cuáles.
Me imagino lo que el director me pedirá esta tarde. Porque seguro que El Mangrullo de Zonagrís seguirá incólume a pesar de lo sucedido. Pitará largamente su cigarrillo, me mirará entre paternal y suficiente y arrastrando melosamente las palabras, sugerirá:
- Preparate una crónica, pibe. Ya que tuviste la suerte de ser partícipe, nadie mejor que vos para hacerlo… Objetivo, ¿eh?
Y se distraerá analizando cuentas, pensando vanos editoriales y la forma más práctica de adaptarse a las nuevas circunstancias. Si me demoro un instante, achicará los ojos, sin perder la sonrisa y, displicente, mirará hacia el teclado que me aguarda.
Va a ser inútil que intente explicarle que no soy ni puedo ser el mismo del viernes. Que ya nada es igual en Zonagrís. No podrá entender mis vivencias, ni mis penas y alegrías, ni este sabor dulceamargo que me invade pensando en lo que hicimos y en cuánto perdimos. El, como siempre, estaría de viaje ese fin de semana, lejos del pueblo. No puede sospechar siquiera lo que hemos crecido, los siglos recorridos en tres días.
Y en El Mangrullo de un martes de marzo, el título que se me ocurra, se robará ocho columnas de su primera página, formato sábana. Y los canillitas vocinglearán la noticia, pero habrá pocos que lo compren. Mi estilo, el del diario todo, es perimido. Zonagrís ha abominado de sus rectas. Habrá que buscar una forma curva, deslizante, atrevida como esta lucha para acercarme a la posibilidad de contar la historia.
Romperé mil papeles buscando el texto justo y, después de algunos intentos, pergeñaré algunos aprendiversos sin valor para descargar la impotencia.
Y me tomaré mi tiempo. Abandonaré el teclado. Enfrentaré al director y su impasibilidad y le tiraré a la cara mi mejor carcajada y los cientos de papelitos, rotos de inútiles intentos y saldré corriendo del viejo edificio o tal vez volando, veré qué me sale en ese momento. Para juntarme con mis compañeros de lucha, para iniciar la reconstrucción de las curvas.
Será mi pequeña venganza, un paso más en mi aprendizaje de poeta.
Ahora caminamos, superviviendo el domingo, sin más peso encima que el de saber ausencias.
El Boliche nos recibe, casi sonriendo.
Ni hace falta que el Duende Mozo prepare los cafés, la express los hace sola, en un último pantallazo de magia.
La noche escapa rápido, quizás a llevar a toda la Tierra esta buena nueva, mientras el amanecer empieza a desplegar su abanico de colores, para darnos la bienvenida al mundo de los libres.
El Gordo apaga las luces del Boliche para apreciar mejor esos colores, mientras en una pared han aparecido una serie de cuadros. Son retratos.
Arriba el Duende Matero y el Viejo, separados pero unidos por el gesto. Más abajo, nuestros muertos.
Yolanda canturrea una melodía indescifrable, mientras el Negro siente el cansancio de todas las jornadas vividas. Chicho mira el reloj y piensa en su familia, pero ni él ni nadie están aún decididos a irse. Tenemos la necesidad de paladear el momento, quisiéramos detenerlo para vivirlo para siempre. Pero ahora el tiempo ha retomado su ritmo habitual y nada podemos hacer para apresarlo.
Se me ocurre una única cosa coherente. Me voy detrás de la barra, tomo un puñado de papeles, una lapicera y juntando recuerdos, hago lo único que sé: cronicar.
Comienzo a escribir lo que usted está leyendo desde el inicial capítulo.
Recontando las ausencias, aunque duelan.

(64)
Cuánto hemos reflexionado sobre la muerte en esos sobrevuelos filosóficos transcafés y de cigarrillos abatidos en pilas. La humanidad toda ha vivido preguntándose sobre la muerte. Casi todas las doctrinas filosóficas se edifican sobre esa duda, y las religiones. Pero las palabras se quedan allí. Hay que tocar la muerte, hay que sentir su aliento para comenzar a entenderla. Mientras tanto, uno la observa como un cómodo espectador. En cuanto se nos aproxima nos empezamos a debatir en inquietudes. Cuando la imaginación nos traslada a pensarnos muertos se acaban las entelequias, se terminan las búsquedas y se transforma en una sensación mezcla de vacío e inquietud, de miedo y aprensión. Es en ese momento cuando dejamos de ser jóvenes para comenzar a morirnos, lentamente. Es cuando sabemos cómo se llama la muerte.
Y entonces vienen las frases hechas: “Estaba tan lleno de vida”, “yo estuve con él un rato antes”, “qué joven que era”, “no somos nada”. Y el caso es que somos mucho, somos imprescindibles, por eso morimos físicamente.
Somos los vivos quienes dramatizamos el morir.
No puedo dejar de entristecerme de ausencias, de lugares vacíos, de cosas comunes.
¿Quién te cantará una canción, Penélope, quién habrá alzado tu bolso de piel marrón? ¿Quién cantará para vos, Lucía? Sus sillas están a la espera, ubicadas como siempre frente a la ventana del Boliche, preparadas para la inacabable memoria del maquillaje, las miradas furtivas, el cuchicheo, la espera sin esperanza del príncipe azul. Yolanda quedó sola y ustedes no entendieron que no hay príncipes azules, ni príncipes, sólo hombres imperfectos. La cosa no pasaba por buscar sino por saber encontrar. Y no serán heroínas, aunque hayan dejado su vida en esta historia, aunque hayan cambiado coquetería por lucha. Las recordarán en una cama, desnudas, entregadas, boca susurrante, gemido. Esa será la imagen pero ustedes fueron mujeres que creyeron en una utopía. Y los que piensen en ustedes como las muchachas fáciles de la cama rápida ha de ser porque siguen sin entender que una noche de sexo vale mas que un día de rutina.
A Lito lo recordarán como al plomo charlatán, el vendedor de todo. No habrá anécdotas para desmenuzar, ni anécdotas increíbles ni verborragia imparable. Faltará para seguir la historia de Zonagrís su andar hiperquinético, su bonhomía, su boca incallable.
No habrá loas para el Chino y su gente. Solo los marginales le cantarán a Villa Rubí. Será un vano silencio el honor a los compañeros ajedrecistas, esos que pasaban las noches trebejeando historias, inventando sus propias guerras en el mundo incruento de 64 casillas.
No habrá menos espectáculos en el pueblo porque falte el Gurí, solo faltarán sus proyectos, su agenda telefónica, sus aseveraciones, su cholulismo, Ningún famoso llorará su muerte, porque de muertes como la de él no se llora, se aprende.
Y aprenderán los curvos, los que puedan vivir en esta Zonagrís liberada y la libertad es el mejor de los aplausos.
Quizás nos quede inconclusa la historia de amor, porque ante nuestros ojos el tiempo de Luciano y Silvina fue escaso, no pudieron perdurarse en hijos, no llegaron a ser la pareja sonriente, perfecta, armoniosa, ejemplar. Luciano Sánchez y no otro fue el que reconvirtió la chatura en valor, lo gris en magia, el más claro ejemplo de que no debemos subestimar a los que están bajo el yugo. El nos enseñó que mas vale conocerse a tiempo que entenderse siempre.
Los retratos de todos están allí, en aquella pared del Boliche, para que nuestros ojos los vean. Estarán para torcer cada ángulo cuando iniciemos la reconstrucción, cuando tengamos que enfrentar a otros hechiceros, cuando la locura nos lleve a pregonar este triunfo por todos lados. Cada vez que alguien comience a navegar una utopía.
Quería recontar las ausencias, compañeros. Para que no lo sean. Para saludar con alegría a los que no están.
Porque ha valido el sacrificio que no es tal. Nadie se sacrifica por lo que ama, hacer algo por amor no es un sacrificio.
Cambiemos lágrimas por sonrisas, Zonagrís es libre.
Cantemos por ellos.
Bienvenidos a la victoria siempre, parrohermanos.

(65)
El sol descargó sus rojos amarilleados, contorneando las ruinas. Zonagrís desperezó a los pájaros que echaron alas a la libertad, desconcertando a los árboles con sus trinos. Una suave brisa del oeste comenzó a barrer los grises que quedaban por doquier. El lunes se venía sin planes, preguntándole al sonriente domingo qué carajo debía hacer en aquella ciudad distinta.
Los perros salieron a corretear por entre curvas, alzando sus patas felices y descargando a chorros su carcajada, Poca gente quedaba, pero no tan poca como para no dar vida al amanecer. No había canillitas voceando El Mangrullo, pero sí bicicletas buscando los lugares de trabajo. Nadie iba a ganarse el pan, sino a construirlo.
Los zonagrises salieron de sus casas a edificar el mañana.
De a poco se irían formando cuadrillas de improvisados y veteranos albañiles que levantarían ladrillo a ladrillo y en el trabajo por ellos mismos. Ni se darían cuenta que en poco tiempo dejarían a la ciudad de nueva en pie, pero otra.
Por todos lados empezaron a oírse los silbidos: tangos, cuartetos, zambas, baladas, lo primero que cayera entre los labios, para unir la música al amanecer.
El intendente estaba lejos, probablemente no volvería, tampoco había comisario pero por el momento no hacía falta; el Secretario de Gobierno y Hacienda se había marchado sin que nadie supiera dónde, el cura había huido veloz, pero nadie lo extrañaba.
Para el resto del país, Zonagrís había desaparecido del mapa. A los zonagrises no les importaba, era un beneficio. Tendrían la libertad de elegir sin presiones, de atreverse a ejercer la imaginación sin consejos sapientes.
Casi no había vecinas de ruleros barriendo las veredas. Había cosas más importantes que hacer, entre ellas mirar a los pájaros, reconocer el celeste cielo, liberarse del peso de tantas medianías y escuchar la nueva historia.
Ese cuento fantástico de duendes, monstruos y hechiceros, esa nueva mitología de pueblo que haría la raíz indestructible de la comunidad. Ahora tenían un pasado que valía la pena y no iban a perder la oportunidad de disfrutarlo.
Una enorme bandada de pájaros se aposentó en Villa Rubí. Estaba desierta de gente, pero pronto se poblaría, sin marginación, con la misma mística, sin la miseria que la había signado en el lejanocercano ayer. Los pájaros la colorearían siempre, guardianes, defensores. Tal vez, algún día, volvería el hijo dilecto, aquel Duende Matero inventado en frustraciones. Ahora estaría gozando de la anarquía del país de las Utopías, tierra de real inexistencia que estaría festejando su triunfo sobre lo posible.
El sol apuraba las ganas y las ruinas no parecían tales, sino pilas para la construcción inmediata.
Chicho miró su reloj: las 7 y media. Ya era hora de volver a su casa, de buscar su cama, de besar a su familia, de descansar para iniciar la nueva marcha. Sentía una opresión en el pecho, esa estúpida tristeza de las despedidas. Por eso se limitó a un “hasta luego” y se fue, sin darle tiempo a la emoción.
Como Chicho, todos sabían que el Boliche agonizaba. Ya no era necesario. Sería mito, o museo, alguien de algún lugar querría comprarlo y quizás lo haría, pero sólo estaría adquiriendo un montón de ladrillos, unos muebles viejos, unos útiles amortizados.
Los psicobolches se desperezaron, alzaron sus manos, repartieron abrazos, prometieron prontos encuentros y también se fueron pensando, como el resto de los parrosiempres, que el hombre y el río pueden cambiar, que el tiempo puede cambiar, pero que nunca cambiará la decisión de cruzar ese río.
El Negro pasó un brazo por el hombro de Yolanda, le acarició el pelo, ensayó una sonrisa y dejó un simple gesto con la mano como despedida, al atravesar la puerta. Se iba imaginando un nuevo equipo de fútbol, una nueva forma de jugar y en los ojos de Yolanda.
El aprendipoeta difuso miró con ternura a la chimenea, juntó sus papeles, intentó unas palabras, pero al advertir cierto temblor de llanto, prefirió apretar el paso y salir sin decir nada.
El Gordo abandonó su rejilla en un rincón, se puso una gastada campera de tela y, con las manos en los bolsillos, esperó a que el Duende Mozo echara un último vistazo, apagara las luces, la express, el equipo de sonido y terminara de acomodar copas y pocillos.
El aprendipoeta periodista juntó sus escritos y los esperó en la puerta. Junto al Gordo miró cómo el Duende Mozo ponía llave al Boliche desierto.
Alguna vez volverían, parroquianos.
Se pusieron a caminar en dirección al semáforo sin decir una palabra. Iban transitando la tristealegría del adiós y la bienvenida de la luz. Eran nuevos zonagrises que se sumarían a la tarea de curvar.
Y los duendes del Boliche se emborracharon de nostalgia.

(66)
No sé por qué, pero ya no necesito caminar. Volar es fácil, es cuestión de tener ganas. No se necesitan alas, solo imaginación.
Es hermoso ver ahora a Zonagrís, mirar cómo cada ser viviente se entrega a la alegría de crear su nuevo mundo. La utopía sigue, habrá que extenderla, conquistar de a poco las medianías que rodean a la ciudad, extender el oxígeno de la libertad. Hay que enseñar a elegir, hay que educar en el arte de sentirse feliz.
Tan lindo como volar es contar, y aquí llevo mis recuerdos, mis nostalgias, estos papeles para fijar los hechos, esta amistad atesorada en la piel, estos sonidos, estas caras y este libro que me quedó de mi arsenal. Un libro de teatro, nadie sabrá el valor que tiene para mi, sé que me acompañará el resto de mis días.
Yo sé también que un día la gente no necesitará caminar, todos podrán remontarse al celeste, no quedarán grises en la faz de la Tierra. Se acabarán los explotadores, los explotados, las divisas, las fronteras, seremos simples seres gozantes de la felicidad de poder ver, oír, tocar, cantar, sentir. Cuando conquistemos la verdadera paz.
Cuando queden abolidos para siempre los prejuicios, los miedos, las hipocresías, las mediocridades, cuando ser distinto no sea un estigma sino la condición de la existencia, cuando no haya necesidad de matar para demostrar superioridad porque no existirá tal cosa, cuando los demás dejemos de ser el infierno de cada uno.
Cuando cada ser sea uno sólo, el mismo que cree ser, el mismo que ven los demás, el mismo que quiere ser.
Entonces uniremos esta tierra al país de las Utopías y comenzaremos a extendernos al universo todo. Tiempo será entonces de volver a decir que se haga la luz, entre todos como al principio. Y quizás después haya que empezar todo de nuevo. Porque somos y seremos seres imperfectos, por suerte, eso nos dará la posibilidad de cambiar, de evolucionar, de revolucionar, siempre.
Pero ahora es el momento de vivir ahora.
Acompáñeme.
Mire mi ciudad y mis colores, mire a las plazas del centro, esas donde peleamos nuestra sangre. Los árboles ya no están haciendo la colimba, les han crecido las ramas y las hojas, se les han colgado los nidos, Miren el suelo, ¿lo ven?, es todo un inmenso campo de flores de todos los colores.
Allí en el monumento, San Martín ya no es de bronce, ha podido regresar a su patria sin necesidad de poses.
Pero miren la plaza, por favor, ríanse conmigo. Allí estamos todos, ¿quién lo dudaba?
Están Penélope y Lucía, jugando y riendo, dejándose ser entre las flores y están con ellos, con sus hombres azulesverdesrojos que han venido para quedarse.
Allí el Gurí presenta el más maravilloso espectáculo que nadie podrá igualar jamás. El está feliz trayendo a la Naturaleza, el artista más perfecto.
Y Lito le habla a los pájaros y los perros que, interesados, lo escuchan y le piden que prosiga. Y el Chino y sus pájaros villarrubenses juegan a la libertad entre las flores mientras los ajedrecistas juegan una partida inacabable, con plantas por piezas y nadie para vencer, y todos los caídos en la lucha, y el Viejo, y Camilo.
Y todos los libres que en el mundo han sido, y nosotros, porque la plaza y sus miríadas de flores llegan más allá de la vista, a la altura de los sueños.
Pero, por favor, miren también hacia aquel rincón, bajo el gran pino, en donde pareciera haber más flores.
Fíjense, es Luciano abrazando a Silvina, besando a Silvina, amándose por una eternidad. Miran al cielo.
Al celeste donde refulge una estrella.
Están sentados con Amor.
Están esperando que el Principito venga a buscarlos.

EPILOGO
Han pasado muchos años, más de veinte, desde que este texto fuera escrito. La mayoría de los expertos coincide en afirmar que Zonagrís nunca existió. Tratan de ubicarla geográficamente en donde el texto da como referencia y encuentran allí a otra ciudad, cuyo nombre no viene al caso.
Es muy probable que la magia la haya borrado de la memoria, o el simple olvido, que se lleva todo, a medias con el tiempo.
Pero podemos afirmar que la historia es verídica y que más allá de lo que haya pasado con Zonagrís, la experiencia fue un ensayo para los hechiceros ya que, con métodos muy similares, se apropiaron de nuestro país entre 1989 y 2001. Si ustedes analizan, sólo variaron un poco las formas, pero fue el mismo sistema para instalar en el poder a otro Gran Hechicero que, respondiendo a mandatos de amos más oscuros, nos sumió en la oscuridad, el gris y el dominio de los monstruos de la tele.
Sabemos que Hugo, el amigo del aprendipoeta periodista que por entonces trabajaba en un simple canal de noticias, es hoy uno de los máximos referentes de la televisión del país. Hay quien dice que salió beneficiado por la primicia de aquella noticia, otros dicen que hizo un secreto acuerdo con los Hechiceros. En todo caso, viene a reafirmar la verosimilitud de lo que aquí se relata.
Poco sabemos de los personajes restantes de esta historia. Se dice que el Secretario de Gobierno y Hacienda abandonó la política y hoy es un conocido historiador. Pero hasta el momento no ha publicado una línea de los sucesos de los que fue partícipe.
El Gordo, según lo que dicen fuentes extraoficiales, ya no es tan gordo y se ha hecho gremialista. El Negro dejó el fútbol y regentea un restaurant. El Duende Mozo fue visto alguna vez atendiendo tras la barra de una estación de servicio. Nada se sabe de Yolanda, ni del aprendipoeta difuso. Se cuenta que los psicobolches tienen hoy una consultora de relaciones laborales en la capital federal. Chicho grabó un par de discos, en uno de los cuales incluyó aquel Blues de los Maricones, sin demasiado éxito.
Se sabe también que el aprendipoeta periodista dejó el periodismo y la poesía. Pero no mucho más. Hay quienes dicen que olvidó lo sucedido, otros en cambio afirman que se lo pasa repitiéndolo, sin que nadie lo escuche.
Cada tanto los hechiceros vuelven a atacar, pero como siempre que la historia se repite, tales sucesos siguen el camino de la farsa.
Si usted que lee tiene algún dato más de toda esta gente, haga el favor de avisarnos.
En cualquier momento los volvemos a precisar.

3 comentarios:

Julio Duran dijo...

Hola Duilio, soy Julio Duran, no se si te acordaras, compartiamos un patologico entusiasmo por la ciencia ficcion cuando eramos muy chicos, aunque eramos un poco mal llevados, ja ja.

Yo sigo con mi fanatismo por la ciencia ficcion y estoy cumpliendo uno de mis proyectos pendientes: escribir una novela de aventuras... en clave de CF, claro.

La novela esta "en progreso". Podes leerla en www.algopasoentrelosdioses.blogspot.com

Saludos.

Duilio Lanzoni dijo...

Eh!! ¡Claro que me acuerdo! Recién hoy a casi dos meses veo tu comentario. No tuve aviso de que estaba. Te he buscado en face, de hecho...
Pongámonos en contacto. Yo leo de vez en cuando CF pero hace 30 años que dedico todo mi hacer al teatro.
Saludos

Julio Duran dijo...

Ya estamos en contacto.
Mi mail es hjduran@gmail.com